Las mujeres de Ayotzinapa III

Las mujeres de Ayotzinapa (III)

Por Tryno Maldonado
@Tryno.

Bertha Nava

.Mi nombre es Bertha Nava. Tengo alrededor de 50 años. Si les contara mi vida, jamás lo creerían.

* * *

Enero de 2015, Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Desde aquella noche. Desde aquel 26 para amanecer 27. Fue tremendo. Jamás pensé vivir eso. Julio César. Mi flaquito. Tenía ganas de ser maestro. Tenía ganas de llegar a esta escuela. Tenía un solo propósito aquí. Ser maestro. Quería ayudar a su madre. Y su madre se metía pa’llá y pa’cá con tal de que su muchacho siguiera estudiando.

Su pensamiento era: “Tú ya hiciste lo que pudiste. Ahora me toca a mí. Quiero que tengamos una casita, un lugar propio. Para toda la familia. Que ya no tengamos que estar trasladándonos de un lugar a otro. Que tenemos apenas un mes allí y que ya nos están pidiendo la casa y nos vamos a otro lado”.

“Vamos, mamá, a comprar un terrenito”, dijo.

No, le digo. Yo no quiero nada material. Lo que quiero es que tú hagas lo que tengas que hacer. Ahorita piensa en ti. En el momento en que estas manos ya no me sirvan, en el momento que ya no puedan lavar un traste, entonces sí, mijito, adelante: en lo que tú puedas ayudarme.

Pero tuvo que suceder toda esta desgracia para haber tapado ese camino. Para haber terminado con ese sueño. Esas ilusiones… Allí quedó. Quedó en eso. En ilusiones.

Bertha llora.

Tenemos que seguir.

Muchos dicen: “Esto pasó por algo”.

Y yo digo: ¡Pero por qué chingados pasó! Es algo que no he acabado de entender. No lo quiero entender así.

Que “Diosito se lo quiso llevar”, me dicen.

¡Él no se quiso llevar a nadie! ¡Si Él se lo hubiera querido llevar le hubiera puesto Él mismo la pistola en la cara, donde le dieron!

Él no. Él nos hizo para vivir en la Tierra, para vivir bien. Pero aquí sabemos que este mal gobierno, que este gobierno corrupto, es el que está haciendo todo esto. De alguna u otra forma trata de aplastarnos. Porque nuestra alegría es eso: los hijos.

Yo me quedaba sin comer por ver a mi hijo seguir estudiando. Siempre les decía: “Yo ya estoy vieja, no importo; importan ustedes. Tienen que seguirse preparando”.

Hasta el día en que, a las siete de la mañana, empezaron a vocear en el sonido del Datsun amarillo que recorre las calles de Tixtla. Se necesitaba a los padres de Ayotzinapa en el plantel. Yo no podía asistir. Había tenido un accidente en el trabajo de mi esposo. Él trabaja como velador en una fábrica de hielo; ahí dormía yo. Me caí de las escaleras. Pisé mal y me caí. La pata me dolía mucho.

—Ve tú —le dije a mi esposo.
—No, yo no puedo, tengo que ir a pintar.
—¿Te importa más tu pintada que saber qué pasa con tu hijo?

Así me pasé uno… dos… hasta los cuatro días.

Hasta que por fin fui con mi esposo a la escuela. No sabíamos nada. Bajamos desde el barrio del Fortín hasta el mercado a tomar la Urvan de la línea azul que lleva a la normal de Ayotzinapa.

En el trayecto tuvimos una discusión. Al pasar por un cenotafio en la vereda del camino, mi esposo recordó a un pariente que había muerto allí. Parecía más consternado incluso que por la situación de su hijo.

—Ahorita eso no importa —dije—. Importa que vamos a ir a ver a tu hijo. Eso lo vemos después.
—Pues ojalá que no sea tu hijo el que esté tirado en la morgue —dijo él.

Y yo le hablé así:

—Ni modo. Si es mi hijo el que está tirado allí, nos lo traemos. Como sea nos lo vamos a traer.

Eso me dolió mucho. Me pegó mucho. Hasta la fecha. Cómo es posible que un padre diga “ojalá que no sea tu hijo el que esté tirado en la morgue”. ¿Por qué lo dijo?

Bertha rompe en lágrimas.

* * *

Haus (alumno de primer año).

23 de marzo de 2015, Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Julio César Ramírez Nava, el compa Fierro, también vivía de este lado de la normal. Echábamos relajo bien chido. Incluso en las actividades. En la banda de guerra también. Me tomé una foto con él el 16 de septiembre de 2014, durante el desfile. Bien orgullosos, créeme. Traíamos el uniforme blanco de gala de la banda de guerra. Estábamos emocionados porque ese día íbamos todos a tocar por primera vez. Y tocamos.

