Octavo comentario

La revolución envejece

Han pasado treinta y cinco años desde la derrota de la revolución española. Quien quiera seguir sus huellas, día a día, debe leer Solidaridad Obrera, el diario más importante de Barcelona en su tiempo. En un subsuelo en el Herengracht de Amsterdam hallará sus amarillentos pliegos, en grandes carpetas polvorientas; y en los cuatro pisos superiores encontrará todo cuanto se ha escrito, impreso y encuadernado sobre la revolución española. El Instituto de Historia Social Internacional conserva la historia de sus victorias y sus derrotas. Cartas y octavillas, decretos e informes testimoniales, frágiles folletos: una melancólica inmortalidad. Pero no sólo letra muerta, sino también las huellas de los sobrevivientes se encuentran allí: antecedentes personales, recuerdos, direcciones; referencias que llevan muy lejos: a los tristes arrabales de la ciudad de México, a los apartados pueblos de las provincias francesas, a las buhardillas de París, a los patios traseros de los barrios obreros de Barcelona, a las deslucidas oficinas de la capital argentina, y a los graneros de Gascuña.

El ebanista Florentino Monroy, exiliado en Francia, va con sus setenta y cinco años de uno a otro castillo. No cobra pensión para la vejez. Vive de reparar los armarios taraceados de los decrépitos aristócratas de la región.

Detrás de una droguería, en el somnoliento suburbio parisiense de Choisy-le-Roi, en el patio interior de la rue Chevreuil, número 6, los anarquistas españoles han instalado una pequeña imprenta. Allí imprimen los carteles cinematográficos de las aldeas de la provincia, e invitaciones para bailes de máscaras, pero también sus propias revistas y folletos.

En alguna parte de Latinoamérica trabaja Diego Abad de Santillán, en una pequeña editorial. En otra época uno de los hombres más influyentes de Cataluña, más tarde un enconado crítico de la CNT dentro de sus propias filas, hoy un hombre sereno, siempre dispuesto a ayudar, un gran fumador de pipa.

Ricardo Sanz, obrero textil de Valencia, uno de los antiguos Solidarios, vive de una renta de 300 francos, solo en una sombría casa de campo a orillas del Garona; hace más de treinta años que dirigió, como sucesor de Durruti, una división de las milicias anarquistas. Muestra a sus visitantes las reliquias de la revolución: la mascarilla de Durruti, las fotos que guarda en la cómoda y las alacenas llenas de ejemplares de sus libros, que él mismo ha editado en una imprenta propia.

Pero la mayoría han muerto. Se supone que Gregorio Jover vive aún, en alguna parte de América Central. Se desconoce el paradero de los demás.

En el viejo patio de una fábrica, en Toulouse, se encuentra el cuartel general de la CNT en el exilio. Después de subir unas gastadas escaleras se llega al «Secretariado Intercontinental». Al lado de una pequeña librería, en la cual se encuentran raros folletos de los años treinta y cuarenta y las singulares y edificantes novelas de la Biblioteca Ideal, Federica Montseny ha instalado su oficina, donde sigue limando sus discursos y editoriales, infatigable como hace décadas.

Es un mundo aparte, muy disperso geográficamente, y sin embargo estrecho: un mundo con sus propias reglas, su código de preferencias y aversiones; donde cada uno sabe lo que hace el otro, incluso cuando pasan años sin verse. Este mundo de los viejos compañeros no está exento de frustración y celos, de desavenencias y alienación, los estigmas de la emigración. El promedio de edad es alto; los rumores y novedades se difunden fácilmente y persisten con tenacidad; el recuerdo se ha solidificado hace tiempo; todos saben de memoria cuál fue su papel durante los años decisivos; también pagan su tributo a la obstinación y pérdida de la memoria típicas de la vejez.

Pero esta revolución vencida y envejecida no ha perdido su integridad. El anarquismo español, por el cual han luchado toda su vida estos hombres y estas mujeres, nunca ha sido una secta al margen de la sociedad, una moda intelectual ni un burgués «jugar con fuego». Fue un movimiento proletario de masas, y tienen menos que ver con el neoanarquismo de los grupos estudiantiles actuales, de lo que manifiestos y consignas hacen suponer. Estos octogenarios contemplan con sentimientos contradictorios el renacimiento que experimentaron sus ideas en el Mayo de París y en otras partes. Casi todos han trabajado toda la vida con sus manos. Muchos de ellos van aún hoy todos los días a las obras y a la fábrica. La mayoría trabaja en pequeñas empresas. Declaran con cierto orgullo que no dependen de nadie, que se ganan la vida por sí mismos; todos son expertos en su especialidad. Las consignas de la «sociedad del tiempo libre» y las utopías del ocio les son ajenas. En sus pequeñas viviendas no hay nada superfluo; no conocen la disipación ni el fetichismo del consumo. Sólo cuenta lo que puede usarse. Viven con una modestia que no los oprime. Ignoran tácitamente las normas del consumo, sin entrar en polémicas.

Las relaciones de los jóvenes con la cultura les inquieta. Les parece incomprensible el desprecio de los situacionistas hacia todo lo que huele a «ilustración». Para estos viejos trabajadores, la cultura es algo bueno. Esto no es nada sorprendente, ya que ellos conquistaron el abecedario con sangre y sudor. En sus pequeñas habitaciones oscuras no hay televisores, sino libros. Ni en sueños se les ocurriría arrojar el arte y la ciencia por la borda, aunque sean de origen burgués. Tampoco comprenden el analfabetismo de un «escenario» cuya conciencia está determinada por los cómics y la música rock. Omiten sin comentarios la liberación sexual, que copia al pie de la letra antiquísimas teorías anarquistas.

Estos revolucionarios de otros tiempos han envejecido, pero no parecen cansados. Ignoran lo que es la irreflexión. Su moral es silenciosa, pero no permite la ambigüedad. Están familiarizados con la violencia, pero miran con profunda desconfianza el gusto por la violencia. Son solitarios y desconfiados; pero una vez traspasado el umbral de su exilio, que nos separa de ellos, se abre un mundo de generosidad, hospitalidad y solidaridad. Cuando uno los conoce, se sorprende al comprobar cuán poca desorientación y amargura hay en ellos; mucho menos que en sus jóvenes visitantes. No son melancólicos. Su amabilidad es proletaria. Tienen la dignidad de las personas que nunca han capitulado. No tienen que agradecerle nada a nadie. Nadie los ha «patrocinado». No han aceptado nada, ni han gozado de becas. El bienestar no les interesa. Son incorruptibles. Su conciencia está intacta. No son fracasados. Su estado físico es excelente. No son hombres acabados ni neuróticos. No necesitan drogas. No se autocompadecen. No lamentan nada. Sus derrotas no los han desengañado. Saben que han cometido errores, pero no se vuelven atrás. Los viejos hombres de la revolución son más fuertes que el mundo que los sucedió.