Cuarto comentario

El dilema español (1931-1936)

La clase trabajadora española celebró la proclamación de la República como una victoria política. Como ocurría siempre después de un periodo de represión, la CNT se restableció de inmediato; su peculiar forma de organización le permitía invernar y resurgir de repente con renovadas fuerzas. Pero el régimen republicano no debía su existencia a un movimiento revolucionario, sino a un relevo incruento e indiferente. Comenzó a girar el tiovivo de los partidos liberales y burgueses, de las crisis gubernamentales y las reelecciones. El fiel de la balanza lo constituían los partidos «de centro» (es decir la pequeña burguesía, numérica y económicamente débil), que gobernaban por lo general con el consentimiento tácito aunque pasivo de la socialdemocracia. En otras palabras: la base social de la República era irrisoriamente débil; su fuerza política la extraía del hecho de que el consorcio de intereses de la derecha y el movimiento obrero se bloqueaban mutuamente. La capacidad de maniobra del nuevo gobierno era proporcionalmente limitada. No se podía pensar en reformas estructurales. El problema agrícola quedó sin resolver. La ley de la reforma agraria fue saboteada. Aparte de algunos comienzos de separación de la Iglesia y el Estado, sólo se registró un paso positivo durante el primer año de la República: la aprobación de un estatuto autónomo para Cataluña.

Los problemas de los obreros y los campesinos no fueron atendidos. El movimiento anarquista, su principal potencia organizada, boicoteaba al parlamento. Las masas defraudadas se echaron otra vez a la calle. Huelgas, sediciones campesinas, huelgas de hambre y guerrillas urbanas: el gobierno utilizó para hacer frente a la acción directa de la clase trabajadora los mismos medios que habían utilizado sus predecesores, es decir, la policía, la Guardia Civil, y, en caso de necesidad, el ejército. El estado de sitio se volvió habitual.

En el tercer año de la República se planteó de nuevo el dilema español. Como consecuencia de la abstención electoral anarquista, el poder gubernamental cayó fácilmente y por vías legales en manos de la reacción: una nueva coalición electoral de la derecha, la CEDA, ingresó en el parlamento. El gobierno de Gil Robles se puso a revocar enseguida las pocas conquistas de la República. Comenzó el bienio negro 1933-1935. El objetivo estratégico de la derecha era naturalmente el aniquilamiento del movimiento obrero. Pero Gil Robles no era un fascista. Mientras que Hitler con su contrarrevolución cambió la sociedad alemana hasta volverla irreconocible, mientras que los monopolios alemanes modernizaron sin miramientos la estructura económica del país, mientras que el Reich alemán se preparaba para la ofensiva con el fin de alcanzar el dominio mundial, la derecha española sólo se interesaba en restaurar un pasado que era anacrónico desde hacía tiempo. El único movimiento de que parecía capaz era el paso del cangrejo. Pero tampoco éste podía emprenderse sin violencia.

Los socialdemócratas españoles se encontraron en una situación de vida o muerte. Su vieja política colaboracionista había fracasado; persistir en ella habría sido rayano en el suicidio. La presión de las bases sobre la cumbre del partido reformista aumentó. En estas circunstancias el jefe de la socialdemocracia, Largo Caballero, resolvió cambiar de táctica. Rompió su coalición con los partidos republicanos de la burguesía liberal, y preparó a sus partidarios para la resistencia armada. De pronto aparecieron consignas leninistas en la UGT, el sindicato dirigido por los socialdemócratas. En octubre de 1934 estalló en Asturias, un baluarte de la UGT, una rebelión que eclipsó totalmente las operaciones armadas de los anarquistas. Esta «revolución de octubre» asturiana ha caído injustamente en el olvido. Desde los días de la Comuna de París no se había visto nada parecido en Europa occidental. «¡Uníos, hermanos proletarios!» Bajo este lema se levantaron provincias enteras en el norte de España. Se formaron de inmediato consejos de obreros; la dirección en Madrid perdió el control del movimiento; viejas rivalidades fueron barridas de la noche a la mañana; en Asturias se unieron socialdemócratas, anarquistas y comunistas en la lucha contra las tropas gubernamentales.

La tragedia de la revolución asturiana fue quedar aislada desde el principio, limitada a una región periférica, incomunicada con el resto del país. En Madrid la rebelión fue sofocada en su origen. En Barcelona, los obreros de Asturias tuvieron un aliado muy débil: la Esquerra Catalana, dirigida por Lluís Companys, cuyo único objetivo era defender su estatuto de autonomía. Los anarquistas de Cataluña y Andalucía no se movieron. Demasiado los había calumniado y presionado Largo Caballero; demasiado había acosado la socialdemocracia a la CNT por medio de la policía. En última instancia la causa de la derrota de 1934 se debió a la profunda división del movimiento obrero. Como consecuencia del aislamiento político de la rebelión asturiana, el gobierno logró sofocarla militarmente, a pesar de la desesperada resistencia. Los focos revolucionarios fueron bombardeados, la legión extranjera y los regimientos moros bajo el mando del joven general Francisco Franco sometieron a los trabajadores asturianos. La represión fue espantosa. A fines de 1935 había más de treinta mil presos políticos en las cárceles españolas.

Después de este «éxito» la arrogancia de la reacción no tuvo límites. Sobreestimó tanto sus fuerzas, que convocó nuevas elecciones para febrero de 1936. Y la lucha electoral demostró cuán irreflexivo había sido este paso. La socialdemocracia había llegado a la conclusión, a través del desastre asturiano, de que no estaba hecha para la revolución. Volvió, llena de arrepentimiento, a su táctica parlamentaria e hizo una alianza electoral con los partidos republicanos de centro; también los comunistas, un grupo numéricamente insignificante, se unieron a esta coalición.

Así nació el Frente Popular, que logró una aplastante victoria en las elecciones de febrero de 1936. En última instancia este derrumbamiento político había sido causado por una fuerza que no se había manifestado en absoluto en el parlamento. La CNT, con sus afiliados, que se contaban por millones, decidió el resultado, pasando tácitamente por alto la consigna del boicot electoral.

Sin embargo, el nuevo gobierno se esforzó tan poco como en 1931 por realizar reformas decisivas. Se contentó con poner nuevamente en vigor las leyes que Gil Robles había revocado. Por lo demás todo quedó como antes. El Frente Popular no representaba al pueblo. Los republicanos no fueron capaces de resolver el dilema español.

El golpe que habría de derribar a la antigua sociedad vino de la derecha. Desde la fundación del Frente Popular, la derecha se había propuesto derribar violentamente al gobierno elegido. Esto requería preparación ideológica y organizativa. La Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini ofrecían ejemplos de cómo la reacción podía desligarse de sus sueños de restauración y pasar a la ofensiva; las potencias del Eje prometieron además ayuda material y propagandística. La Falange española inició su ascenso. El ejército preparó el golpe de Estado. La confrontación era previsible. El gobierno vaciló. Los generales dieron el golpe. El 17 de julio Franco se puso al frente de una sublevación militar en el Marruecos español. El 18 de julio la revuelta se extendió al continente. Tres días después una tercera parte del país estaba en poder de los generales: la archicatólica Navarra, una parte de Aragón, Galicia, León, Castilla la Vieja, Sevilla, Cádiz y Córdoba. Los golpistas no contaban con una resistencia seria. En sus cálculos no habían contado con el pueblo español.

La República

El retorno

Pocos días después de la proclamación de la segunda República, en abril de 1931, vinieron a mi casa Durruti, Ascaso y García Oliver.

Discutimos mucho, especialmente sobre el principal problema de entonces de los anarquistas. Algunos creían que había que darle una oportunidad a la República, y los otros decían (y ésta era el ala extremista del movimiento anarquista, a la que pertenecían Durruti, Ascaso y García Oliver) que no había que darle tiempo a la República para que se estableciera. Según ellos, esto pondría en peligro el desarrollo ulterior de la sociedad española e interrumpiría el proceso de cambio revolucionario de estructuras.

Nuestras opiniones eran distintas. Reconozco que entonces temía que una precipitación excesiva pudiera perjudicarnos. Después, ante la evolución política de la República, tuve que admitir que Durruti, Ascaso y García Oliver tenían razón. La República cayó en un temeroso reformismo; ni siquiera realizó la reforma agraria, que era el problema clave de España.

[FEDERICA MONTSENY l]

En 1931, cuando se proclamó la República en España, fue un verdadero torbellino, un delirio... Los emigrantes de Bruselas recogieron sus documentos; querían regresar lo antes posible. Durruti y Ascaso fueron los primeros en partir. Nosotras nos quedamos solas con las maletas y equipajes.

Yo pude viajar un mes más tarde. Mi primera impresión de Barcelona fue contradictoria. Me habían dicho que no llovía casi nunca en Barcelona. Había regalado mi impermeable a una amiga en Bruselas. Cuando llegamos a España llovía a cántaros. Estábamos en junio. El ambiente político era muy diferente del de París. En Francia había conocido al movimiento anarcosindicalista, pero allí era totalmente diferente. La mentalidad de los compañeros españoles... Me parecían, si me permite, me parecían un poco simples, un poco elementales.

Otra cosa que me desconcertó: las mujeres no desempeñaban ningún papel, en absoluto. En las manifestaciones y en las reuniones también había mujeres, por supuesto. Pero nunca iban acompañadas por sus esposos. Los hombres se reunían en el café. Se pasaban horas y horas sentados ante una taza de café. Eso sí, bebedores no eran. Hasta que un día le dije a Buenaventura: «¿Qué pasa con tus compañeros, son todos solteros?» Pero todo fue en vano. Ya comprende usted. La mujer en la casa, y basta.

[ÉMILlENNE MORIN]

Cuando vine por vez primera a España, después de la proclamación de la República, conocí a Durruti en el café La Tranquilidad. Era un punto de reunión de los anarquistas, y por lo tanto era también un punto de reunión de la policía, que venía allí constantemente y detenía a gente con bastante frecuencia. Pero los anarquistas no se inquietaban. Yo había escuchado muchas leyendas sobre Durruti. Era totalmente diferente a lo que yo esperaba de acuerdo a esas historias. Me encontré con un hombre muy tranquilo y amistoso; la inmensa energía que solía manifestar era apenas visible.

[ARTHUR LEHNING]

Ascaso era el más reservado de los «tres mosqueteros». Pero así como García Oliver era la fuerza elástica y Durruti representaba el brazo fuerte y la fuerza de voluntad, Ascaso era la mente impávida y penetrante. Su rostro era suave e inteligente y alrededor de su boca había una expresión de melancolía y burla; su mirada era penetrante e irónica. Era más bien pequeño, delgado, mesurado en sus movimientos; revelaba una cierta gracia indolente detrás de la cual se ocultaba una energía sobrehumana. Comparado con Durruti, de exterior plebeyo, franco y ruidoso, Ascaso tenía un no sé qué casi aristocrático. Cuando se los veía juntos, a Buenaventura, que golpeaba la mesa con sus enormes puños y gritaba a voz en cuello, y a Francisco a su lado, indiferente y malicioso, con su eterna sonrisa en los labios, se ponía de relieve la fuerza del uno y el ingenio del otro. Se complementaban mutuamente.

[FEDERICA MONTSENY 1]

El primero de mayo

Después de la proclamación de la República española, viajé a Barcelona para visitar a mis amigos Ascaso, Durruti y Jover. Llegué la víspera del primero de mayo. Los comunistas habían planeado una manifestación y habían inundado de carteles las paredes de la ciudad. En cambio, de la CNT-FAI, nada, ¡ni siquiera un volante! ¿Iban a desaprovechar la ocasión de hacer propaganda en un día así? Durruti me tranquilizó: «No, al contrario, organizaremos una manifestación por las calles céntricas de la ciudad. Contamos con cien mil participantes.» «¿Y la propaganda?», pregunté. «No veo ninguna invitación al acto.»

«Hemos anunciado la manifestación en nuestro periódico Solidaridad Obrera.»

En efecto, los anarquistas reunieron al día siguiente a 100.000 manifestantes, y los comunistas a lo sumo seis o siete mil.

A pesar de todo, estaba convencido de que su confianza en sí mismos rayaba en la imprudencia. Tenía la impresión de que subestimaban la peligrosidad de los comunistas. Los «tres mosqueteros» y sus compañeros españoles se burlaron de mí. Dijeron que veía fantasmas. Unos años más tarde su descuido les habría de costar caro.

[LOUIS LECOIN]

Todos los domingos la FAI organizaba un acto en los amplios palacios del parque de Montjuïc. Los oradores eran casi siempre los mismos: Cano Ruiz, Francisco Ascaso, Arturo Parera, García Oliver y Durruti. A los primeros actos asistieron sólo algunos centenares de oyentes. Cuando el público conoció la calidad de los oradores, sobre todo de García Oliver y Durruti, los palacios de Montjuïc resultaron pequeños. Cada domingo se reunían miles y miles de trabajadores.

Durruti no era un orador extraordinario. Sus discursos daban la impresión de incoherencia; no conocía el arte de la retórica. Sin embargo, la gente venía sobre todo para escucharle a él. Su voz fuerte y clara sugestionaba a las masas. Hablaba con mucha sencillez, sin adornos. Lo que atraía a las masas era su vehemente y desbordante sentimiento.

Un día, los compañeros de Gerona invitaron a Durruti a un acto. Después de hablar lo detuvieron allí mismo, todavía bajo la acusación de haber preparado en París un atentado contra Alfonso XIII. Evidentemente, las autoridades judiciales de Gerona no se habían enterado de que la monarquía había caído y que se había decretado una amnistía general. La población de Gerona se levantó. Se intentó asaltar varias veces la cárcel para liberar a Durruti. Los obreros decretaron la huelga general por tiempo indeterminado; las autoridades decretaron el estado de excepción. Después de tres días de huelga, Durruti fue libertado.

También en Barcelona se produjo una revuelta el primero de mayo de 1931. Se celebró una asamblea en el Palacio de Bellas Artes, en la que participaron numerosos presos políticos que habían sido libertados a raíz de la amnistía. Se aprobaron resoluciones que se acordó entregar al presidente de Cataluña, Francesc Macià. Se organizó una gigantesca manifestación, a cuyo frente marcharon García Oliver, Durruti, Ascaso, Santiago Bilbao y otros dirigentes de la CNT-FAI: el primer desfile de las fuerzas proletarias desde la proclamación de la República. La marcha recorrió las calles céntricas de la ciudad. Al llegar al palacio de la Generalitat de Cataluña, la policía abrió fuego. Los obreros y la policía intercambiaron centenares de disparos. La situación alcanzó tal gravedad que intervino el ejército. Una sección de soldados apareció en la plaza de la República. Durruti arengó a los soldados. Cuando los guardias civiles y la seguridad intentaron atacar nuevamente a los manifestantes, los soldados apuntaron sus armas sobre la policía. Así se evitó una masacre.

Este episodio caracteriza la errónea política de la República en 1931. En la burocracia estatal permanecían los mismos elementos que habían servido anteriormente a la monarquía. El mando de las fuerzas armadas estaba en poder de los reaccionarios. La República carecía de una política social que beneficiara a la clase trabajadora. El régimen había cambiado sus formas, pero todo seguía como antes, igual que en tiempos de Alfonso XIII. La insatisfacción popular crecía diariamente.