Ese día anduve con él cuando acabó el desfile. Fuimos a comprar unas aguas. En general convivíamos bien chido, nos mandábamos whatsapps, echábamos relajo bien chido.

El Fierro era un vato muy chido, muy sensible, muy de lleno con lo que quería hacer. Él siempre quiso pertenecer al Ayotzinapa. Estuvo estudiando en una escuela de Atliaca, pero no le gustó.

Él siempre quiso ser Ayotzinapa.

* * *

Es el pleito que siempre hemos tenido mi marido y yo. Nunca tenía dinero para ellos.

Fui yo quien me hice cargo.

Como pude me fui a la escuela. Llegué preguntando qué razón tenían de mi hijo, cómo estaban todos, si ya los habían encontrado. Me dijeron que mi hijo andaba con los demás muchachitos desaparecidos. Pero que había un muchacho allá en la morgue y querían que yo los ayudara a ver si lo podía reconocer, a ver si podía conocer tal vez a la mamá.

—Ojalá pueda ayudarnos —dijeron.
—Sí, no hay problema. Vamos —les dije.

Y nos fuimos a Chilpancingo.

Pero en ningún momento me dijeron que mi hijo estaba en la morgue. Yo no sé si tenían miedo los muchachos de la normal o qué. ¿Qué podía yo hacerles? ¿Acaso la iba a agarrar contra ellos?

Entramos a la morgue. Y cuando lo destaparon… vi su carita. Sus ojitos cerrados.

Los doctores que estaban ahí me dijeron: “¡No lo abrace! ¡No se acerque!”.

“¿Cómo es posible que no me permitan abrazarlo?“, pregunté.

Yo pienso… yo pienso que era porque ya llevaba cuatro días ahí.

El rostro de Bertha se convulsiona por el llanto. Le toco el hombro. Le propongo apagar la grabadora. Ella decide continuar.

Mi flaquito ya llevaba días ahí tirado, sin que pudieran reconocerlo. Entonces le digo a sus compañeros: “Cómo es posible, hijos, que hayan hecho ustedes esto? Ustedes tenían mi teléfono, ¿por qué no me hablaron?”.

“Tía, es que todos los papeles se quedaron en la dirección”, explicaron los normalistas del Comité.

No es justo. Cómo es posible que mi hijo… tres días… cuatro días… haya estado ahí. Y yo sin poder saber cómo está. Si yo entiendo que mi hijo está vivo, como muchos de los 43, lo sigo buscando. Y a mi hijo vivo con ellos. ¡Pero yo sin poder saber cómo está durante todos esos días!

* * *

Ni siquiera conozco el lugar donde nací.

Sólo sé lo que me ha comentado mi padre. Que nací en El Paraíso.

El Paraíso queda a un lado de Chilapa. Pero de ahí nos venimos de volada a Chilpancingo porque, pues, no había solvencia. No había dinero para darnos de comer a todos. De Chilpancingo nos trasladamos a Tixtla y allí agarramos raíces. Éramos seis hermanos.

Mi padre vivía acomediéndose a acarrear maíz, acomediéndose a cargar carne… Hacía de todo en el mercado. Fue la forma en que me acabó de criar. Era yo la más chiquita. Tenía ocho meses cuando llegamos a Tixtla. A veces me dejaba con mi hermanita cuidándome mientras él se iba a trabajar.

Tú misma te empiezas a dar cuenta de que sí te hacen falta cosas. Tienes tú que buscarle para acomedirte aunque sea a lavar un plato. ¿Qué puedes hacer cuando estás chiquita, a los cuatro años? Nada. Te tratan como a los perros sarnosos de la calle: “Sácate de aquí. No te queremos”.

Pero qué tal cuando estás embarneciendo, cuando tus manitas ya te funcionan: “Vente, mijita, me vas a ayudar a barrer. Vente, mijita, me vas a ayudar a lavar, me vas a hacer este trabajo”. Como los perros flacos y feos, no nos quieren. Pero ya en el momento en que esos perros se ponen bonitos: “Mira qué perro tan bonito, nos lo vamos a meter a la casa”.

Mientras no les servimos a la gente para nada, no nos quieren. Nos dan una patada y nos corren.

Pero hay gente buena también que me ha arropado.

Yo, en mi edad, me acuerdo, ya andaba por ahí corriendo. No sé si haya tenido unos cuatro o cinco años. Me llamaba la gente a la que le acarreaba mi padre. Me decían: “Ven, mijita, te voy a bañar”. Y agarraban a la chamaca toda andrajosa, greñuda; me bañaban, buscaban ropita de sus hijas y me vestían. No es la gran ayuda. Te visten, te dan de comer, pero al ratito te dan una patada en el trasero. Y otra vez a lo mismo. Quedas otra vez mugrosa.

Era lo que podía hacer la gente.

Así fui creciendo. Hasta que llegó el momento en que necesité cosas. Que quiero un dulce, alguna ropita, y le pido a mi padre. Nunca tenía dinero para comprarme nada. Supuestamente porque no le alcanzaba su dinero, pero más bien era codo mi padre. No le gustaba darnos. Nada.

Julio. Se llama Julio. Todavía vive.

—¿Y por eso el nombre de su hijo Julio César?
—Pues… sí… puede ser eso.

Bertha cambia abruptamente el tema.

* * *

Haus (alumno de primer año).

Una vez, cuando estábamos acá por la segunda tierra de la normal, andábamos sacando arena. Los de Comité nos descuidaban a los de recién ingreso porque ya habían entrado a sus clases. Se vinieron a los salones. Nosotros, los de primero, dijimos: “Que se queden dos vigilando y si ven que vuelven los de Comité, échenos un grito”.

Y nos acostamos a dormir.

Así nos fuimos turnando. Cinco sacaban la arena y cinco descansaban. Ahí donde estábamos sacando la arena hay un árbol grande. Y ahí nos acostamos. Traíamos un relajo con el compa Fierro. Él traía el celular y puso música. Le agarró el sueño bien. Y que se duerme.

“Le voy a hacer la maldad a este compa —digo—. ¡Güey, güey! ¡Comité!”.

Y zas, que El Fierro se va pa’tras del susto y suena su cabeza en una piedra. Y luego luego se para en chinga con su pala como si hubiera estado trabajando.

“Tranquilo, paisa, no viene el Comité”, le dije.

¡Las risadotas que cargamos!

En los ensayos de la banda, El Fierro y yo también echábamos harto relajo.

Cuando nos apartaban a los de corneta y a los de caja y el profe se descuidaba, decíamos: “Vente, vamos a dormirnos acá donde está el árbol de limones”. Y nos íbamos a dormir.

La convivencia fue bien chida. Experiencias juntos, pues uuuh…

* * *

El Fierro era uno de los más altos de la banda. Robusto del cuerpo. La última vez que tuve contacto con él fue el día 26 (de septiembre de 2014), a las cinco y media de la tarde.

Este vato no debió haber ido allá.

Él se fue a Iguala en las Urvans, después de que pasó todo. Eso fue lo más trágico. No debíamos de haber ido los del club de la banda. Sí fueron varios, pero por el apoyo, ya después en la noche. Yo estaba en mi casa, tenía permiso.

Al Fierro no le salían unas notas en la corneta. La quinta y la cuarta. Todavía el día 26 le dije: “Güey, el lunes nos vemos para practicar esas notas”.

“Sí —me dijo—. Yo paso por ti a tu cubi y nos venimos a ensayar”.

Pero pues… pasó lo que pasó el 26 y él no llegó. Se hizo el conteo aquí en la escuela el sábado. Todavía estaba la lista oficial de los 57 desaparecidos, donde aparecía también yo.

Y te digo, se armó un mar de confusiones.

El domingo le hicieron el homenaje a mi compa El Chilango, Julio César Mondragón. Le hicieron el homenaje a Daniel Solís, El Chino. Ambos caídos también durante la noche del 26 de septiembre. Y ya sabíamos que a Aldo le había pasado lo que le había pasado. Y al Chilango… ¡ni se diga!

Aquí en la cancha pusieron los dos féretros. El del Chilango y el del Chino. Sus coronas… Pero no aparecía El Fierro, carnal.

No aparecía.

* * *

Bertha tiene la cara redonda y morena. Llena de lágrimas. Se acaba de recortar el cabello. Corto y recto, como siempre. Impecable. Un moño distintivo y coqueto de colores brillantes, como siempre. Labios pintados. Los ojos enrojecidos de tanto llorar.

Llego a la casa y me siento. Cómo quisiera que mi hijo entrara por esa puerta y dijera “mamá, ya llegué”. No sabes cuánto sueño con esa realidad. Un día llegué de México a la casa. Mi gordito, el menor de mis hijos, iba a salir a hacer tarea. Y puso la carita así, de lado. Toda la carita de su hermano. Estuve a punto de levantarme y decirle “hijo, ya llegaste, qué bueno”. Pero en cuando volteó la carita, se fue la imagen de mi hijo ausente.

Tardé para soñar con mi hijo. A los seis o siete meses.

¿Por qué no lo sueño? ¿Qué pasa?

Al menos con soñarlo me conformo. Pero no. Tardó.

Hasta que un día soñé con él. Fue un día que estuvimos en México. Más adelante del Centro Pro (de Derechos Humanos), no sé si te has fijado cuando nos quedamos a dormir allí que hay una ventana grande. En esa ventana soñé a mi hijo. Pero mi hijo estaba así, con los brazos extendidos. Y yo le decía “mijito, ¿qué haces allá arriba?”. Él no me podía oír porque había un vidrio entre los dos. “¿Qué estás haciendo allá?”. Y él no me contestaba.

Así me quedé.