[ALEJANDRO GILABERT]

La deplorable República

Durante la República hubo una larga serie de enconadas disputas, expresión de la lucha de clases revolucionaria. En 1932 hicieron huelga los mineros de Fígols en las montañas catalanas. La huelga adquirió formas de sedición.

En enero de 1933 se levantaron de nuevo los obreros, principalmente en Cataluña, aunque también en Andalucía. Quiero destacar sobre todo la tragedia de Casas Viejas. En diciembre del mismo año estalló una rebelión en Aragón y en una parte de Castilla, y en 1934 se produjo la revolución asturiana, el primer movimiento revolucionario que unificó a anarquistas, socialistas y comunistas, y a las dos organizaciones sindicales más grandes de España bajo el lema: «Uníos, hermanos proletarios.»

La izquierda obtuvo por fin la mayoría en las elecciones de febrero de 1936. A este triunfo contribuyó el problema de la amnistía para los numerosos presos políticos. La CNT siempre se opuso al parlamentarismo, pero esta vez su consigna fue: que cada uno vote o no, según le parezca. Y casi nadie boicoteó las elecciones. También Durruti estuvo de acuerdo.

Durruti participó activamente en todas esas rebeliones y luchas en la época de la República. Él opinaba que había que activar constantemente el proceso. Se lanzó a la acción apenas regresó a España.

Como consecuencia, en 1932 fue deportado a Villa Cisneros, en África. Más tarde volvieron a detenerle. Apenas salía de nuevo en libertad, gracias a una amnistía o por una maniobra estratégica del gobierno, enseguida volvían a detenerlo, porque él nunca dio tregua, bajo ninguna circunstancia.

[FEDERICA MONTSENY l]

Durruti siempre decía a los obreros que los republicanos y los socialistas habían traicionado la revolución, y que era necesario volver a iniciarla desde el principio. Fue a la cuenca minera de Fígols con Pérez Combina y Arturo Parera. Dijo a los mineros que la burocracia burguesa había fracasado y que había llegado el momento de la revolución. La burguesía debía ser expropiada y el Estado abolido; sólo así podía completarse la emancipación de la clase obrera. Aconsejó a los obreros que se prepararan para la lucha final y les enseñó a fabricar bombas con fuertes botes de hojalata y dinamita.

La agitación se extendió por toda España. Los campesinos peleaban diariamente contra la Guardia Civil, que defendía a los grandes terratenientes. Surgían huelgas por doquier. El gobierno se encontró ante la disyuntiva de apoyar a los trabajadores o defender a la burguesía. Optó por la burguesía, por supuesto.

El 19 de enero de 1932 los mineros de Fígols se levantaron en armas contra los capitalistas. El movimiento se extendió a los valles del Cardoner y Alto Llobregat. Fígols, Berga, Suria, Cardona, Gironella y Sallent fueron las teas revolucionarias. Por primera vez en la historia se implantó en estos pueblos el comunismo libertario.

Después de ocho días el ejército sofocó el movimiento. La represión de la rebelión fue relativamente moderada, ya que las tropas gubernamentales estaban al mando del capitán Humberto Gil Cabrera, un oficial bondadoso, que después fue ascendido a teniente coronel y simpatizó con la CNT. Él evitó que se emprendiera una sangrienta represalia contra los obreros de la cuenca minera.

[ALEJANDRO GILABERT]

El18 de enero de 1932 los mineros de la cuenca de Fígols, en el valle del Alto Llobregat, se rebelaron abiertamente, declararon abolida la propiedad privada y el dinero y proclamaron el comunismo libertario. El gobierno central calificó a los insurrectos de «bandidos con carnet de socio» (de la CNT), y el presidente Manuel Azaña ordenó al capitán general de la región: «Le doy quince minutos, a contar desde la llegada de las tropas, para sofocar la rebelión.» En realidad, los soldados necesitaron cinco días.

[JOSÉ PEIRATS 1-2]

Cinco días de anarquía... no duraron más que la vida de una flor.

[FEDERICA MONTSENY]

El destierro

Entretanto se había declarado la huelga general en Barcelona. Se produjeron las habituales disputas y tiroteos. Centenares de prisioneros de la cuenca minera fueron trasladados a barcos anclados en el puerto de la ciudad, que habían sido transformados en cárceles flotantes. La ola represiva abarcó toda Cataluña, la costa de Levante y Andalucía. Los prisioneros más importantes fueron conducidos a bordo del trasatlántico Buenos Aires, que partió el 10 de febrero con 104 deportados a bordo, entre ellos Durruti y Ascaso, rumbo al África Occidental (Río de Oro) y las Islas Canarias (Fuerteventura).

Francisco Ascaso escribió al separarse de sus compañeros:

«¡Pobre burguesía, que necesita recurrir a tales procedimientos para prolongar su miserable existencia! Esto no nos sorprende. Está en su naturaleza el torturar, deportar y asesinar. Nadie muere sin defenderse con un último golpe, ni siquiera los animales. Es triste que estas últimas convulsiones causen víctimas, sobre todo cuando son nuestros hermanos los que caen. Pero esto responde a una ley que no podemos derogar. La agonía de esta clase no durará mucho, y cuando pensamos en ella, ni siquiera el casco de acero de este barco puede sofocar nuestra alegría. Nuestros sufrimientos son el principio del fin de nuestros enemigos. Algo se desmorona y muere. ¡SU muerte es nuestra vida, nuestra liberación! Los saludamos, y esta despedida no es para siempre. Pronto estaremos de nuevo entre vosotros. Francisco Ascaso.»

[JOSÉ PEIRATS 2]

Los compañeros fueron deportados a África en un bananero que iba rumbo a Bata, en el golfo de Guinea. Los metieron en la bodega, por supuesto. Eran ciento sesenta, y sólo había una escotilla. La gente quería salir, quería ir a cubierta. Ascaso dijo: «Estoy harto», y subió la escalera. El guardia sacó la pistola y gritó: «¡Atrás!» Pero ya sabéis como era Ascaso, no era un hombre que se dejara detener tan fácilmente. Él siguió adelante. El guardia apuntó, y Ascaso le dijo: «¡Venga, dispara, cobarde, porque si no me matas ahora, cuando te encuentre en la calle te mato como a un perro!» El sargento se sintió inseguro. Se puso a temblar. No sabía lo que le podía pasar si mataba a Ascaso, y le dejó pasar. Después no hubo modo de pararlos. Todos subieron a cubierta. El capitán se vio obligado a llamar al destructor que acompañaba al barco. Los marineros abordaron el vapor con los fusiles cargados, para sofocar el motín. Porque se había convertido en un verdadero motín.

Durruti se adelantó, se abrió la camisa, pesaba unos noventa kilos por lo menos, y les gritó a los marineros: «Ahora os animáis, porque nos veis desarmados, pero ya veréis lo que os pasa en España si nos matáis.» Entonces los oficiales resolvieron parlamentar. Se decidió que no habría motín, y que los presos podían andar por cubierta cuando quisieran. Así llegaron a Bata.

[MANUEL BUIZÁN]

Cuando el Buenos Aires, un barco bueno para chatarra, que casi se había hundido durante la travesía, arribó a Río de Oro, el gobernador de Villa Cisneros se negó a admitir a Durruti. Nadie comprendió la causa de su comportamiento. Durruti y algunos de sus compañeros fueron separados de los demás deportados y conducidos a Fuerteventura, en las Islas Canarias. Luego se comprobó que el gobernador de Villa Cisneros, un hombre llamado Regueral, era el hijo del ex gobernador de Bilbao. Este funcionario había reprimido al movimiento anarquista con máxima crueldad, y después de su renuncia fue ejecutado a tiros de pistola en las calles de León, la noche de un día de fiesta. Su hijo declaró que estaba convencido de que Durruti y sus compañeros habían matado a su padre, y por eso se negó a admitirlo en su colonia.

[RICARDO SANZ 3]

La agitación

La CNT contestó a las deportaciones con una nueva huelga general. En Tarrasa los anarquistas tomaron por asalto el ayuntamiento e izaron la bandera rojinegra. Asediaron el cuartel, hasta que se aproximaron refuerzos procedentes de Sabadell. Después de una lucha encarnizada, los anarquistas se rindieron. En el proceso que siguió se impusieron condenas a trabajos forzados de cuatro a veinte años.

Sin embargo, las protestas por las deportaciones continuaron. El 29 de mayo alcanzaron su apogeo con manifestaciones de masas, choques armados y actos de sabotaje. Las cárceles rebosaban de presos. En Barcelona los detenidos se amotinaron e incendiaron la penitenciaría. El alcaide del presidio, que sofocó el motín, fue muerto a tiros en plena calle pocos días después.

[JOSÉ PEIRATS l]

A fines de noviembre de 1932 volvieron de África los deportados. El gobierno republicano-socialdemócrata prosiguió la persecución de la CNT. La F Al organizó una asamblea en el Palacio de Bellas Artes en el parque de Montjulc, en Barcelona. Allí habló por primera vez Durruti desde su regreso del destierro. Se calcula que asistieron 100.000 personas. Durruti declaró sin reservas su fe en la revolución. La policía había emplazado gran número de ametralladoras alrededor del palacio.

La burguesía catalana tembló; la prensa a su servicio exhortó al gobierno a actuar con energía contra los anarquistas. Los sindicatos de la CNT fueron ilegalizados y su periódico Solidaridad Obrera clausurado. Centenares de activistas políticos fueron detenidos. Cada vez cundió más entre los anarquistas la idea de enfrentarse violentamente a la represión. Los ferroviarios anunciaron la huelga. Un conflicto de tal naturaleza podía trastornar la economía y la política del país; por ese motivo, el gobierno amenazó con militarizar a los ferroviarios. García Oliver proyectó un plan subversivo; se pensó en utilizar la huelga ferroviaria para desencadenar la revolución en toda España. Ascaso, Durruti, Aurelio Fernández, Ricardo Sanz, Dionisio Eroles, Jover y otros aprobaron el plan. Un hecho fortuito precipitó los acontecimientos. Dos anarquistas, llamados Hilario Esteban y Meler, que más tarde habrían de desempeñar un importante papel en la Guerra Civil en el frente de Aragón, habían instalado un taller de explosivos en el barrio del Clot, en Barcelona. Al producirse por descuido una explosión, la policía descubrió el depósito de explosivos. Era preciso iniciar inmediatamente la revuelta, para evitar que la policía se apoderara de todos los arsenales de los anarquistas. Los comandos y los cuadros de defensa de la FAI atacaron el 8 de enero de 1933 los cuarteles de Barcelona.

Se produjeron choques armados en todas las regiones. También en esta ocasión logró el gobierno sofocar la rebelión.

[ALEJANDRO GILABERT]

Después del fracaso de la rebelión de enero, Durruti y Ascaso fueron encarcelados de nuevo; pasaron seis meses en la cárcel del Puerto de Santa María. Apenas salió en libertad, Durruti volvió a la actividad con su acostumbrada tenacidad.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN]

Después de la proclamación de la República, la CNT y la FAI sufrieron un alud de calumnias y ofensas. Recordamos todavía los titulares de la primera página del órgano comunista La Batalla: «FAI-ismo = fascismo», y las declaraciones de Fabra Rivas, un conspicuo socialdemócrata que era el principal consejero de Largo Caballero: «Los anarquistas como Ascaso y Durruti son locos imbéciles. Hay que apartarse de tales dementes. Con ellos no se puede discutir. Lo mejor sería fusilar sobre el terreno a estos residuos del pasado.»

[Luz DE ALBA]

Recuerdo que un día las autoridades confiscaron en nuestra imprenta las rotativas de nuestro diario Solidaridad Obrera. Fue durante la República, ya no recuerdo por qué razón. Por denuncias o instigaciones. El periódico fue clausurado y las máquinas se subastaron judicialmente. Se presentaron muchos comerciantes a licitar. Pero no los dejamos solos. También nosotros nos presentamos en la sala de subastas, una veintena por lo menos, entre ellos Durruti y Ascaso. Durruti se levantó y ofreció veinte pesetas por la rotativa. Era nada, prácticamente. Los comerciantes se levantaron de un salto y gritaron: «¡Mil pesetas!», pero no bien hizo su oferta el primero, sintió algo frío, de hierro, en las costillas, y enseguida retiró su oferta, claro. Entonces le tocó el turno a Ascaso. Gritó: «¡Cuatro duros!» Eran veinte pesetas otra vez. El que quería sobrepujarlo sentía el revólver al lado y prefería callarse la boca. Por último no le quedó al subastador otra alternativa: tomó el martillito y nos adjudicó la máquina por veinte pesetas, un pedazo de pan.

Entre ayer y hoy no hay comparación posible. Lo que hacemos en París, en la imprenta de la CNT en el exilio, es una bagatela. Nos falta de todo, nuestras máquinas podrían venderse como chatarra. Necesitamos un nuevo equipo. Claro que hoy trabajamos en la legalidad, y trabajar en la legalidad significa tener que trabajar con hierro viejo. Si tuviésemos a un Durruti, a un Ascaso, no sería difícil conseguir una nueva imprenta. Sí, ¡ésa sería nuestra solución!

[JUAN FERRER]

Sobre el trabajo en las fábricas

Se llamaba «República de los trabajadores», y ¿qué hicieron con Durruti? Lo deportaron a Bata, acusado de vagancia. A Ascaso y Durruti ya otros centenares que siempre se ganaron la vida en la fábrica. Ellos no eran funcionarios, no se sentaban en la oficina, pagados por el sindicato. Durruti era todo lo contrario de un jerarca, nunca tomó ni una peseta de la CNT o de la FAI.

[MANUEL HERNÁNDEZ]

Un día los obreros de la cervecería Damm de Barcelona declararon la huelga porque su salario era muy bajo. Los empresarios no cedieron y despidieron incluso a algunos trabajadores. Entonces la CNT respondió con un boicot contra la cervecería. Algunos dueños de bares no quisieron participar en el boicot. Siguieron despachando cerveza Damm. Entonces los fueron a visitar Durruti y algunos compañeros, aparecían en la puerta y destrozaban los escaparates, los vasos y el bar. Pronto en todos los bares de Barcelona apareció un cartel que decía: «Aquí no se despacha cerveza Damm.» Después de unas semanas la cervecería pagó la totalidad de los salarios, volvió a ocupar a los despedidos y negoció un nuevo convenio con la CNT.

[RAMÓN GARCÍA LÓPEZ]

Durruti creía que la liberación de los trabajadores se lograría mediante su unificación económica, y en la acción económica directa. Desde 1933 hizo hincapié sobre todo en la creación de comités de fábrica; en su actividad constructiva estaría la garantía de la revolución social. En un gran acto antiparlamentario en el otoño de 1933, dijo: «La fábrica es la universidad del obrero.»

[HEINZ RÜDIGER]

Él estaba de acuerdo con que en nuestro movimiento se incorporaran también representantes de la clase media, estudiantes y escritores, pero a condición de que renunciaran a sus privilegios y se unieran al pueblo. Un día, mientras hablaba con él en el patio de la cárcel, criticó la exagerada estimación con que se consideraba habitualmente a los técnicos y especialistas. Los obreros metalúrgicos serían capaces de poner en funcionamiento cualquier fábrica, del mismo modo que los albañiles podrían planear y construir una casa. Lo mismo, según él, era válido para los demás sectores.