* * *

Seguí creciendo, tratando de ser servicial a los demás. Es lo que a mí me quedó de la infancia. Me siguió gustando apoyar a los demás. Es la forma en que me fui desenvolviendo.

En el momento en que mi padre me fue a colocar en un trabajo, a los ocho años de edad, todo fue diferente. Porque entonces él decidía qué hacer con mi dinero. No yo, sino que él. El mismo día en que yo cumplía el mes de trabajo, ya estaba el señor ahí. Hasta que un día mi patrona habló conmigo.

“Oye, mijita, esto no lo veo bien. ¿Por qué tu papá se tiene que venir a cobrar algo que él no ha trabajado? Tú trabajastes. Pues tú gástalo. A ti te lo voy a dar, pase lo que pase”.

Pues santo remedio. Esa personita me hizo bien en la vida.

Ocho años. Ocho años y medio. La máquina en la que trabajaba estaba grande. Me acuerdo. No alcanzaba yo. Tenía que poner un banquito para estar recogiendo las tortillas. Terminaba y había que estar barriendo alrededor de toda la máquina, asear todo… Una de chica qué le hace el cansancio. Nada. Vas de allá para acá.

El asunto es este: el día que necesitas dinero para un calzón, para un brasier, tu padre no te lo va a dar. ¡Cómo iba a ir con mi padre a que me comprara algo así!

Y llegó el día de la confrontación.

“Dame el dinero y órale. Es tu obligación, es tu deber como padre. No es mi deber estarte manteniendo a estas alturas. Tú estás joven y todavía puedes trabajar”.

No digo que no llegue el momento. Claro que lo voy a apoyar. Haiga sido como haiga sido mi padre.

Porque si yo les contara… quizá dirían ustedes que estoy diciendo mentiras. Pero no.

La voz de Bertha se vuelve más aguda. Sus ojos se humedecen de nuevo.

Mejor ahí le dejamos, ¿no?

* * *

14 de abril de 2017, Cideci Unitierra, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, seminario de reflexión zapatista EZLN-CNI.

Bertha Nava toma un descanso en una de las bancas de madera de la Universidad de la Tierra antes de que comience la ponencia de la Comisión Sexta del EZLN. En el auditorio principal se reunirá más tarde la comandancia del EZLN. Tras dos años y medio de lucha contra el Estado mexicano por obtener justicia para su hijo, los estudiantes caídos y los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, Bertha se ha vuelto adherente a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona.

Muchos me han dicho que lo bueno es que ya encontré a mi hijo.

Que, a diferencia de los 43, al menos sé dónde está mi hijo.

Que mi hijo está muerto. Al menos para irlo a llorar.

Que ya lo supere.

¡Pero cómo jijos de la refregada voy a superar eso! ¡De qué chingados me sirve! ¿Acaso voy a ir a abrazar esa tierra? Yo quiero abrazar a mi hijo, no a la tierra donde está enterrado.

En la morgue estaban haciendo mucho trámite. Y yo sin saber qué hacer. Y pensando: “¿Cómo le hago, cómo me voy a llevar a mi hijo? No tengo dónde enterrarlo, no tengo nada qué ofrecerle a la gente que va a estar acompañándome en el velorio. ¿Cómo le voy a hacer? ¿Cómo lo voy a enterrar? ¿Y el dinero para la caja? ¿Y el dinero para comprar el pedazo donde lo tenga que enterrar?”.

Lo comenté con los muchachos de la normal. Los del gobierno, que estaban allí en la morgue, escucharon.

“No se preocupe, señora —dijeron—. Va a correr todo por parte del gobierno. Todos los gastos.”

Bertha volteó a mirarlos ofendida, los ojos encendidos por la cólera.

Ojalá así fuera siempre, dije. Porque cuando un pobre muere, nadie se acomide para ayudarlo. Y hoy que ustedes, como gobierno, los matan, entonces sí: “Aquí está la caja, aquí está la carroza…”.

¿Para qué chingados quiero una carroza y una caja? Lo que hubiera querido es a mi hijo vivo. Venir a traerlo a la casa. Pero vivo.

Me aguanté hasta donde pude. Quizá muchos pensaban que me iba a desmayar. Pero eché mucha fuerza.

No se vale. Igual mi vida se me jue con mi flaquito. Yo sé que tengo más hijos, yo sé que también me necesitan. Pero yo necesito mucho a ese chamaco.

Con el amor de los otros estudiantes de Ayotzinapa, que cada vez que me ven me abrazan, se llena un poquito este corazón, este corazón triste que necesita ese cariño. Un abrazo de ellos es como si mi hijo me estuviera abrazando.

Es por eso que yo sigo en esto. Sigo en esta lucha. Hasta encontrar a esos 43 chamacos. Porque yo ahí siento a mi hijo. Con ellos. Es por eso que yo no desisto. Tenemos que seguir. Cueste lo que cueste. Qué más pueden quitarnos si ya nos quitaron todo. Hasta las ganas de vivir. Tenemos que seguir. Con dolor o sin dolor. Seguir adelante.