[LIBERTO CALLEJAS]

La vida cotidiana

En España la vida cotidiana fue dura y difícil para mí. No podía ejercer mi profesión, porque casi no hablaba castellano. Trabajé entonces como fregona, hasta que encontré un puesto por intermedio del sindicato como acomodadora en un cine. Aquello era un lujo entonces. Y luego las mudanzas. Nos mudábamos constantemente, sólo en Barcelona cinco o seis veces. Para colmo, Buenaventura estaba con frecuencia en la cárcel; no podía pagar el alquiler y tenía que trasladarme a casa de amigos. En fin, todas las penurias de las mujeres cuyos compañeros son revolucionarios profesionales.

En 1931 nació mi hija Colette, en Barcelona, y esto hizo mi vida más difícil aún. Como Durruti estaba en la cárcel, los compañeros hicieron una colecta; cada uno contribuyó con unas pesetas, y así pudimos pagar el alquiler.

[ÉMILIENNE MORIN]

A principios de 1936 Durruti vivía justo al lado de mi casa, en un pequeño piso en el barrio de Sans. Los empresarios lo habían puesto en la lista negra. No encontraba trabajo en ninguna parte. Su compañera Émilienne trabajaba como acomodadora en un cine para mantener a la familia.

Una tarde fuimos a visitarle y lo encontramos en la cocina. Llevaba un delantal, fregaba los platos y preparaba la cena para su hijita Colette y su mujer. El amigo con quien había ido trató de bromear: «Pero oye, Durruti, ésos son trabajos femeninos.» Durruti le contestó rudamente: «Toma este ejemplo: cuando mi mujer va a trabajar yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además baño a la niña y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada.»

[MANUEL PÉREZ]

Sí, los anarquistas siempre hablaban mucho del amor libre. Pero eran españoles al fin y al cabo, y da risa cuando los españoles hablan de cosas así, porque va contra su temperamento. Repetían lo que habían leído en los libros. Los españoles nunca estuvieron a favor de la liberación de la mujer. Yo los conozco bien a fondo, por dentro y por fuera, y le aseguro que los prejuicios que les molestaban se los quitaron enseguida de encima, pero los que les convenían los conservaron cuidadosamente. ¡La mujer en casa! Esa filosofía sí les gustaba. Una vez un viejo compañero me dijo: «Sí, son muy bonitas sus teorías, pero la anarquía es una cosa y la familia es otra, así es y así será siempre.»

Con Durruti tuve suerte. Él no era tan atrasado como los demás. ¡Claro que él sabía también con quién estaba tratando!

[ÉMILIENNE MORIN]

A mí me gustaba. Le aseguro que hombres como él ya no existen. No podía soportar la injusticia. Orgulloso no era, siempre vivió con sencillez, eso sí, era muy fuerte, créame, era fuerte como el demonio.

[JOSEFA IBÁÑEZ]

Conocí a Durruti en la imprenta de Solidaridad Obrera. Allí íbamos a recoger en 1934 nuestros folletos de propaganda, pequeños folletos en alemán que enviábamos ilegalmente a Alemania. Tenían la misma presentación de los impresos de propaganda para bombones. Yo no estaba acostumbrada al sol de Barcelona, y llevaba siempre un sombrero. Para los anarquistas el sombrero de mujer era un símbolo de la burguesía. Por esa razón Ascaso me miraba con cierta desconfianza. Le di la mano. Él le dio la vuelta y movió la cabeza. Yo no tenía callos.

«¿Cómo?», dije. «¿Usted es Ascaso?» Parecía tan pequeño e insignificante. Por eso se ofendió. No debí haberle preguntado con ese tono. Más vale no reírse de los españoles. Menos aún si se es mujer. Yo tenía veintiún años, pero aparentaba diecisiete. Ascaso me pareció bastante altivo. Además, era de esos anarquistas que no querían saber nada de extranjeros raros como nosotros. Los demás me aceptaron enseguida. También me perdonaron el sombrero. Los hombres de la CNT eran proletarios, pero se comportaban con gran dignidad y aplomo. Un amigo mío, ferroviario, daba la impresión de ser un aristócrata; y no era el único.

Durruti no era así. Era sorprendentemente modesto. Sin embargo, todos le hacían caso cuando era esencial. Lo conocí una tarde en un cine, donde su mujer trabajaba como cajera y acomodadora. Émilienne siempre hablaba más que los otros; sólo se callaba en presencia de Durruti. Yo tenía que hacer unas compras en las Ramblas, y él me acompañó. «Me asustan las bombas y los tiroteos», dije. En Barcelona había casi todas las semanas una huelga, un asalto o una operación policial. En las Ramblas había un guardia de asalto detrás de cada árbol, con la bayoneta calada incluso; se veían tropas regulares con frecuencia. Los moros, con sus alfanjes, parecían especialmente temibles. Pero en conjunto había algo de opereta en el aire. Las damas se paseaban delante de los escaparates. De pronto se oía un silbato. De los tejados comenzaban a caer granadas de mano. Las persianas se cerraban con estruendo, las damas agitaban pequeños pañuelos blancos y se tiraban al suelo, en las tiendas o en la acera. Después de un rato volvía la calma, los pitos daban el cese de alarma, la gente se levantaba y se sacudía el polvo de la ropa, como si nada hubiera pasado.

Durruti pasaba delante de los policías sin inmutarse.

«Yo tengo tanto miedo como tú», dijo. «El miedo y el valor vienen juntos. A veces no sé dónde termina uno y comienza el otro.» Los niños de la calle lo conocían. Conmigo fue siempre muy amable. Además me tomaba en serio. Los anarquistas nunca trataron con descuido a las mujeres. No eran aficionados a las faldas, al contrario. A veces me parecían calvinistas. Siempre pensaban en la revolución.

Durruti no sabía lo que era el orgullo. Tomaba en serio a todos los que conocía. La gente de Barcelona se sentía reflejada en él. Por eso lo enterraron como a un rey.

[MADELEINE LEHNING]

El boicot electoral

La CNT dirigió una campaña extraordinaria en las elecciones parlamentarias de noviembre de 1933: proclamó la abstención con una energía y acritud nunca vistas. Los periódicos y los volantes de los anarquistas difundieron la llamada al boicot electoral hasta los pueblos más apartados. La consigna: «No votar» fue bien recibida entre los obreros y campesinos; ya estaban cansados de los partidos gubernamentales «de izquierda», de la política de los liberales de izquierda, de los socialdemócratas y de la constante represión. La campaña llegó a su apogeo el 5 de noviembre con un acto en la plaza de toros de Barcelona al que asistieron entre 75.000 y 100.000 obreros. Los más populares oradores de la CNT se refirieron al tema: «Frente a las urnas, la revolución social.»

«Trabajadores», gritó Buenaventura Durruti, «la última vez habéis votado por la República. ¿La hubierais votado si hubieseis sabido que esa República iba a encarcelar a 9.000 obreros?» «¡No!», gritó la multitud.

Después habló Valeriano Orobón Fernández, un joven anarquista. «La revolución de los republicanos ha fracasado», dijo; «es inminente una contrarrevolución fascista. ¿Qué pasó en Alemania? Los socialistas y los comunistas sabían perfectamente lo que Hitler se proponía, y sin embargo votaron y firmaron así su sentencia de muerte. ¿Y en Austria, orgullo de los socialdemócratas? Allí el partido socialdemócrata contaba con el 45 % de los votos. Esperaban lograr un seis por ciento más aún; creían que eso los conduciría al poder. Pero se olvidaron de un hecho muy sencillo: que aun si todo salía bien, al día siguiente del triunfo electoral tendrían que salir a la calle con las armas en la mano para defender su victoria, porque la reacción no se dejaría quitar el poder tan fácilmente.»

[José PEIRATS 2/STEPHEN JOHN BRADEMAS]

Porcentaje de abstenciones en la elección parlamentaria del 19 de noviembre de 1933:

Provincia de Barcelona 40 %
Provincia de Zaragoza más del 40 %
Provincia de Huesca más del 40 %
Provincia de Tarragona más del 40 %
Provincia de Sevilla más del 45 %
Provincia de Cádiz más del 45 %
Provincia de Málaga más del 45 %
España en total: 32,5 %.

[CÉSAR LORENZO]

En las elecciones de 1933 los anarquistas españoles organizaron el mayor boicot electoral de toda la historia del movimiento obrero. La abstención fue eficaz, si consideramos que la mayoría de los obreros no votaron. El resultado fue, sin embargo, que la derecha y los partidos conservadores ganaron las elecciones. El gobierno de Gil Robles no era fascista en el verdadero sentido de la palabra, pero era extremadamente reaccionario.

[ARTHUR LEHNING]

La rebelión de Zaragoza

Poco después de las elecciones, la CNT celebró una conferencia secreta en Madrid. Estuve presente en esa reunión, y recuerdo aún cómo se desarrolló la discusión. La organización de la CNT es federalista, cada provincia tiene un comité regional; con frecuencia estos comités representaban una línea propia, no siempre había unanimidad. Los representantes de Aragón dijeron: «No hemos participado en las elecciones y en el fondo es culpa nuestra que tengamos un gobierno de derecha. No podemos aceptar así sin más el resultado, tenemos que actuar. ¡Ahora es el momento para la insurrección armada!»

Los representantes de Barcelona dijeron: «No puede ser, no tenemos armas, no estamos preparados, hemos sufrido muchas derrotas en estos últimos años.»

Pero los aragoneses no se dejaron disuadir. En el norte de la provincia la abstención había alcanzado casi el 99 %; los anarquistas se sentían fuertes allí. Zaragoza estuvo varios días en poder de la CNT, en los pueblos del norte se proclamó el comunismo libertario. En las demás regiones la CNT hizo todo lo posible por apoyar la rebelión, aunque no la había aprobado antes. El gobierno declaró el estado de sitio. Después de unas semanas todo terminó. Durruti, Mera y los demás fueron detenidos, y les entablaron un proceso por alta traición.

[ARTHUR LEHNING]

Durruti dijo en un grandioso acto celebrado en la Plaza Monumental de Barcelona que la única respuesta al triunfo electoral de la reacción era la revolución armada. La CNT adoptó este lema. Sólo García Oliver se opuso, no repuesto aún de la derrota de enero de 1933. Consideró aventurera esa política. Por primera vez en su larga vida de amistad, Durruti discrepó de García Oliver. Durruti se fue a Zaragoza para coordinar la rebelión. El movimiento estalló el mismo día en que se reunieron en Madrid las Cortes con su nueva mayoría contrarrevolucionaria. Era el 8 de diciembre de 1933.

[ALEJANDRO GILABERT]

Por la mañana temprano se produjo en Barcelona una sensacional fuga en masa de prisioneros políticos. Éstos habían excavado un túnel que desembocaba en las alcantarillas de la ciudad.

El comité revolucionario de la CNT tenía su sede en Zaragoza; allí residía también el comité nacional de los anarquistas. Por la tarde varias explosiones estremecieron la ciudad. La autoridad nacional respondió de inmediato y detuvo a casi cien revolucionarios, entre ellos Durruti, Isaac Puente y Cipriano Mera, que eran miembros del comité. Las luchas callejeras duraron toda la noche y el día siguiente, por lo menos. Los obreros levantaron barricadas. Un monasterio fue incendiado. El tren expreso procedente de Barcelona llegó a la estación central envuelto en llamas; había sido incendiado con bombas. El ejército movilizó importantes fuerzas, incluidos tanques.

En Alcalá de Gurrea, Alcampel, Albalate de Cinca y otros pueblos de la provincia de Huesca, se proclamó el comunismo libertario, al igual que en ciertas partes de la provincia de Teruel. En Valderrobles, por ejemplo, los campesinos abolieron el dinero y quemaron las actas de la alcaldía, del juzgado municipal Y la oficina del catastro.

La rebelión fue sofocada en poco tiempo. La proclamación de la huelga de la CNT sólo se acató en algunas zonas del país. Los combates se limitaron a los territorios de Aragón y Rioja. Las regiones más decisivas, Cataluña y Andalucía, no se habían repuesto aún de la derrota de enero; un importante sector del movimiento calificó de aventurera y desacertada la rebelión.

[JOSÉ PEIRATS 1/STEPHEN JOHN BRADEMAS]

Nuevas prisiones

Me acuerdo de las horas amargas y alegres que pasamos con él en la cárcel de Zaragoza. Aún allí mantuvo su buen humor. Siempre conservó una cierta ingenuidad, ciertos rasgos infantiles. Él nos enseñó a luchar.

Me parece vedo aún, cuando habló en la célebre reunión en la sede del sindicato metalúrgico de Zaragoza, donde se decidió la insurrección del 8 de diciembre. Él llevaba gafas entonces, su mirada nos electrizó. Lo único que nos sostenía en esa lucha desigual eran nuestras esperanzas. Nos echamos a la calle. Durruti estaba a mi lado. Muchos cayeron en esa ocasión, otros pelean ahora contra el fascismo.

Lo vi de nuevo en la calle Convertido, después tuvimos que separarnos. Cuando terminó la lucha lo volví a encontrar, en la cárcel.

[MANUEL SALAS]

Durruti iba a ser condenado a seis meses de cárcel como responsable principal de la rebelión. Mientras estaba en prisión preventiva en Zaragoza, desaparecieron por la noche del Palacio de Justicia las actas del sumario levantado contra él.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN]

Estuve hasta 1935 en España, como secretario de la internacional sindicalista, la AIT. Volví a ver a Durruti poco antes de mi partida. Estaba de nuevo en la cárcel, esta vez en Barcelona, y fui a visitado allí. Supe que quería hablar conmigo, y le dije a su mujer: «Sí, quiere verme, pero para mí es imposible visitarle en la cárcel, vivo casi en la ilegalidad aquí, represento a una organización internacional, yo mismo podría ser detenido en cualquier momento, es muy peligroso. Tengo que pensar en mis funciones, no puedo cometer semejante imprudencia.»

Ella me respondió: «No habrá dificultades, vienes conmigo, no hace falta que hables, te presentamos como primo mío, y firmas con el nombre que se te ocurra. Es muy simple.»

Bueno, me dije, esta gente conoce España mejor que yo. Así que me aventuré, y fuimos juntos a la prisión; Durruti detrás de una reja, nosotros detrás de otra reja, y entre las dos rejas marchaba un guardia, de un lado a otro. Enseguida Durruti comenzó a gritar en francés; habló a voz en cuello de cuestiones políticas, de lo que debía hacer en la organización, etcétera, etcétera.

Yo pensé: «¿Cómo es posible vociferar aquí, en la cárcel, en francés, y para colmo con un extranjero?.. Ahora me van a detener», pensé. Pero cosas así pasan en España. El caso es que volví a salir de la prisión sin inconvenientes.