Por eso vine a parar aquí hoy. Con la Sexta del EZLN. A seguir caminando con los compañeros zapatistas.

* * *

Haus (alumno de primer año).

El Fierro no aparecía. Se llegó el lunes. Tampoco.

Fueron a la búsqueda a Iguala. El martes. Tampoco.

Hasta el miércoles que dan el informe.

Dieron aquí un brigadeo y nos dicen que había un tercer cuerpo en la morgue, allá en Chilpo.

Nos dijeron: “Este cuerpo presenta tales rasgos, tales características”.

Y todas las familias de los desaparecidos: “No, pues no es mi hijo… no es mi hijo…”.

Y yo me quedé pensando. Hay un compa, Jovany Tlatempa, le decimos El Churro, otro de los desaparecidos, que tiene una cicatriz por acá. Y dijeron que el cuerpo tenía una cicatriz también por acá. Con otros compañeros pensamos que era ese bato.

“No puede ser que sea El Churro”, pensé. No sabemos de quién se trata. Así es que al otro día le digo a un cuate: “Vamos a ver de quién se trata. ¿Si es El Churro? Vamos a ver”.

Cuál fue la suerte, carnal, que un día después nos llevan a Chilpancingo.

Estábamos haciendo guardia en el portón de la normal. Iban a dar las siete de la mañana. Salió una comisión de padres de los desaparecidos y uno del comité de la cartera de Transporte. Y que me habla: “Súbete. Vamos a Chilpo”. Y yo: “Ni pedo, vámonos”.

—¿Qué pasó, carnal? ¿A dónde vamos? —le digo.
—Vamos a la morgue. Vamos a ver al chavo que está allá para ver si lo conocen.

Por mi mente pensé: “¡El Churro! ¡Versus!”.

Llegamos allá a la morgue. Se metió una familia. Salió. Que no era su hijo.

Se metió otra familia. No, pues tampoco es.

Y que luego nos toca a nosotros, carnal. ¡Versus! Vamos, pues.

Ah… Es que yo nunca había entrado a un Semefo, pues. Todavía tenían una lista de desaparecidos, ¡yo seguía apareciendo ahí!

Les digo: “No, si yo aquí estoy. Bórrenme”. Pa’su…

Entonces llegan los médicos y una sicóloga y nos dicen que nos van a enseñar imágenes fuertes.

“Esperamos que se tranquilicen. Y si necesitan algo, aquí estamos para ayudarlos”.

Bróder, que voltean el monitor… ¡Bróder!

La primera foto fue de frente.

Y se quedan mis compas diciendo: “Este bato no es del Ayotzi. No, no es del Ayotzi, no es del Ayotzi”.

Y yo me agacho: “No, no, no… No puede ser posible”.

—¿Qué?
—Este… este bato. Este bato es del Ayotzi.
—¿Quién es?
—Es mi compa.
–¿Quién?
—Es El Fierro.
—¿Quién Fierro?

Y les saco una foto de mi teléfono. Les enseño la foto que nos tomamos Julio César y yo el día que desfilamos juntos con la banda. La foto del 16 de septiembre.

—Es de la banda que guerra. Es mi compa —les digo.

Luego luego, a la primera foto, lo reconocí.

Y entonces los médicos me enseñan más fotos de perfil. No lo reconocieron porque ya estaba un poco estirado de acá, de la piel. Ya estaba como rígido. Los dientes los tenía así. Estaba como… arrugado. Restirado.

Me habla el médico forense. “A ver, tu foto”, dice. Y empieza a hacer los comparativos. Y dice: “Pues sí hay ciertas posibilidades de que sea él, pero ahorita los vamos a pasar a que vean el cuerpo”.

Yo lo vi.

Lo vi completo.

Lo tenían descubierto.

Ya le habían hecho la autopsia.

Tenía un disparo acá, en el pómulo.

Y tenía otro disparo acá, por arriba de la oreja.

Y tenía otros dos por acá en el abdomen y otro en el pecho.

Luego, luego, cuando lo vi, carnal. Cuando pasamos a la cámara y luego, cuando lo destaparon, digo: “¡Versus! Sí es este bato”. Y simón, pues. Yo me quedé, créeme, con un pinche nudo en la garganta.

“No puede ser, carnalito. No puede ser que seas tú —le digo—. Habíamos quedado en algo. Habíamos quedado en ensayar el lunes, carnalito”.

Comencé a llorar y me sacaron.

Comencé a retellorar. Lloré incontrolablemente.

Me agüitó hasta más no poder.

* * *

Mi nombre es Bertha Nava. Tengo alrededor de 50 años. Como les digo, si yo les contara mi vida… en realidad lo que fue, desde pequeñita, jamás lo creerían.

Yo solita, desde chiquita, he salido adelante con mucho sufrimiento. Toda esa amargura la tengo aquí. Ni siquiera a mis hijos se las puedo contar. Bastante tienen con sus problemas. No quiero amargarlos. Me gustaría que su vida siga así, sin tanto sufrimiento. Eso es lo que hubiera querido para todos mis hijos. Pero no se pudo. Tuve que trabajar. Dejarlos solitos. Irme a las seis de la mañana. Regresar a las 10, 11 de la noche. Porque ese dinero hacía falta. Si yo no trabajaba un día, mis hijos no tenían que comer al siguiente. Regresaba a la casa y mis hijos ya estaban dormidos.

Un día que les quise llamar la atención, el chiquito me dijo: “No, mamá, no tienes por qué venir a regañarnos porque no estás aquí con nosotros. Vete, vete donde te vas todos los días”.

Sí me dolió. Cómo es posible que mi hijito el más pequeño me esté corriendo. Si me tengo que estar partiendo la madre todos los días. Estarme yendo… No tener a mis hijos cada vez que los quiero abrazar… Están dormidos cuando vuelvo.

Es duro. Porque no disfruté la vida de mis hijos desde pequeñitos. No los tuve, no les pude hacer ni un cumpleaños a ninguno de ellos.

Un día, Julio César, mi flaquito, llegó a la casa. Estaba estudiando en Atliaca. Llegó bien contento él.

—Mamá, mamá —entró gritando.
—¿Qué pasó, mijo? No me preocupes. ¿Qué pasó?
—¿Dónde está?
—¿Dónde está qué?
—Mi pastel.
–¿Cuál pastel, mijo?
—Es mi cumpleaños.
—Ay, mijito… Estás viendo la tempestad y no te hincas. Yo no tengo dinero, hijo. Espérate, aunque sea a mañana. Te voy a comprar un pastel para que te lo comas tú solito.
—Ay, mamá… Algún día yo voy a comprar el mío —me dijo Julio César bajando la cabeza.
—Sí, mijito. Yo lo sé. Yo sé que algún día lo vas a comprar. Quizás lo comamos todos juntos. O quizás no. Pero perdóname —le dije.

Yo no les puedo hacer ni una fiesta a mis hijos. A duras penas tengo para arrimarles frijoles y tortilla a la mesa. Y lo hago con mucho cariño porque los quiero ver bien. Quiero que sean personas de bien.

Pero eso allí se me quedó.

* * *

Haus (alumno de primer año).

Lo peor era venir a avisarle a su mamá. Habían pasado cuatro días. Un martes o un miércoles. Si no hubiera ido yo, ahí hubiera seguido el bato quién sabe hasta cuándo. Yo creo que si no reclaman el cuerpo en la morgue lo tiran a la fosa común o qué sé yo… No tengo bien entendido.

Cuando volvimos de la morgue a la normal, me pasaron allá, a los salones de arriba. Me pasaron con los secretarios del Comité. “¿Qué pasó, Haus, sí es este bato o no es?”. Yo venía bien destrozado. Los de la cúpula me preguntaban si era mi compa de la banda de guerra.

Me dieron un abrazo.

“Vas a tener que ir otra vez a la morgue con nosotros, Haus”, me dijeron.

Pero esta vez nada más me llevaron a mí, a la mamá y al papá.

Créeme que, a la señora, yo no sé cómo le dijeron ellos.

Yo pensé: “No le voy a decir nada”. No… no podía, pues.

Y llegamos allá y ya te podrás imaginar. Primero, al principio, la mamá se hizo la fuerte. Lo reconoció y todo. Dio la declaración de las cicatrices que tenía su hijo. Y sí. Ya cuando pasamos a la cámara otra vez, lo destaparon bien. La mamá lo tocó. Ellos lo movieron, lo jalaron.

Ese día, ya con la mamá y con el papá, yo me quedé allí hasta que hicieron los trámites de todo lo legal para reclamar el cuerpo.

Le fuimos a comprar su ropa a Aurrerá. Lo cambiamos de ropa con otros batos de cuarto año. Le compraron ellos la caja, todo. Hasta que lo trajimos aquí, carnal, a la normal.

Ese mismo día, temprano, le monté guardia. Pero quería gritar.

Nos tocó cargarlo. Cargamos el féretro de ese tramo de la entrada hasta aquí, a la cancha techada. Cargué a mi compa con el hombro izquierdo. Y vas a creer que me salió una bolota que me duró como una semana. Pesadísimo… Pesadísimo que se puso… Y yo quería gritar.

Aquí le montamos guardia, en la cancha techada. La banda de guerra tocó aquí. Yo no podía tocar.

De aquí lo fuimos a acompañar a su casa caminando. Llevaban velas… Todo el trayecto la banda le fue tocando.