[ARTHUR LEHNING]

Una vez estaban detenidos en la jefatura de policía de Barcelona Ascaso y Durruti. Y como todo el mundo hablaba de ellos, los policías trajeron a sus amigas, que querían ver a los presos. y Durruti en su celda se enmarañó los cabellos con las manos hasta erizados por completo, y cuando llegaron las chicas gritó como un orangután: «¡Uh!, ¡uh!, juh!» Las damas casi se caen del susto, y el vigilante le preguntó: «¿Por qué haces eso?» Y dice Durruti: «Pues qué se creen, que somos una especie de monos, lo único que falta es que nos tiren cacahuetes. Cuando quieran divertirse que vayan a un circo.»

[EUGENIO VALDENEBRO]

El Frente Popular

Después de la revolución de octubre asturiana de 1934, Durruti fue encarcelado nuevamente: esta vez pasó varios meses en la cárcel de Valencia. La derrota de los marxistas en Asturias le hizo reflexionar sobre el rumbo del movimiento obrero español.

Todos convenían en que la democracia burguesa había fracasado. Era necesaria una alianza obrera revolucionaria. García Oliver lanzó una consigna: «Los marxistas a la UGT, los anarquistas a la CNT y ambas organizaciones unidas en la acción contra el capitalismo.» En el último congreso de la CNT en Zaragoza se acordó establecer un pacto revolucionario con el sindicato socialdemócrata UGT. La única condición de la CNT fue que los obreros socialdemócratas renunciaran públicamente a colaborar con los partidos burgueses. Así se abriría el camino de la revolución proletaria.

Sin embargo, antes del congreso se había planteado otro problema: en febrero de 1936 se volvería a votar. En las cárceles españolas había entonces más de 30.000 presos, la mayoría anarquistas. Los partidos de izquierda prometieron liberados si ganaban las elecciones. La derecha amenazaba con redoblar la represión. Si la CNT invitaba a sus partidarios al boicot electoral, como antes, ponía en peligro la libertad de 30.000 detenidos; si aconsejaba votar, reconocía el sufragio universal y el parlamentarismo, que los anarquistas siempre habían combatido. Durruti halló una solución para este dilema. La lucha electoral adquirió tal acritud que ningún sector parecía dispuesto a aceptar una derrota. La izquierda anunció que si la derecha ganaba las elecciones responderían con medidas revolucionarias; la derecha dijo que una victoria de la izquierda conduciría a la guerra civil. En los actos celebrados Durruti expresó la siguiente conclusión: «Estamos ante la revolución o la guerra civil. El obrero que vote y después se quede tranquilamente en su casa, será un contrarrevolucionario. Y el obrero que no vote y se quede también en su casa, será otro contrarrevolucionario.»

La CNT evitó recomendar el boicot electoral. La mayoría de los obreros acudieron a votar. Ganaron los partidos de izquierda. La derecha llevó a la práctica sus advertencias y prepararon la guerra civil. El resultado de las elecciones se debe mucho a Durruti.

[ALEJANDRO GILABERT]

«La CNT debe mantener su vitalidad y su fuerza en la sociedad; sólo ella puede garantizar que nadie, sea de derechas o de izquierdas, se erija en dictador del país.»

[BUENAVENTURA DURRUTI]

Al producirse el triunfo electoral del Frente Popular el 16 de febrero de 1936, Durruti estaba en la cárcel del Puerto de Santa María. Allí estaban también encarcelados Companys, que después sería presidente de Cataluña, y varios miembros de los consejos de la Generalitat. Fueron liberados inmediatamente después de las elecciones, al declararse la amnistía.

[Crónica]

La declaración de la lucha

En Barcelona, después de las elecciones, la CNT tuvo que ocuparse primero de dos huelgas que ya llevaban dos meses de duración: la huelga de los transportes públicos y la de los obreros textiles (ramo del agua). El28 de febrero el nuevo gobierno promulgó un decreto por el cual todos los obreros que habían sido despedidos desde enero de 1934 en adelante, por razones políticas o participación en huelgas, debían ser reincorporados a sus puestos. Sin embargo, muchos empresarios se negaron a aplicar este edicto gubernamental. Los anarquistas exigieron la intervención del gobierno. El 4 de marzo, un día después de la asunción del mando del presidente Companys, Durruti dijo en el Gran Teatro de Barcelona:

«No hemos venido aquí para conmemorar el día en que unos nuevos señores han subido al poder. Estamos aquí para decides a esos señores de los partidos de izquierda que su victoria electoral nos la deben a nosotros. La CNT y los anarquistas se han echado a la calle el día de las elecciones. Así se ha impedido un golpe de Estado por parte de los representantes de los ministerios y las autoridades, que en ningún caso querían respetar la voluntad del pueblo.

»Y en cuanto a los actuales conflictos laborales en los tranvías y en la industria textil, son los señores del gobierno los que tienen la culpa. Ya mucho antes de las eleccio~s hemos adivinado sus intenciones, sabíamos muy bien que pretendían apartar a la CNT del camino de la revolución. Nos hemos callado antes de las elecciones, para que no digan que éramos culpables si los presos políticos no eran liberados. El pueblo no ha votado por los políticos, sino por los detenidos. Pero con respecto a las huelgas, les decimos a esos señores aquí en Barcelona, y allá en Madrid: "Dejadnos en paz de una vez, nosotros mismos resolveremos los conflictos con las industrias textiles y la sociedad tranviaria. ¡El gobierno no debe inmiscuirse!"»

Los hombres de la Generalitat deben su libertad a la generosidad del pueblo. Pero si no dejan en paz a la CNT ¡pronto volverán al lugar de donde han salido! ¡Exigimos que el gobierno nos deje mano libre en nuestra lucha contra la ofensiva de los capitalistas! ¡Es lo mínimo que exigimos! Frente a los paros forzosos y la evasión de capitales al exterior, le decimos a la burguesía: "¡Por nosotros podéis cerrar todas vuestras fábricas! ¡Nosotros las ocuparemos, las tomaremos por asalto, porque las fábricas nos pertenecen a nosotros!"»

En el mismo acto habló también Francisco Ascaso. Dijo:

«¡Se dice que hemos triunfado, que hemos triunfado! Pero ¿qué ha ocurrido en realidad? Los partidos de izquierda han ganado las elecciones, pero la economía sigue como siempre en manos de la burguesía reaccionaria. Si le dejásemos mano libre a esta burguesía, nuestra victoria electoral sería inútil, porque entonces hasta los partidos de izquierda llevarían una política derechista.

»¿Acaso no hemos llegado ya a ese extremo? Los capitalistas españoles se han aliado con sus cómplices extranjeros y dirigen una guerra económica contra nosotros ante la cual el gobierno, sean partidos de izquierda o no, no puede en ningún caso permanecer neutral. ¿Qué pretende el gobierno? ¿Que nosotros paguemos las consecuencias? El capital se evade al extranjero. Las fábricas se están cerrando. Pero el gobierno no quiere expropiar a los empresarios, porque eso no estaba previsto en su programa. ¿Y nosotros? Tal vez seamos un poco ingenuos, pero no somos tontos. Hasta ahora nos hemos mantenido quietos y pacíficos en las fábricas. Pero esto no seguirá así. Nos reuniremos en los patios de las fábricas y elegiremos comités de producción entre los que trabajan en las fábricas. Y si se cierran las fábricas, expropiaremos a los dueños y tomaremos a nuestro cargo las fábricas. Organizaremos la producción mejor y con más seguridad que los capitalistas. De todos modos ellos sólo son una carga para las empresas.

»La victoria política no es más que engaño e ilusión si no va acompañada por una victoria económica y una victoria en las fábricas.»

[Solidaridad Obrera/JOHN STEPHEN BRADEMAS]

La Victoria

El preludio

En casa hablaba poco de sus actividades. Había muchas cosas que todos, menos yo, sabían. Por ejemplo, el entrenamiento militar antes de julio de 1936, la instrucción para el manejo de las armas. Le aseguro que ellos preveían desde hacía tiempo el golpe de Estado de Franco, y se preparaban para ello. Tenían un campo de tiro en las afueras. Sólo yo no sabía nada. Para mí era un gran misterio, pero los vecinos estaban al corriente. La mujer es siempre la última en enterarse. Siempre el mismo silencio, el mismo misterio. ¡Sí, también puede parecer romántico si uno lo prefiere!

[ÉMILIENNE MORIN]

El 16 de julio, a petición de la Generalitat y por resolución de un pleno de la CNT-FAI de Cataluña convocado con urgencia, se constituyó un comité de enlace, en el cual Santillán, García Oliver y Ascaso representaban a la FAI y Durruti y Asens a la CNT. La primera cuestión que se planteó en las conversaciones entre los anarquistas y el gobierno de Companys fue el armamento. Se entabló una lucha tenaz. Cada vez que los anarquistas reclamaban (y en realidad no exigían lo que realmente necesitaban, o sea 20.000, sino sólo 10.000 fusiles), el gobierno les respondía que no tenía armas en existencia. Los políticos temían al fascismo, pero al pueblo en armas lo temían más aún.

Ya desde el 2 de julio la CNT-FAI había distribuido, como medida de precaución, grupos disimulados de centinelas para vigilar los cuarteles de Barcelona. En lugar de pertrechar a los sindicatos para la eventualidad de un golpe de Estado, el gobierno en cambio intentó desarmar a esos pequeños grupos. Las comisarías de la ciudad llamaban constantemente al ministro de Gobernación para dar parte de la detención de militantes anarquistas a quienes la policía pretendía quitarles las pistolas; la rutina represiva había calado tan hondo que hasta se quería procesar a los detenidos ¡por tenencia ilícita de armas!

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN 2/ABEL PAZ 1]

Tres días antes del 19 de julio, el 14 o el 15, asaltamos un barco cargado de armas en el puerto de Barcelona. El gobierno de Cataluña, la Generalitat, quería las armas para sí; pero Durruti y los otros las llevaron al sindicato del transporte. Al día siguiente se presentó allí la Guardia de Asalto. Allanamiento de domicilio. Pero Durruti ya estaba en la calle. «¡Una camioneta, rápido!» Se consiguió entonces una camioneta para el reparto de leche y allí se despacharon las armas. El gobierno encontró cuatro o seis escopetas viejas. El resto lo teníamos nosotros, la CNT.

[EUGENIO VALDENEBRO]

Hace días que Federico Escofet, comisario general de Orden Público de Cataluña, desarrolla una actividad febril. Tiene pruebas concluyentes de que se prepara una sublevación militar en toda España y que también la guarnición de Barcelona está implicada en esos planes. En los cajones de su escritorio están amontonados informes fidedignos de sus informantes y de oficiales de tendencia republicana, listas con los nombres de los golpistas, manifiestos, consignas, planes operativos y órdenes para el día señalado. Se esperaba la sublevación para el 16 de julio; hoy, 18 de julio, Escofet está seguro de que es inminente.

Desde hace días está en contacto permanente con el consejero de Gobernación, José María España, y con el comandante Vicente Guarner, su colaborador más inmediato, toma las medidas necesarias para hacer frente a tiempo al golpe de Estado. Pero éste no es el único problema que tiene que resolver el comisario. El comisario de Orden Público debe contar también con los anarquistas de la FAI y los sindicalistas de la CNT, que desde hace años están en conflicto con el gobierno autónomo de Cataluña (también además, con el gobierno central de Madrid, el Partido Socialista y con todo el mundo). A pesar de todo, los anarquistas se han mostrado dispuestos, desde hace unos días, a participar en un comité de coordinación que Companys, el presidente de Cataluña, ha convocado dada la gravedad de la situación. En este comité participan también todos los partidos y organizaciones antifascistas. Lo primero que han exigido los anarquistas son armas, pero tanto Escofet como el presidente y el consejero de Gobernación, saben muy bien lo peligroso que sería entregar armas a los hombres de la CNT, gente arrojada en la lucha callejera. Si se produce el golpe militar y se enfrentan en lucha armada el ejército y la policía, uno como enemigo y el otro como defensor de la República, se debilitarán ambos, y la ciudad quedará a merced de los anarcosindicalistas. Esto sería tan peligroso para la estabilidad política y social de Cataluña como el propio golpe militar.

Suena el teléfono.

-Sí, aquí Escofet. ¿José María? Buenos días. ¿Cómo? Ah, sí. La CNT. Protestan, por supuesto. Lo sabía desde el principio. También se quejarán ante el presidente, pero no podía obrar de otra manera. Les dejé las pistolas, pero si por mí fuera, también les habría quitado las armas de fuego. De todos modos, los fusiles están en nuestro poder. Guarner los ha incautado.

Se trata de un peligroso incidente que ha ocurrido la noche anterior. Los militantes anarquistas del sindicato del transporte han asaltado algunos barcos anclados en el puerto, y han robado un número considerable de fusiles y pistolas.

-Eso es todo lo que sé. Guarner me ha informado. Él mismo, al frente de una compañía de asalto, penetró en la sede del sindicato, después de apostar guardias en las azoteas de los alrededores. ¡Claro que estaban armados! Por suerte todo no pasó de un intercambio de palabras y a nadie se le escapó un tiro. Sí, aparecieron Durruti y García Oliver en persona, para calmar los ánimos.

Guarner se inclina sobre Escofet, que cubre el teléfono con la mano por un instante.

-Dígale que la gente del sindicato estaba tan furiosa que amenazaron con las armas a Durruti. ¡Su propia gente!

-Guarner me dice lo mismo, que encañonaron a Durruti, su propia gente. ¿Se imagina usted? Informe al presidente. ¿Cómo? Sí, así lo haremos. Bien, se lo diré a Guarner.

Escofet cuelga; tiene treinta y ocho años de edad, su cabello es negro, ondulado y brillante, sus ademanes son enérgicos y su voz muy arrebatada.

-No me fío de los de la FAI. Andan como locos detrás de las armas.

-¿Ha dicho algo más?

-Sí, parece que el golpe es para mañana por la mañana temprano. Tiene informes fidedignos.

-¿Sabe qué pienso? Me gustaría que empezaran de una vez, así sabremos a qué atenernos.

[LUIS ROMERO]

El comité de defensa

A menos que uno se fijara atentamente, el 18 de julio parecía un sábado cualquiera. Sin embargo, a pesar de que hacía mucho calor, había pocos ociosos y las playas estaban vacías. Llamaba la atención ver tantas amas de casa que iban de compras; en las panaderías se había terminado el pan por la tarde.

En la sede del comité regional de la CNT reina un vaivén febril. Están reunidos los enlaces de todos los sectores de la ciudad y sus alrededores. La comisión de enlace con la Generalitat trabaja sin interrupción. En un rincón del local Durruti habla con mineros de Fígols, que quieren informarse de la situación. Durruti se apoya en una silla. Acaba de ser operado de una hernia y aún no está totalmente restablecido. No se descarta que tenga una complicación, porque sigue sintiendo dolores. Unos pasos más allá, Marianet telefonea a Madrid. A Ascaso lo buscan por doquier, «que venga enseguida al café Pay-Pay, hay prisa...». Los activistas del sindicato metalúrgico retienen a Ascaso: «¿Qué hacer?» Le proponen acciones. Francisco les responde: «Aún no ha llegado el momento. Hay que conservar la calma.»

[ABEL PAZ 1]

Una ametralladora Hotchkiss, dos fusiles ametralladores checos y numerosos rifles Winchester con munición abundante están preparados en una habitación de la calle Pujadas número 276, casi en la esquina con Espronceda, en el barrio de Pueblo Nuevo. Allí, en el piso donde vive Gregorio Jover, está reunido el comité de defensa anarquista.

Juan García Oliver, Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso han llegado con dos horas de retraso. Esta última reunión, una especie de vela de armas, había sido convocada para las doce de la noche. El teniente de las fuerzas aéreas, Servando Meana, ha puesto un coche a la disposición de los tres, para que les recoja desde la Consejería de Gobernación. Han viajado a gran velocidad, con las armas al alcance de la mano; sabían que su retraso intranquilizaría a sus compañeros. Ante el edificio de la Consejería de Gobernación se había formado una especie de manifestación; los militantes de la CNT exigían armas. García Oliver, Durruti y Ascaso han tenido que asomarse al balcón para tranquilizar a la multitud que está en la plaza de Palacio. García Oliver les ha recomendado que rodeen los cuarteles de San Andrés y esperen el momento oportuno. Si todo sale como se ha planeado, mañana la CNT-FAI tendrá en sus manos 25.000 fusiles, ametralladoras y quizás algunos cañones. Meana y otros oficiales (sus enlaces en la aviación) han hablado con el teniente coronel Díaz Sandino, jefe de la base aérea del Prat de Llobregat. Tan pronto como las tropas se subleven y abandonen los cuarteles, los aparatos de la fuerza aérea despegarán para atacarlas. Al bombardear el cuartel de San Andrés se tendrá cuidado de no alcanzar los almacenes de armamentos, para que no estallen los depósitos de municiones. Los miembros de los comités de barriada de Santa Coloma, San Andrés, San Adrián del Besós, Clot y Pueblo Nuevo atacarán el cuartel y harán volar las puertas con dinamita si es necesario. Díaz Sandino está de acuerdo con este plan. En el arsenal de San Andrés hay varios millones de cartuchos de fusil.

Entretanto Gregorio Jover distribuye a los compañeros pan y butifarra y les sirve vino. Se han tomado las medidas necesarias. Los grupos de acción y los comités de barriada han sido alertados. Cada uno sabe lo que tiene que hacer cuando llegue el momento de actuar. En las fábricas y a bordo de los barcos anclados en el puerto, los fogoneros hacen guardia; sus sirenas darán la señal de ataque. Los miembros del comité sólo esperan a que los militares salgan de sus cuarteles. Según las últimas informaciones, los golpistas iniciarán las hostilidades al amanecer.

García Oliver está sentado en una silla, nervioso y abrumado por varios días de actividad febril. Debería aprovechar las pocas horas que restan para descansar, antes de afrontar nuevos y mayores esfuerzos. Pero no logra dormirse.

Los reunidos han trabajado durante semanas y meses para llegar a esta noche. Ya antes de las elecciones de febrero estaban convencidos de que la Guerra Civil era inminente. Muchos militantes de la CNT tendieron a revisar su actitud tradicional con respecto a las elecciones (es decir, el boicot), y votar excepcionalmente por los partidos de la izquierda burguesa y los socialistas. La dirección no lo aconsejó ni lo desaconsejó, dejó que cada uno decidiera por su cuenta. Al fin y al cabo sería igual si ganaba las elecciones la derecha o la izquierda. Si el fascismo hubiese llegado legalmente al poder a través de la abstención de los obreros anarquistas, ésa habría sido la señal para la insurrección armada. En cambio, según preveía la CNT, una victoria electoral de la izquierda habría inducido a los fascistas a tratar de subir al poder mediante el habitual golpe de Estado militar. En todo caso habría que enfrentarse a ellos con las armas en la mano. Los acontecimientos han confirmado la corrección de este cálculo; el análisis de los anarquistas era más realista que el de los políticos profesionales de los partidos.

La CNT era una organización federalista compuesta de confederaciones regionales que operaban casi independientemente, por lo cual no podía planear un contragolpe a escala nacional; tenía que limitarse a Cataluña, es decir, sobre todo a Barcelona. Madrid es la capital política de España. Pero Barcelona es la capital industrial y proletaria del país. La gran proporción de obreros de que consta su población y su tradición revolucionaria otorgan a la ciudad un prestigio excepcional y una primacía política; si las masas obreras triunfan aquí, su movimiento se extenderá también a las demás ciudades del país.

En consecuencia, los anarquistas comenzaron a organizar comités de defensa en cada barriada. Estos comités estaban coordinados de tal modo que era posible mantener una comunicación permanente con los delegados. Cada delegado conoce las consignas para la hora señalada. También las Juventudes Libertarias y la organización de Mujeres Libres están incluidas en este plan operativo. La federación de sindicatos y el comité regional acordaron que esta vez no se proclamara la huelga general, para no poner sobre aviso al enemigo.

El plano de la ciudad que está sobre la mesa señala la posición de los cuarteles, los acantonamientos de tropas y su número. Informes confidenciales de los cuarteles completan en el último momento los antecedentes del enemigo. El comité ha estudiado también la red de alcantarillas y conoce las vías de acceso subterráneas y los empalmes. Más importante aún es la instalación eléctrica; se han tomado las medidas necesarias para privar de energía eléctrica a cualquier sector cuando así se requiera. Los grupos armados tienen orden de permitir a las tropas que salgan de sus cuarteles sin hostigadas. Este aparente éxito inicial les hará creer que no habrá resistencia. Probablemente los soldados llevarán consigo a lo sumo cincuenta cartuchos cada uno. Una vez que las tropas se hayan alejado de sus cuarteles, se abrirá fuego contra ellas. Cuando se les agote la munición y se encuentren aislados, aparecerán los primeros signos de desmoralización. Entonces habrá llegado el momento de la agitación. Es importante que se revuelvan contra sus oficiales, o que deserten por lo menos. En cuanto a la Guardia de Asalto, se supone que se pondrá de parte del gobierno constitucional y contra los golpistas; por lo tanto, los grupos de defensa colaborarán con ella. La actitud de la Guardia Civil es incierta; debe vigilársela y sólo se abrirá fuego contra ella si ataca a los obreros. En este caso se la combatirá tan implacablemente como al ejército.

Todo ha sido pensado, discutido, estudiado y resuelto. Los miembros del comité de defensa anarquista están en silencio. Consumen grandes cantidades de café para mantenerse despiertos. Templan su impaciencia. Cada uno vuelve a repasar mentalmente todos los detalles. Se conocen y han luchado juntos desde hace años. Son como hermanos, o tal vez más que hermanos. Es posible que esta noche sea la última vez que se vean. Francisco Ascaso fuma nerviosamente. Está pálido, como siempre, y como siempre emana una sonrisa escéptica de sus labios fríos y delgados. También Durruti parece sonreír, pero a pesar de sus cejas tupidas y oscuras, del entrecejo fruncido y las arrugas de la frente, su expresión tiene algo de infantil. Sus ojos grises y vivaces repasan una y otra vez los armamentos. Ricardo Sanz, alto, rubio y fuerte, está sentado inmóvil. Su actitud es casi indiferente. Gregario Jover, a quien por sus pómulos llaman El Chino, parece más chino que nunca; juega con las cartucheras que lleva en la cintura. Aurelio Fernández trata de descifrar la gravedad de la situación en el rostro de Jover, como si éste fuera un termómetro; sus ojos son un poco saltones y su compostura erguida; es el único que se preocupa por vestir bien. Todos ellos son veteranos combatientes callejeros, guerrilleros urbanos familiarizados con la pistola. El comité tiene también dos miembros más jóvenes, Antonio Ortiz y Valencia. Aquél desea conversar y trata vanamente de hacer hablar a sus silenciosos compañeros; el cabello se le arremolina en bucles. Valencia se siente orgulloso de haber sido admitido en esta velada. Fuma mucho y enciende un cigarrillo tras otro. Han trasladado su cuartel general aquí, porque la mayoría de ellos viven en este barrio. Desde el piso de Jover se ve, casi enfrente, el estadio de fútbol del Júpiter. Las calles de alrededor están vigiladas por gente escogida. Dos camiones esperan en la calle Pujadas, al lado del campo de fútbol. García Oliver habita a sólo cincuenta metros, en el número 72 de la calle Espronceda. Ascaso en la calle San Juan de Malta, justo en las inmediaciones del local de La Farigola, donde se han reunido días atrás el pleno de los comités de defensa de barriada y el comité de defensa de Barcelona. Durruti vive en el Clot, a menos de un kilómetro de distancia.

Un viejo reloj de pared, comprado en el mercadillo de viejo (los Encantes), hace tictac con una torturante lentitud. Una ametralladora Hotchkiss, dos fusiles ametralladoras checos y numerosos fusiles Winchester...

[LUIS ROMERO]

Entre las once y medianoche algunos grupos abandonaron el comité regional para resolver el problema del transporte. Es absolutamente imprescindible conseguir coches para que los comandos de ataque puedan movilizarse. Una hora más tarde ya pasan por las Ramblas coches requisados con las siglas de la CNT-FAI escritas en grandes letras con tiza. Los obreros que van por el paseo saludan a los coches y gritan a los chóferes: «¡Viva la FAI!» La misma noche son asaltadas las armerías de Barcelona. Los grupos anarquistas vacían los escaparates y armarios y se apoderan de revólveres y escopetas.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN 2/ABEL PAZ 1]

A las dos de la madrugada Durruti y García Oliver se presentan en la jefatura de policía y exigen categóricamente al comisario Escofet que desarme a la mitad de la Guardia de Asalto y ponga los fusiles a disposición de los trabajadores. Escofet se niega, y afirma que sus hombres cumplirán con su deber hasta el último momento, y que no puede desprenderse de ninguna arma.

A las 4.30 suena el teléfono en la jefatura de policía. «Ha llegado el momento, las tropas de Pedralbes y Montesa abandonan sus cuarteles.» Ascaso y Durruti toman sus armas y salen de la jefatura. Santillán y García Oliver agarran del uniforme al oficial de guardia: «¿Dónde están las pistolas? ¡Apúrese!»

[ABEL PAZ 1]

A las cinco de la madrugada se produce un tumulto frente al palacio gubernamental. Los guardias están nerviosos. Una multitud procedente de la Barceloneta se apretuja en el portal. La situación es crítica. Durruti, que acaba de llegar, sabe lo que significa la manifestación. Sale al balcón. Los obreros portuarios lo reconocen y piden que los guardias dejen pasar al palacio a una delegación que quiere hablar con la comisión de enlace. En ese momento ocurre algo extraordinario. Se desvanece la mortal tensión entre los manifestantes y los guardias palaciegos, compuestos por policías de la Guardia de Asalto. La disciplina militar se resquebraja. Obreros y guardias confraternizan. Un guardia se desajusta el cinturón y da su pistola a un obrero. Pronto se reparten también los fusiles entre la muchedumbre. Un acontecimiento asombroso se produce ante los ojos de los oficiales: los policías se convierten en seres humanos.

[ABEL PAZ 1/DIEGO ABAD DE SANTILLÁN 2]

Las sirenas

Los primeros rayos del día iluminan las fachadas deslucidas de las calles Pujadas, Espronceda y Llull. Numerosos hombres armados ocupan los alrededores del campo de fútbol del Júpiter. Casi todos llevan ropas de obrero azules. Veinte militantes seleccionados acompañarán al comité de defensa anarquista; todos ellos familiarizados con la lucha callejera. Las armas han sido cargadas en los dos camiones. Ricardo Sanz y Antonio Ortiz instalan una ametralladora en el techo del primer camión. «¡Compañeros! El comité de defensa de Sanz acaba de llamar por teléfono. ¡Las tropas salen de los cuarteles!» El enlace está sin aliento. En los balcones del vecindario se ven madrugadores. Caras expectantes, solidarias, pero también atemorizadas. Los militantes de la barriada se reúnen cerca del campo de fútbol. Los que tienen una pistola la exhiben. El resto las pide. Se distribuyen las reservas.

-¿Qué hacemos? ¿Esperamos las sirenas? -pregunta Durruti. Los chóferes ponen en marcha los motores. A lo lejos se escucha un prolongado ulular: la primera sirena de las fábricas. La gente calla. El silbido crece y se aproxima, cada vez se incorporan más sirenas. La gente se lanza a los balcones. Los miembros del comité y su escolta suben a los camiones.

-¡Viva la FAI!

-¡Viva la CNT!

-¡En marcha!

Los camiones arrancan, los ocupantes levantan las armas.

La bandera roja y negra, izada en un listón de madera, se despliega al viento. Pasan en primera por las Ramblas de Pueblo Nuevo. Se incorporan más y más camiones. Los dirigentes muestran las ametralladoras a la multitud, que impresionan a los espectadores como símbolos de decisión. Durruti, Ascaso, García Oliver, Jover y Sanz son aclamados desde los tejados y los balcones. Las sirenas siguen sonando, sus voces provienen de las barriadas pobres del cinturón industrial de Barcelona, es una voz proletaria que arrastra a la movilización a los obreros.

Los militantes anarquistas han pasado la noche en los locales sindicales, en los comités y en las trastiendas. Ahora afluyen en masa hacia el centro de la ciudad. Los grupos de Sans, Hostafrancs y Collblanc, los «murcianos» de la Torrassa, los cenetistas de Casa Antúnez se dirigen hacia la plaza España y el Paralelo: su objetivo es el cuartel de ingenieros de Lepanto. Los obreros textiles de La España Industrial, los metalúrgicos de Escorza y Siemens, los huelguistas de Lámparas Z, albañiles, curtidores, obreros del matadero, basureros, peones, entre ellos algunos cantantes de los coros de Clavé, subproletarios de las barracas de Montjuïc y también algunos matones de Pueblo Seco: todos acuden. También los campesinos de la antigua villa de Gracia, de tradición revolucionaria y anarquista, obreros de las hilanderías y de los depósitos de tranvías, y también dependientes de comercio. No sólo hay anarquistas, sino también socialistas, catalanistas, comunistas y gente del POUM, y todos avanzan hacia el Cinco de Oros, hacia la Diagonal, hacia los límites de sus barrios, y levantan barricadas, vigilan las calles de acceso y las encrucijadas. El lumpenproletariado de Monte Carmelo desciende a la ciudad y se une a los habitantes de las calles a medio urbanizar, que terminan a lo lejos en el campo abierto, a los viejos compañeros de Poblet y Guinardó que han escuchado la palabra de Federico Urales, el gran maestro de los anarquistas, y conocen a su hija, Federica Montseny, desde que era niña. Los obreros de Fabra y Coats y Rottier, los mecánicos de la Hispano-Suiza y los operarios de La Maquinista se unen con los peones y los desocupados y avanzan hacia el cuartel y el arsenal de San Andrés, donde están almacenadas armas suficientes para asegurarles el dominio de la ciudad entera. No hay que omitir a los de Fundición Girona, los de las fábricas de papel, los obreros del gas y químicos del Clot, San Martín de Provensals, la Llacuna y Pueblo Nuevo, que se unen con la gente de la Barceloneta, los pescadores, los estibadores, los metalúrgicos de Nuevo Vulcano, los ferroviarios del ferrocarril del Norte y los gitanos del Somorrostro. Todos han escuchado las sirenas.