Pero yo no podía tocar.

* * *

Bertha solloza.

En otra ocasión lo soñé en la casa de mi hermana. En el sueño yo estaba acostada y mi hijo llegó. Siempre se echaba al hombro sus rollotes de leña. Traía uno y lo tiró por allá. Se sacó la playera, tendió su sarapito y se acostó. Le dije: “Ay, mijito, ya llegaste”. Pero él me reclamó. Me dijo: “¿Por qué, por qué me vendiste?”. Y empecé a llorar. “No, mijito, yo no te he vendido. Jamás te voy a vender. Porque sabes que eres mi vida y no hay dinero que te pueda comprar. De nadie voy a recibir un peso por tu vida”. Pero él no me dijo nada. Así quedó.

* * *

El llanto de Bertha es ahora inconsolable.

La vida se quedó rota. Ya no hay forma de coser esa vida. Lo único que me daría paz de nuevo sería encontrar a los 43 chamacos. Abrazarlos. Decirles que por ellos dimos lo mejor de nuestra fuerza.

A veces no podemos dormir pensando en ellos. Y pensando en las miles de familias que están esperando a sus hijos, nietos, padres, hermanos. No nomás son 43 desaparecidos. Son miles y miles. Tanta gente a la que les están arrebatando a sus pequeños. Se están encontrando cientos de fosas en varios lugares del país.

México es una tumba.

Una se levanta día a día porque no quiere una masacre más. Yo no quiero ver a ninguna mamá llorando por su hijo muerto, por su hijo desaparecido por el gobierno. Y el gobierno siempre está diciendo que es la delincuencia. ¡No es la delincuencia, son ellos organizados con la delincuencia! Es el ejército. Son los federales. ¡Es la misma porquería! Están todos organizados.

Aquí vamos a estar nosotras. A seguirnos defendiendo. Si nos quieren matar, pues que nos maten. Pero a todas juntas. No nos vamos a dejar tan fácilmente. Si es necesario dar la vida, la vamos a dar, pero peleando. Jamás vamos a estar esperando a que venga el gobierno a ponernos la bota en el pescuezo. Cobarde no lo fui en mi niñez, menos ahora.

* * *

La vida nos dio un vuelco tremendo.

No tenía ni ocho días. O menos, yo creo. No sé si al segundo día de que enterramos a mi hijo. Se me fue a acercar gente del gobierno. ¡Sicólogos! ¡Para qué chingados quiero un sicólogo! Loca no lo estoy. ¡Locos están ellos en estar matando a gente, matando a estudiantes!

Les dije que qué querían. Estaba apurada. Iba a ser el rezo la abuela de Julio César.

—Es que queremos hablar con usted —dijeron.
—Podemos hacer cosas por usted.
—Órale —dije—. ¿Qué pueden hacer?
—Podemos hacer lo que usted quiera, señora.

Bertha por fin les concedió su atención. Abrió la puerta de su casa.

—Va, pues —dije—. A ver, pasen.
—Lo que usted quiera que hagamos, usted díganos.

Bertha los encaró:

—Bueno —dije—. Quiero a mi hijo. Ahorita. Vivo. De vuelta aquí en la casa.

Se me quedaron viendo.

—Eso no lo podemos hacer, señora, dijeron.
—¡Entonces se me largan mucho a chingar a su madre! —les dije—. ¡Si vienen a proponer algo es porque lo van a hacer, no nomás por hablar, por hocicones! ¡Si no lo pueden hacer lárguense mucho a chingar a su madre! Y jamás en su puerca vida se vuelvan a parar en mi casa. Porque esta casa no tiene precio. Esta familia no tiene precio. Primero quiero de vuelta a mis 43 chamacos vivos. ¿Creyeron que tengo un precio, que mi hijo tiene un precio? No. Faltan sus 43 hermanos. Faltan sus 43 hermanos de vuelta con sus padres.

Y los saqué de la casa.

Fácil para cualquier persona decir: “Quiero esto, quiero esto otro, y para mis hijos quiero becas para que cuando estén grandes puedan hacer lo que quieran”. ¿Pero a costillas de quién? ¿A costillas de mi hijo, mientras sus 43 compañeros no están, no nos los ha devuelto este desgraciado gobierno? Pues no.

—Y otra cosa —dije—: no me manden sicólogos, no estoy loca.
—No, señora, es para ayudar trabajar su dolor.
—Mi dolor nadie, ni ustedes, lo va a trabajar.

Aquí lo voy a tener toda la vida hasta el día en que yo me muera.

* * *

Haus (alumno de primer año).

A veces también lo sueño, al bato. Lo tengo en mis sueños. Yo creo que a lo mejor nuestro dolor no es tanto como el de los padres, pero ¡versus! para mí sí.