Los dos camiones llegan a la calle Pedro IV. Allí también hay entusiasmo en las aceras. En las casas, sin embargo, vive gente pudiente, comerciantes y artesanos «de categoría». Ven desfilar llenos de temor la caravana. Nadie se atreve a dar señales de desaprobación; incluso el silencio podría ser demasiado peligroso. Por eso gritan: «¡Viva la CNT! ¡Muera el fascismo! ¡Abajo el clero!»

La batalla decisiva se librará en el centro, en el casco antiguo de la ciudad. Allí también cuentan con apoyo los anarquistas, porque incluso en los barrios burgueses habitan muchos compañeros y los porteros, los limpiabotas, los camareros y los barrenderos son partidarios suyos.

[LUIS ROMERO]

La lucha callejera

Juan García Oliver, Francisco Ascaso, Antonio Ortiz, Jover y Valencia dirigen las operaciones contra los rebeldes que ocupan la confluencia del Paralelo con la Ronda de San Pablo. Al lado de un número creciente de obreros más o menos armados luchan un suboficial y dos hombres del cuartel de Atarazanas que se han insubordinado contra sus oficiales y han traído su ametralladora consigo. Desde la terraza de la casa situada en la esquina de la calle de San Pablo han conseguido rechazar a los soldados que se atrincheraban en la puerta de San Pablo. Al mismo tiempo, Jover y Ortiz han irrumpido con cincuenta hombres por la puerta trasera del café Pay-Pay, y desde allí han abierto fuego. Los soldados, cercados, se han replegado ahora hasta el Paralelo. Están parapetados detrás del puesto de frutas que hay frente al cabaret Moulin Rouge y en la terraza del café La Tranquilidad. Desde allí dominan con sus ametralladoras toda la avenida del Paralelo; el grupo que dirige Francisco Ascaso ha sufrido graves pérdidas al tratar de cruzar el Paralelo por la calle Conde del Asalto.

García Oliver, Ascaso y Durruti se han reunido por la mañana temprano en las Ramblas. Se había acordado que Durruti y su grupo asaltarían el Hotel Falcón, desde cuyas ventanas operaban carabineros enemigos; después, una vez despejada la situación en la plaza del Teatro, Durruti avanzaría hasta el restaurante Casa Juan para emplazar allí las ametralladoras contra los fascistas que se habían atrincherado en el cuartel de Atarazanas y la Puerta de la Paz. Dominando la parte media de las Ramblas controlarán las calles transversales del casco antiguo. El establecimiento de tropas en la encrucijada Paralelo-San Pablo, una posición de gran importancia estratégica, es una amenaza imprevista para el plan de García Oliver. Por eso ha movilizado todas las fuerzas disponibles para desalojar los nidos de ametralladoras de los fascistas. El comando ha atravesado momentos difíciles al avanzar a lo largo de la calle San Pablo; ha tenido que pasar ante el cuartel de carabineros. García Oliver ordenó proteger los alrededores para no caer en una trampa, y parlamentó con un oficial y algunas tropas. Los exhortó a definir su posición. Contestaron que los carabineros eran fieles al gobierno; que no les incumbían funciones policiales y que su misión era la lucha contra el contrabando y la seguridad aduanera. La guarnición del cuartel dio su palabra de honor de que no atacarían por la espalda al grupo de combate de García Oliver. Después se demoraron otra vez en la cárcel de mujeres, en la calle Amalia. Se la registró, porque no se descartaba que allí también se hubiesen establecido los fascistas. No era así. Sin embargo, la cárcel fue desalojada, ya que en caso de un repliegue podría servir como resguardo. Las presas salieron llorando de sus celdas. No se sabe si de alegría o de miedo, algunas histéricamente emocionadas.

Por la calle Abad Zafont, Ascaso se aproxima con sus hombres al grupo de García Oliver. Ascaso viste un traje marrón gastado y alpargatas ligeras y empuña una pistola amartillada.

-Se repliegan hacia el Moulin Rouge. ¡Ya están listos!

-¡Eh! ¡Vosotros! Ocupad la terraza del bar Chicago, y disparadles desde arriba. Pero no al azar, hay que afinar la puntería. Cuando escuchemos vuestra ametralladora nos lanzamos por el Paralelo y los acribillamos.

Mientras el grupo de choque se dirige por la calle de las Flores hacia el bar Chicago, los demás esperan. Hacen una pausa y fuman un cigarrillo. Los soldados continúan disparando, pero ya están a la defensiva y no tienen blancos precisos. A pesar de la intensidad del tiroteo, algunos curiosos rondan por las calles. Se mantienen cerca de los portales, listos para refugiarse en ellos.

Por fin se escucha en un tejado una descarga. Responde por todas partes el fuego de las ametralladoras, alternado por las débiles detonaciones de las pistolas.

-¡Viva la FAI! ¡Adelante!

Los dirigentes anarquistas se lanzan al ataque y cruzan el Paralelo. Una mujer envuelta en un albornoz rosa, la cara pálida y macilenta sin maquillar, levanta los brazos y grita:

-¡Vivan los anarquistas!

[LUIS ROMERO]

Otros grupos armados se dirigen hacia la plaza de Cataluña desde las calles transversales y por las bocas del metro y atacan a los soldados. También la Guardia Civil dispara contra los golpistas. Se emplaza un cañón. Pero en el Hotel Colón los rebeldes tienen todavía algunas ametralladoras que disparan ciegamente contra la multitud que avanza impetuosa. El combate dura más de media hora, la plaza está cubierta de cadáveres. Por último, al apoderarse la Guardia Civil de la planta baja, aparecen los primeros pañuelos blancos por las ventanas del Colón. Sólo en el edificio de la Telefónica resisten más los fascistas. Los anarquistas, con Durruti al frente, asaltan el inmueble avanzando desde las Ramblas. Hacia la mitad de la calle, la acera está cubierta de muertos, entre ellos Obregón, el secretario de la federación de Barcelona. Los atacantes llegan finalmente a la Puerta del Ángel. Durruti entra primero en el vestíbulo de la Telefónica, que luego será conquistada piso por piso. La plaza de Cataluña, el centro de Barcelona, está en manos de los trabajadores.

[ABEL PAZ l/DIEGO ABAD DE SANTILLÁN 2]

En las Ramblas habían emplazado un cañón de 75 que disparaba cada vez más cerca contra los muros de la fortaleza de Atarazanas abriendo allí grandes brechas. Entretanto acudían centenares de obreros ante el cuartel. El pueblo de Barcelona disparaba contra él; mujeres y niños acarreaban las municiones y traían alimentos y abastecimientos para los hombres de las barricadas.

[RICARDO SANZ 1]

La muerte de Ascaso

Los anarquistas llevan la iniciativa en la lucha final contra el cuartel de Atarazanas y el edificio de la comandancia de la región militar situados ambos al final de las Ramblas. Ya han avanzado hasta la Rambla de Santa Mónica. Al otro lado del cuartel, en la Puerta de la Paz, algunas unidades policiales y elementos antifascistas de diversas organizaciones, vestidos de paisano, luchan al lado de los combatientes callejeros de la CNT. Dirigidos por Francisco Ascaso, que empuña siempre su Astra de 9 mm, los miembros del comité de defensa anarquista avanzan cautelosamente hacia el sur, protegidos por los robustos árboles del paseo de las Ramblas; Durruti, Ortiz, Valencia, García Oliver y los militantes de los sindicatos anarquistas: Correa, del sindicato de la construcción, Yoldi y Barón de los metalúrgicos; García Ruiz, de los tranviarios; también están Domingo y Joaquín, hermanos de Ascaso. Allí está además el camión con la ametralladora sobre la cabina, que ocupan Ricardo Sanz, Aurelio Fernández y Donoso. No están solos: cientos de obreros se han puesto en movimiento.

A medida que los atacantes se aproximan al cuartel, cada paso adelante se hace más difícil y peligroso. Los militares sublevados están bien parapetados. Los tirotean desde el balcón del Sindicato del Transporte y desde el Centro de Dependientes; durante la noche se han improvisado avanzadillas con muebles, colchones y enormes bobinas de papel que proceden de la imprenta de Solidaridad Obrera.

Los primeros anarquistas abandonan su abrigo detrás de los árboles y cruzan las Ramblas; los ata6futes se detienen en la calle de Santa Madrona, situada al alcance del fuego del cuartel y de la comandancia de la región militar. La única protección la ofrecen los puestos del mercadillo de libros viejos.

Durruti y su gente sólo ven una posibilidad de avance. La parte más antigua del cuartel está rodeada por un muro que ya ha sido destruido por el fuego de artillería y granadas de mano. Partes del muro se mantienen en pie y pueden servir de protección. Pero, entretanto, Ascaso ha divisado, en una ventana que da a la calle de Santa Madrona, a un tirador con una ametralladora, que domina todo el sector y hace fuego sobre los compañeros que avanzan por las Ramblas.

[LUIS ROMERO]

Para llegar a esa posición hay que abandonar el abrigo y recorrer un trecho que está bajo el fuego de la comandancia de la región militar. Mientras los compañeros deliberan aún sobre la maniobra táctica, una bala roza en el pecho a Durruti. Sus amigos lo envían a un puesto improvisado de socorro; Lola Iturbe, una luchadora de primera hora, lo venda provisionalmente. Entretanto, un comando compuesto por Ascaso, García Oliver, Justo Bueno, Ortiz, Vivancos, Lucio Gómez y Barón inician una carrera con la muerte y zigzaguean desde la barricada hasta los puestos de libros. Estos puestos son las mejores posiciones de partida para empezar un ataque por la calle de Santa Madrona. Allí están bajo una lluvia de balas: ofrecen un buen blanco, tanto desde las torrecillas del cuartel como desde el puesto de la comandancia de la región militar.

[ABEL PAZ 1]

Francisco Ascaso llega a los puestos de libros seguido por Correa y algunos otros militantes. Durruti y sus compañeros lo llaman, pero él se desentiende de sus preguntas y les hace señas de que no se preocupen por él, para no llamar la atención. Hay que silenciar ese nido de ametralladora en la ventana. Ascaso estudia la situación táctica. Casi justo frente a la ventana hay un camión estacionado; entre el último puesto de libros y el camión no hay protección. Ascaso está convencido de que, si consigue llegar al camión, podrá liquidar al tirador de la ametralladora con un solo tiro de pistola, a corta distancia. Agachado, se lanza a correr. Varios impactos en el muro de la casa, detrás de él, demuestran que el tirador le ha descubierto.

[LUIS ROMERO]

Durruti, que ha observado la operación desde la barricada, le dice a Pablo Ruiz: «Me habéis engañado, la herida podía esperar.» Y ordena concentrar el fuego contra la torrecilla del cuartel en la cual Ascaso ha puesto sus miras. Pero el tirador enemigo ya ha descubierto la celada.

[ABEL PAZ 1]

Antes de llegar al camión, se arrodilla, apunta y dispara. Cuando se dispone a levantarse y seguir corriendo hacia el camión, una bala le da en medio de la frente. Cae.

Los compañeros le han visto levantar los brazos y caer al suelo. Yace bocabajo, ya no se mueve.

[LUIS ROMERO]

García Oliver es el primero en comprender lo que ha ocurrido y trata de saltar sobre el parapeto que lo protege, pero lo detiene un movimiento instintivo de Barón. Pasan aún unos minutos hasta que el tirador enemigo es silenciado. Entonces Ricardo Sanz y Ortiz pueden poner en lugar seguro el cadáver de Ascaso.

[ABEL PAZ 1]

He presenciado de cerca las jornadas de julio en Barcelona. Yo no me eché a la calle ni hice fuego, porque no me lo permitieron. Pero he visto caer a Ascaso, desde el sindicato metalúrgico, en las Ramblas. He visto su cadáver cuando lo recogieron; estaba totalmente acribillado de balas, ¡como un colador!

Nadie pudo explicarse su acción. Se adelantó solo, el cuartel estaba aún en poder de las tropas de Franco. Salió solo a enfrentarse a una muerte segura. No sé cómo se le ocurrió. Parecía un suicidio.

[ÉMILIENNE MORIN]

El último encuentro del grupo Nosotros se llevó a cabo el 20 de julio frente al cuartel de Atarazanas. El crepitar de las ametralladoras y los silbidos de las bombas de la FAI, ruidos familiares para nosotros, nos habían convocado. Durruti dirigía el ataque en primera línea, Ascaso y García Oliver manejaban una recalentada ametralladora, Sanz había traído un cesto con bombas arrojadizas, que lanzaba contra el cuartel sitiado; también estaban presentes Aurelio Fernández, Antonio Ortiz y Gregario Jover. Francisco Ascaso cayó en este combate.

Su muerte fue el fin del grupo. Nunca nos volvimos a reunir, ni siquiera en el entierro de Ascaso. Y quizás ése fue el error más grande que cometió el grupo; se dispersó, se disolvió, el viento se lo llevó.

[RICARDO SANZ 2]

La anarquía

-¡Viva la FAI! ¡Viva la anarquía! ¡Viva la CNT! ¡Compañeros! ¡Hemos derrotado a los fascistas! ¡Los combatientes obreros de Barcelona han vencido al ejército!

-¡Viva la República!

-¡Sí, que viva también la República!

La lucha en Barcelona ha terminado. El edificio de la comandancia de la región militar se ha rendido; poco después ha capitulado también el sitiado cuartel de Atarazanas. Sudorosos, riendo y roncos, se abrazan los combatientes callejeros. Levantan las armas, levantan los puños, vitorean a sus dirigentes.

Harapientos, extenuados, los rostros ennegrecidos, en mangas de camisa, los ojos espantados y las manos en alto, rodeados de caras amenazadoras e insultados por una multitud enfurecida, son conducidos los prisioneros, nadie sabe adónde, ni siquiera sus guardianes. García Ruiz, un tranviario, se dirige a García Oliver.

-¿Qué hacemos con éstos?

En esta ciudad no dan órdenes ni policías, ni oficiales de la Guardia de Asalto, ni políticos. Los que visten orgullosos uniformes, los señores que ordenan a gritos y usan imperdibles y charreteras, los hombres que ciñen la espada y el sombrero de copa negra, están arruinados, han sido vencidos. Quienes han demostrado su fuerza, quienes han ganado, son los que antes no tenían nada que decir, los perseguidos y encarcelados, los que tenían que ocultarse en los sótanos.

-¡Llévalos al Sindicato del Transporte y que queden detenidos! Ya decidiremos qué hacer con ellos.

Durruti, contraídas las cejas, empuña el arma aún caliente.

Sus ojos se llenan de lágrimas. Jover guarda silencio. No saben qué decir. La alegría de la victoria retrocede ante el recuerdo de Ascaso, el compañero de tantos años de lucha.

-¡Pobre Paco!

Pero no tienen tiempo para los sentimientos, para el dolor y la melancolía. Es la hora de actuar.

-¡Vamos ya! -dice García Oliver.

[LUIS ROMERO]

El 20 de julio Durruti fue herido dos veces, en la frente y en el pecho. Se le vio llorar de dolor y de rabia ante el cadáver de Ascaso.

Al terminar el combate, Durruti, a quien la prensa burguesa calificaba de terrorista y asesino, se dirigió al palacio episcopal y salvó la vida al arzobispo de Barcelona, cuya cabeza pedía la multitud enfurecida. Lo sacó del edificio sin ser advertido, cubriéndolo con un guardapolvo. Las riquezas acumuladas en el palacio, cuyo valor ascendía a muchos millones de pesetas, Durruti las entregó íntegramente a la Generalitat.

[ALEJANDRO GILABERT]

El arzobispo de Barcelona pudo escapar después del 20 de julio gracias a la protección formal de los anarquistas. Quizá pagaban con ello una deuda de gratitud: el prelado había aceptado firmar una petición de indulto a favor de Durruti y Pérez Farrás, cuando éstos habían sido condenados a muerte después de los acontecimientos de octubre de 1934.

[MARGUERITE JOUVE]

Todas las iglesias de Barcelona fueron quemadas, con excepción de la catedral, cuyos tesoros artísticos, de incalculable valor, había logrado salvar la Generalitat. Los muros de las iglesias siguen en pie, pero sus cámaras interiores han sido destruidas por completo. Algunas iglesias humean todavía. En la esquina Ramblas-Paseo de Colón se ven las ruinas de la línea naviera italiana Cosuchlich. Se dice que allí se habían atrincherado carabineros italianos; los obreros habrían asaltado e incendiado la casa. Aparte de las iglesias y este edificio, no se han producido otros incendios intencionados.

[FRANZ BORKENAU]

Al asegurarse la victoria, comenzó la cacería humana en Barcelona y la provincia: la caza al cura, a los monjes y monjas, a los aristócratas, los ricos, a todos a quienes se quería ajustar cuentas. Los conventos e iglesias fueron incendiados, y las mansiones de los ricos saqueadas.

La responsabilidad por esta ola de terror no recae sólo sobre los anarquistas. Muchas de estas acciones se han producido espontáneamente como consecuencia del largo y sofocado odio del pueblo contra las clases acomodadas y la Iglesia. Además, se habían abierto las puertas de las prisiones. Bandidos, ladrones y asesinos se organizaron en bandas y dieron rienda suelta a sus impulsos.

Nunca será posible hacer un balance exacto de estos primeros días de la revolución. Sólo en Cataluña fueron asesinados, torturados y cruelmente masacrado s setecientos sacerdotes, curas y monjas. Hubo escenas horribles. Se calcula en 25.000 el número de muertos en Cataluña, y en 10.000 el de prisioneros.

[JEAN RAYNAUD]

Un comerciante extranjero, la mayoría de cuyos amigos españoles eran empresarios, me dice: «Como extranjero, uno está aquí seguro, hasta cierto punto. ¡Pero los españoles!» Con ello se refiere, por supuesto, a los españoles que él conoce, la mayoría de los cuales pertenecen a asociaciones empresariales de Cataluña. «En los primeros días han matado a miles y miles de ellos. Inmediatamente después de la derrota de los militares, los trabajadores comenzaron a ajustar cuentas con sus enemigos personales.» Esta expresión la había escuchado antes, e insistí en aclarar exactamente los hechos. Se demostró así que esos ajustes no habían sido quizá de índole tan personal. En realidad, parece que ha ocurrido lo siguiente: a los sacerdotes los han matado, no porque fueran odiados como individuos (eso podría calificarse de «ajuste de cuentas con enemigos personales»), sino porque eran sacerdotes; y a los empresarios, especialmente en las industrias textiles de la zona de influencia de Barcelona, los han matado sus obreros; a menos que hubiesen huido a tiempo. Los directores de las grandes empresas (como la Sociedad Tranviaria de Barcelona) conocidos como enemigos del movimiento obrero, han sido liquidados por comandos especiales organizados por el sindicato respectivo. Los principales políticos de la derecha han sido liquidados por comandos especiales anarquistas.

Es lógico que mi interlocutor, que en esas masacres ha perdido amigos y quizá también íntimos amigos, se sienta horrorizado. «¡Un cuadro de horror!», exclama. «¡Hombres fusilados sin acusación ni juicio previo, sólo por su identidad, su posición social o sus opiniones políticas y religiosas! ¡Asesinados por sus enemigos personales! ¡Esos anarquistas! ¡La gente del POUM! ¡Esos gángsters! Hay que reconocer que los socialistas y los comunistas se comportan mejor. El gobierno de la Generalitat y su partido Esquerra están horrorizados.»

[FRANZ BORKENAU]

La policía está influida cada vez más por el anarquismo. Sus cuarteles se vacían, los policías se echan a la calle. También los Mozos de Escuadra, la policía provincial del gobierno catalán, está desmoralizada.

En una casa próxima a la residencia del presidente de Cataluña, tres o cuatro sujetos se dedican a arrojar muebles por el balcón. El incidente es trivial; en toda revuelta se atacan las viviendas del enemigo. Si no se lo encuentra, la gente se resarce en sus bienes. Pero lo que en realidad intranquiliza al presidente Companys es sobre todo la circunstancia de que a poca distancia del palacio gubernamental se ataque públicamente la propiedad privada ante la indiferencia de la Guardia de Asalto. ¿No se corría el riesgo de perder los frutos de la victoria si se rompía la disciplina de los servidores del orden público? Companys se comunica telefónicamente con Escofet, y le pregunta hasta qué punto le obedecen las unidades a su mando: la Guardia de Asalto, la Guardia Civil y los Mozos de Escuadra.

Escofet contesta: «No respondo de nadie. Las tropas se me van de la mano, se pasan a la FAI.»

[MANUEL BENAVIDES]

La dualidad de los poderes

El problema del poder

De repente todo el poder había pasado a manos de la CNT y la FAI en toda Cataluña. Los anarquistas no tenían más que tomarlo. Su organización debía decidir. Sus dirigentes veían sólo dos posibilidades: o una dictadura de los anarquistas o la cooperación con un gobierno existente, aunque impotente. Era un momento decisivo. Si los anarcosindicalistas hubiesen destruido el aparato estatal de la Generalitat, quizás habrían podido defender su revolución con mayor efectividad en los meses siguientes. Sin embargo, no hay ninguna razón para suponer que la destrucción del aparato estatal en Cataluña hubiese alterado el resultado de la guerra. La circunstancia de que los anarquistas no tomaran el poder fue sólo uno entre muchos factores que contribuyeron a desviar de su curso el cometa de la revolución.

[STEPHEN JOHN BRADEMAS]

Juan Comorera, socialdemócrata y futuro secretario general del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), en el cual se habían integrado los partidos comunistas y socialdemócratas, trató esa noche de hacerle comprender la situación al presidente.

«La FAI y el POUM son dueños de la calle y hacen en ella lo que les da la gana. Ha empezado una larga guerra que habremos de perder si no procuramos que esas organizaciones se descompongan en pocas semanas, a lo sumo en algunos meses... Por eso debemos unificar nuestras fuerzas y organizar el sindicato socialista de la UGT para oponerlo a la CNT. Usted, señor presidente, no debería hacer uso de la fuerza en ningún caso en estos momentos. Debe tratar de asegurar el orden revolucionario y apoyar la formación de tropas que dependan de la Generalitat. Tenemos que ponernos a la tarea de construir un ejército. Los anarquistas y los trotskistas chillarán mucho cuando se enteren. Hagámonos los sordos. Tan pronto como dispongamos de unas fuerzas armadas y recuperemos un movimiento obrero-campesino sólido, dirigiremos la guerra en el frente y defenderemos la economía en la retaguardia, en lugar de hacer la revolución, que por ahora no es nuestro objetivo.»

[MANUEL BENAVIDES]

La casa Cambó, sede del Fomento Nacional del Trabajo (es decir la unión de empresarios de Cataluña), un compacto edificio que parece un banco de primera categoría, está situada en el número 32 de la Vía Layetana. Muy próxima está la sede del poderoso Sindicato de la Construcción, afiliado a la CNT, en una vieja y sombría casa de la calle Mercaderes. En el curso de la lucha los obreros de este sindicato decidieron en una reunión asaltar y ocupar la casa Cambó. Al principio ocurrió por razones puramente militares, porque desde el último piso del edificio un tirador con una ametralladora podía dominar una importante arteria. Pero poco después de la ocupación acudieron cada vez más grupos a la casa, y se convirtió automáticamente en una especie de estado mayor de la revolución. También el comité regional de la CNT se trasladó a esta casa durante la lucha. Después de la victoria de la revolución, el edificio cambió de nombre: toda Barcelona lo llamaba la casa de la CNT-FAI.

Donde antes estaban las oficinas directivas de los grandes financieros e industriales, ahora despachaban permanentemente los consejos, los comités y los órganos coordinadores de los sindicatos de Barcelona. El cambio que se había operado ya se podía reconocer en la puerta de entrada: el semicírculo que formaba el gran portal estaba obstruido por una barricada de sacos de arena y defendido por dos ametralladoras. En los amplios balcones de la fachada había enormes carteles. En esa casa, el pleno de la CNT de Cataluña inauguró el 20 de julio las deliberaciones sobre la línea política que se seguiría frente al gobierno.

[ABEL PAZ 1]

La conversación con el presidente

La casa del Sindicato de la Construcción, donde acaba de celebrarse la reunión del comité regional de la CNT, está situada muy cerca del palacio de la Generalitat de Cataluña. Sin embargo, los miembros del comité de defensa han decidido recorrer en coche esa distancia. Una pequeña caravana de coches con hombres armados los acompañan. Con sus fusiles, pistolas, pistolas ametralladoras y granadas de mano hacen un alarde de fuerza, y al mismo tiempo se previenen contra una improbable pero posible emboscada. Durruti se considera a sí mismo un hombre de acción principalmente, aunque ha intervenido como orador en innumerables reuniones. No confía en su elocuencia, sino más bien en la pistola que lleva al cinto y en el fusil que tiene entre las rodillas. A su lado, en el lugar del difunto Ascaso, está sentado su hermano Joaquín. En estos tres últimos días, los miembros del comité se han jugado el todo por el todo. Su victoria ha superado todas las previsiones. La ciudad está en su poder. La CNT-FAI es dueña de Barcelona y de toda Cataluña. Ha sonado la hora del anarquismo. ¿Cómo procederá el gobierno? Durruti y su gente exigirán lo que les corresponde: vía libre para la revolución proletaria. No aspiran a constituir un gobierno, pero en la mesa de negociaciones defenderán arma en mano el poder que han conquistado. Nadie les arrebatará la victoria. La Guardia Civil ha intervenido a favor del gobierno sólo a última hora; las tropas están desconcertadas. La policía acuartelada ha perdido su eficacia como instrumento de represión. La Guardia de Asalto está a favor del pueblo en su mayoría. El ejército ha sido aniquilado; los oficiales antifascistas no pueden organizar un ejército nuevo y contundente con las pocas unidades que han permanecido leales. La policía provincial es débil, alcanza apenas para la defensa del palacio gubernamental. Los nacionalistas catalanes y los partidos pequeñoburgueses, que podrían oponerse, no preocupan en lo más mínimo a los anarquistas. El proletariado de Barcelona está muy bien armado ahora; centinelas y barricadas aseguran las posiciones claves; los locales sindicales y los centros obreros han sido fortificados. Los políticos burgueses están aislados.

Mientras el comité regional delibera en la sede del Sindicato de la Construcción con Marianet, Santillán, Agustín Souchy y otros militantes, suena el teléfono. Marianet Vázquez atiende la llamada. «Sí, aquí el secretario del comité regional.» Su rostro expresa sorpresa. Todos le escuchan mientras dice con tono burlón: «Comprendo. Bueno, lo discutiremos ahora mismo.» Luego cuelga, se da la vuelta e informa a los demás: «El Presidente Companys ruega que el comité regional envíe una delegación. Quiere negociar.» Antes de que se hayan repuesto del aturdimiento, el secretario prosigue con toda normalidad:

-Compañeros, se abre la sesión del comité regional con la participación de los miembros presentes del comité de defensa.

Fue una reunión larga y agitada. Algunos querían rechazar la invitación; a otros les parecía que era el momento oportuno para destituir al presidente y proclamar el comunismo libertario en toda Cataluña; otros temían que se tratara de una emboscada. Los oradores hablan con voz enronquecida, despiertos aún a fuerza de café y tabaco. García Oliver ha, planteado el dilema: colaboración con los partidos o dictadura de los anarquistas. Por último se acepta la proposición de indagar la actitud de Companys, sin dejarse intimidar ni comprometer. Sin duda era importante que los grupos de combate descansaran, aunque fuera por breve tiempo, para adquirir nuevas fuerzas; había que tener en cuenta a los compañeros de Zaragoza, sorprendidos por el golpe de los fascistas y enzarzados ahora en un duro combate.

La caravana sube por la calle Jaime I en dirección al palacio, y llega a la plaza de la República. En el balcón de la Generalitat flamea una gran bandera catalana. Ante la puerta del palacio hay un destacamento de la guardia provincial. En las calles transversales están apostados guardias de asalto, y también se ven civiles con brazaletes catalanistas. Los representantes de la CNT-FAI, formidablemente armados, descienden de los vehículos. El oficial de guardia se aproxima al grupo que está en la entrada: Durruti, García Oliver, Joaquín Ascaso, Ricardo Sanz, Aurelio Fernández, Gregorio Jover, Antonio Ortiz y Valencia.

-Somos los delegados de la CNT-FAI. Companys quiere hablar con nosotros. Traemos nuestra escolta.

[LUIS ROMERO]

Fuimos armados hasta los dientes, con fusiles, pistolas y ametralladoras. No llevábamos camisas, y nuestros rostros estaban negros de pólvora.

-Somos los representantes de la CNT y la F Al -dijimos al presidente del consejo-, y éstos son nuestros guardaespaldas. Companys quiere hablar con nosotros.

El presidente nos recibió de pie. Era evidente que estaba emocionado. Nos dio un apretón de manos; estuvo a punto de abrazarnos. La presentación duró poco. Nos sentamos. Cada uno de nosotros tenía un fusil entre las rodillas. Companys nos dirigió el siguiente corto discurso:

-Ante todo he de deciros una cosa: la CNT y la FAI nunca han sido tratadas como corresponde a su importancia. Siempre habéis sido perseguidos duramente, y yo, que una vez estuve a vuestro lado, tuve que combatiros y perseguiros, muy a pesar mío, obligado por las necesidades de la política. Hoy sois los dueños de la ciudad y de toda Cataluña, porque sois los únicos que habéis vencido a los fascistas. Espero que no lo toméis a mal, sin embargo, si os recuerdo que hombres de mi partido, de mi guardia y mis autoridades, sean muchos o pocos, no os han rehusado su apoyo en estos últimos días...

Reflexionó un instante Y prosiguió:

-Pero la simple verdad es que aún anteayer erais perseguidos, y hoy habéis vencido a los militaristas Y a los fascistas. Sé quiénes sois Y lo que sois y por eso debo hablaras con toda franqueza. Habéis vencido. Todo está en vuestras manos. Si no me necesitáis más o no me queréis más como presidente de Cataluña, decídmelo ahora. En ese caso seguiré luchando como un soldado más contra los fascistas. Pero si en cambio creéis que yo, en este puesto, que no hubiese dejado con vida de haber triunfado los fascistas, podría ser útil para la lucha que continúa en toda España Y quién sabe cómo ni cuándo terminará, entonces podéis contar conmigo, con la gente de mi partido, con mi nombre y mi prestigio. Podéis confiar en mi lealtad como en la de un hombre Y un político que está convencido de que en este día perece todo un pasado de ignominia, un hombre que desea sinceramente que Cataluña marche al frente de los países más adelantados socialmente.