Se me hace un poco difícil de expresar. Ese día nada más comí una galletita. Una Suavicrema y un trago de Coca en todo el día, carnal. Me quisieron llevar al hospital. No quise. Nos fuimos a velar a mi compa.

Nos avisaron que íbamos a hacerle un homenaje. Íbamos a tocar en el panteón. Y simón, yo dije: “Quiero tocarle a mi compa por última vez”.

Nos trasladamos a su casa muy temprano, por última vez. Créeme que, de tan así que andaba, yo no podía ni hablarle cuando fuimos a llevarlo a su última morada. Te lo juro que no pude ni tocar. Le hicieron una misa de cuerpo presente en la iglesia del Santuario. Y yo… no pude ni tocar.

Estaba lloviendo ese día. Un día tristísimo. Y yo no podía tocar. Me iba acordando. Iba haciendo los toques y me iba acordando. La neta sí iba llorando.

En el panteón, con la banda, la lluvia, le hicimos el último toque a Julio César.

* * *

Bertha sigue soñando a su flaquito.

Tardó para que volviera a soñar con mi hijo.

En el nuevo sueño llegó y me abrazó fuerte, fuerte.

Y le digo: “Ay, mijito, qué bueno que ya estás acá”. Pero él me retiraba el abrazo. Y otra vez me abrazaba. Como si no supiera quién era.

Le digo: “Soy yo, mijo, soy yo…”.

Y, en eso, que me retira. Y se fue.

Es donde desperté.

Han pasado dos años y medio. Hasta ahorita lo sueño a lo lejos. Con esta angustia, con esta necesidad, lo sueño a lo lejos. Está todo calmado. Todo es tranquilidad. Pero, cuando despierto, otra vez esta cruel realidad. Otra vez este peso tremendo. Y con este peso tiene una que seguir adelante.

Mis sueños dicen mucho. Me hago la fuerte. Imagínate si me hago la cobarde. ¡Me derrumbo!

* * *

30 de enero de 2015, Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Después de que mi flaquito fue aceptado en Ayotzinapa, me fue a ver nada más dos veces a la casa. Durante una semana entera no los dejaron salir. Antes de esa semana me fue a ver. Siempre que iba a la casa lo que él me pedía eran frijoles refritos. Siempre sequecitos. Aguados no le gustan. Estábamos todos en la casa. Él estaba contento. Estuvo acarreando leña. Le dije que arreglara las cosas en su cuartito. Nos estábamos cambiando de casa. Habíamos ido a rentar apenas. Era día domingo. Todavía le llevó de cenar a su papá a la fábrica de hielo donde era velador.

A las ocho, mi flaquito tenía que estar en la normal. Iba a comprar materiales para la escuela. Le digo: “Yo tengo dinero guardado, lo que necesites”.

“Ahorita no compres nada, mamá —dijo—. Yo te voy a avisar”.

Me lo volvía a repetir: “No compres nada”. Y me quedé con esa espina. ¿Por qué me dijo así? Ya no tuve la oportunidad de preguntarle. Así pasó toda la semana. No le pude poner crédito a su celular. Estará guardándose el dinero, pensé.

Hasta el día viernes 26 de septiembre me habló. Iban a ser las 12 de la noche. Había ido en apoyo de sus compañeros. Les habían matado a uno, dijeron.

“Estamos aquí, mamá, en Iguala”. Me dijo que habían ido en dos Urvans a ayudar a sus compañeros para que regresaran bien.

Estaban todos platicando, me comentan sus compañeros, y que nomás de repente oyeron los balazos y que se tiran al piso.

Según ellos, mi hijo se aventó hacia abajo. Pero pues, no. Ya le habían dado un balazo en la cara. El balazo le salió por acá atrás. Y cayó así, de lado. Sus patitas así, atravesadas, para atrás. Cayó fulminado con ese balazo. Le abrió aquí arriba y se estuvo desangrando en el piso.

Ahí quedó tirado mi muchachito. Su pantalón de mezclilla, una playerita como negra, toda de licra, pero el puñito llevaba blanco y se la doblaba para arriba. Me había salido en ese tiempo en cinco pesos.

Sí. Es la foto que salió en la portada de Proceso.

Así lo recuerdo.

Lo recuerdo como si estuviera dormido.

Como si siguiera todavía dormidito, su cabecita recargada en el suelo mojado.

Yo siempre le enseñé a quitarse el bocado de la boca y dárselo a los demás: “Si ves que alguien tiene hambre, reparte lo poquito que tengas. Más vale que estés con tu barriguita vacía a que veas al otro que tiene hambre”.

Sus compañeros así lo recuerdan.

* * *

Mi nombre es Bertha Nava. Tengo alrededor de 50 años. Si yo les contara mi vida, en realidad lo que fue, desde pequeñita, jamás lo creerían. Es algo que jamás se imaginarían.

Quizás algún día. No lo sé. No me gusta amargarle la vida a nadie.

No. Mejor así la dejamos.

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