[JUAN GARCíA OLIVER 1]

Companys había reunido en otra habitación a los representantes de los partidos políticos de Cataluña. Éstos aguardaban el resultado de las conversaciones con los anarquistas. Los delegados de la CNT-FAI fueron invitados a entrar, y a propuesta del presidente se constituyó un comité conjunto, que más tarde pasó a la historia como Comité Central de Milicias Antifascistas. Su cometido sería restablecer el orden en Cataluña y organizar las operaciones armadas contra los militares rebeldes en Zaragoza.

[JosÉ PEIRATS 2]

El compromiso

En un solo día, el 19 de julio, se rompieron todas las estructuras políticas de Cataluña y España. El gobierno llevó en adelante una vida de apariencia. La situación política concreta del país exigía la formación de un nuevo organismo de poder. Así surgió el Comité de Milicias Antifascistas de Barcelona.

Supongo que la iniciativa para la constitución de este consejo de soldados provino de los anarquistas. Ellos no querían participar en el gobierno, porque ello no concordaba con sus ideas. Dejaron pues que el gobierno siguiera funcionando. Pero de hecho, en lo sucesivo fueron las milicias y su comité los que tuvieron en sus manos el poder gubernamental.

En el Comité de Milicias estaban representados también otros grupos antifascistas. Yo participé en las sesiones como representante de la Esquerra, un partido liberal de izquierda. Ibamos vestidos como típicos intelectuales burgueses, con corbata, chaqueta y pluma estilográfica, y de repente nos vimos frente a un grupo de anarquistas que entraron por la puerta, sin afeitar, con sus uniformes de combate, revólveres, metralletas y correas donde llevaban sus bombas de dinamita. Su jefe era un hombre que por su apariencia, su oratoria y su fuerza vital daba la impresión de un gigante: Buenaventura Durruti.

[JAUME MIRAVITLLES 1]

Yo escribí una vez un artículo en el que afirmaba que entre los fascistas y la gente de la F Al no había gran diferencia. Durruti, guerrero furibundo, se acordaba demasiado bien de ese artículo. Se acercó a mí, puso sus grandes manos sobre mis hombros y dijo: «¿Usted es Miravitlles, no? ¡Tenga mucho cuidado! ¡No juegue con fuego! Le podría costar caro.» Así inició sus actividades el Comité Central de Milicias Antifascistas, en un ambiente de tensión y amenazas.

[JAUME MIRAVITLLES 2]

El 21 de julio se reunió una asamblea regional de comités comarcales anarquistas para examinar la nueva situación. Se decidió unánimemente postergar la cuestión del «comunismo libertario» hasta que se venciera a los fascistas. La asamblea ratificó la decisión de que la CNT-FAI cooperara con las otras organizaciones sindicales y los partidos políticos en el Comité Central de Milicias. Sólo la comarca de Bajo Llobregat votó contra la colaboración.

El Comité Central, que en realidad estaba bajo la hegemonía de los anarcosindicalistas, inició sin demora sus actividades, instalado en el edificio que antes ocupaba el Club Náutico de Barcelona.

[JOHN STEPHEN BRADEMAS]

Por primera vez la CNT-FAI tuvo que plantearse inevitablemente el problema del poder. «Somos los dueños de Cataluña. ¿Tomamos el poder prescindiendo de los republicanos, socialistas y comunistas, o colaboramos con la Generalitat?» La plana mayor del movimiento anarquista deliberó sobre el problema. Le dedicarían aún varios meses, sin encontrarle solución.

Mariano Vázquez, García Oliver, Durruti y Aurelio Fernández opinaban que una dictadura anarquista no era viable considerando la verdadera correlación de fuerzas. Si tomamos el poder, el gobierno central de Madrid y los gobiernos extranjeros se opondrán a nosotros. Por lo tanto debemos elegir la cooperación y no podemos admitir que se forme un gobierno sin nuestra participación.

Federica Montseny, Esgleas, Escorza y Santillán los rebatieron: el problema del poder ya estaría resuelto, puesto que estaba prácticamente en manos de la CNT-FAI, que dirigía las milicias en Aragón y el orden público y la economía en la retaguardia. ¿Para qué pactar con el gobierno entonces?

Escorza, la figura más extraordinaria de la F Al, decía con una sonrisa maquiavélica:

-Tenéis la gallina en el gallinero y discutís sobre la propiedad de los huevos. Esta cuestión ya ha sido resuelta hace tiempo. Debemos preocuparnos más bien de los zorros, y contra ellos están las escopetas. Debemos utilizar el gobierno de la Generalitat para colectivizar el campo y sindicalizar la industria. Los obreros de las ciudades se harán socios de la CNT automáticamente, y los obreros rurales socios de la colectividad. Así desalojamos a las antiguas organizaciones políticas y partidos. El sindicalismo se convertirá en la base de una nueva sociedad.

Santillán, ambicioso sin escrúpulos, fue al principio un encarnizado adversario de la cooperación con el gobierno; cuando lo nombraron consejero se convirtió en un acérrimo defensor de la cooperación. Federica Montseny, apoyada por Esgleas y Escorza, se opuso elocuentemente a colaborar con el gobierno.

En los dos meses que duraron estas discusiones se agotó el impulso de la revolución.

[MANUEL BENAVIDES]

Los dirigentes responsables de la CNT de entonces se sentían tan seguros de su poder, y su confianza en sí mismos era tan grande, que exageraron su generosidad. Permitieron que la revolución, que la CNT había dirigido y realizado, y que sólo ellos podían continuar, fuera gobernada por nuevas instituciones en las cuales ellos estaban en minoría.

Justificaban su actitud de este modo: «Esta vez no queremos que se diga que el pez grande se come al chico.»

En la realidad política esta ingenua frase se convirtió en un arma que los políticos utilizaron para neutralizar a los hombres de la CNT y liquidar la revolución española.

[CÁNOVAS CERVANTES]

En el palacio gubernamental seguía funcionando como siempre el gabinete, una especie de gobierno fantasma que contemplaba impotente la situación revolucionaria. Con una excepción, sin embargo. El presidente de Cataluña, Lluís Companys, era un hombre de gran valor personal. Companys había sido antes el abogado defensor de los anarquistas en los procesos, y tenía amigos dentro de la CNT. Cuando vino por primera vez a una sesión del Comité de Milicias nos levantamos todos. Pero los anarquistas permanecieron sentados. Con frecuencia se producían vehementes disputas entre la gente de la CNT-FAI y Companys, quien les reprochaba que con sus acciones violentas ponían en peligro la victoria de la revolución. Hasta que un día Durruti se cansó y les dijo a los representantes del gobierno: «Saludos de mi parte al presidente, y mejor que no vuelva a aparecer más por aquí. Podría pasado mal si insiste en darnos esas lecciones.»

[JAUME MIRAVITLLES l]

Después de la primera sesión del Comité de Milicias, Durruti y García Oliver le dijeron a Comorera, representante del Partido Socialista Unificado (PSUC): «Sabemos lo que hicieron los bolcheviques con los anarquista s rusos. Os aseguramos que n nosotros nunca permitiremos que los comunistas nos traten del mismo modo.»

[MANUEL BENAVIDES]

El Comité de Milicias se ocupaba de todo: establecimiento del orden revolucionario en la retaguardia, organización de fuerzas para el frente, formación de oficiales, fundación de una escuela de transmisiones y señales, avituallamiento y vestuario, reorganización económica, acción legislativa y judicial, transformación de las industrias de paz en industrias de guerra, propaganda, relaciones con el gobierno central de Madrid, vinculaciones con Marruecos, problemas agrícolas, sanidad, vigilancia de fronteras y costas, finanzas, pago de sueldos a las milicias y rentas para parientes y viudas. El Comité, compuesto por pocos miembros, trabajaba veinte horas diarias. Cumplía tareas para cuya realización un gobierno normal habría necesitado una costosa burocracia; era simultáneamente Ministerio de Guerra, del Interior y de Relaciones Exteriores. Era la expresión más legítima de la voluntad del pueblo.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN 3]

El juicio de Trotski

Los anarquistas revelaron su fatal incomprensión de las leyes de la revolución y sus problemas al tratar de limitarse a sus propios sindicatos, encadenados aún por la rutina de tiempos más pacíficos. Ignoraban lo que ocurría más allá de los sindicatos, en las masas, en los partidos políticos y en el aparato gubernamental. Si hubiesen sido verdaderos revolucionarios habrían propuesto ante todo la formación de soviets y consejos en los que estuviesen representados los obreros de la ciudad y el campo, incluso los más pobres, que nunca habían pertenecido a un sindicato. Por supuesto, los obreros revolucionarios habrían ocupado una posición dominante en esos soviets. El proletariado se habría hecho consciente de su fuerza invencible. El aparato del Estado burgués habría quedado suspendido en el aire. Un solo golpe lo habría pulverizado.

En cambio, los anarquistas se refugiaban en sus sindicatos para escapar a las exigencias de la «política». Demostraron ser la quinta rueda en el carro de la democracia burguesa. Pronto perdieron también esa posición, porque nadie necesita una quinta rueda.

Basta esta autojustificación: «No tomamos el poder, no porque no hubiésemos podido, sino porque estamos contra todo tipo de dictaduras.» Un argumento como éste es prueba suficiente para demostrar que el anarquismo es una doctrina contrarrevolucionaria. Quien renuncia a la conquista del poder se lo da a quienes siempre lo han tenido, es decir, a los explotadores. La esencia de una revolución consiste y siempre ha consistido en instalar a una nueva clase en el poder y permitirle así realizar su programa. Es imposible instigar a las masas a la insurrección sin prepararlas para la conquista del poder. Después de la conquista del poder nadie habría podido impedir a los anarquistas que hicieran lo que consideraban necesario; pero sus propios dirigentes ya no creían que su programa fuera realizable.

[LEÓN TROTSKI]

Un hombre que no calentaba el asiento

Durruti se dio cuenta enseguida que el Comité Central era un órgano burocrático. Se discutía, se negociaba, se decidía, se levantaban actas, había trabajo burocrático. Pero Durruti no era capaz de permanecer mucho tiempo sentado. Fuera se combatía. No lo soportó mucho tiempo. Organizó pues una división propia, la columna Durruti, y marchó con ella al frente de Aragón. Yo estaba presente cuando ellos salieron desfilando por las calles de Barcelona. Fue algo realmente impresionante: un barullo de uniformes, voluntarios de todas partes del mundo, ropas multicolores y heterogéneas. Casi tenían algo de hippies, pero eran hippies con granadas de mano y ametralladoras, e iban decididos a luchar hasta la muerte.

[JAUME MIRAVITLLES I]

La campaña militar

La primera columna

La primera tarea del Comité de Milicias consistió en poner en pie de guerra tropas armadas para combatir en el frente de Aragón. Cuatro días después de ser sofocada la rebelión de los militares en Barcelona, se reunieron tres mil voluntarios en el Paseo de Gracia y en la Diagonal. Marcharon hacia Aragón bajo la dirección de Durruti y Pérez Farrás (un oficial de los Mozos de Escuadra adicto al gobierno). La legendaria columna de Durruti fue creciendo en el camino. La prensa anarquista siguió de cerca el avance de su héroe con grandes titulares.

Es difícil calcular exactamente el número de milicias movilizadas. Los anarquistas mismos se contradicen sobre el particular. Rudolf Rocker habla de 20.000 milicias obreras, de las cuales 13.000 pertenecían a la CNT-FAI, 2.000 al sindicato socialista UGT y 3.000 a los partidos del Frente Popular; la columna de Durruti, con sus 8.000 hombres, no figuraba siquiera.

Abad de Santillán indica que pocos días después de la partida de Durruti se habían presentado un total de 150.000 voluntarios en Barcelona, los cuales se habrían incorporado a las columnas de los diferentes partidos y organizaciones sindicales.

[JOHN STEPHEN BRADEMAS]

En los periódicos de aquellos días se decía: «El Comité de Milicias Antifascistas ha decidido enviar a Zaragoza brigadas obreras armadas para atacar a los militares rebeldes. El Comité planeaba enviar 6.000 voluntarios, pero el entusiasmo fue tan grande que en la plaza de Cataluña se presentaron no menos de 10.000 voluntarios dispuestos a marchar sobre Zaragoza.»

En cambio, Abad de Santillán declara: «A pesar del entusiasmo general, la columna Durruti-Pérez Farrás no alcanzó, ni siquiera aproximadamente, el número previsto. No se comprendió desde el principio la gravedad de la situación. En lugar de consagrar todas las fuerzas disponibles para la guerra (hombres, armas, trabajo y preparación), se creía en general que la primera columna que marchaba hacia Zaragoza no encontraría ningún obstáculo a su paso y sería antes bien demasiado fuerte que demasiado débil. Al partir comprendía 3.000 milicianos.»

[JOSÉ PEIRATS 2]

Mucho antes de la hora señalada para la partida, concurrieron a la avenida 14 de Abril (la Diagonal) de Barcelona, unos 2.000 hombres, entre ellos artilleros, que traían cañones de diversos calibres; otros llevaban armas automáticas; los telefonistas traían toda clase de material de telecomunicaciones; pero la mayoría eran obreros, armados únicamente con fusiles. La columna se puso en marcha el 24 de julio por la tarde.

[RICARDO SANZ 4]

Cuando partieron hacia Aragón, yo también quise ir, y me subí a un camión. Coches con altavoces recorrían Barcelona exhortando a la población a contribuir con alimentos, porque las milicias habían partido sin un pedazo de pan. Fue extraordinario, la gente acudía por todas partes, suspendía su almuerzo y nos traían todo lo que tenían: caldos, carne, verduras, latas de sardinas. En un abrir y cerrar de ojos se llenaron los camiones y seguimos tras las milicias. De lo contrario se habrían muerto de hambre. Quiero decir, hasta los más valientes tienen que comer, ¿no? Así llegué a Aragón, con el «camión de las sardinas», como lo llamaban las milicias. Durruti no sabía nada de esto, pero alguien le habría avisado, porque se bajó de su coche y echó una mirada al camión. Me miró y luego siguió conduciendo; no dijo ni una palabra.

[ÉMILIENNE MORIN]

La marcha hacia Zaragoza

La conquista de Zaragoza obsesionaba a Durruti. La caída de la capital de Aragón en poder de los fascistas representaba un terrible golpe para la CNT, para la revolución y para el éxito de la Guerra Civil. Zaragoza había sido el centro de gravedad del anarquismo aragonés; ya la rebelión de los anarquistas en diciembre de 1933 había demostrado las potencialidades que poseía esta ciudad. Además, Zaragoza era para los anarquistas la vía de comunicación natural entre sus bases en Cataluña y sus posiciones estratégicas en el País Vasco, en Vizcaya y Asturias.

Dos meses y medio antes de la revolución se había celebrado el Congreso Nacional de la CNT en Zaragoza. Había sido una manifestación de fuerza sin precedentes en la historia del movimiento obrero español. Decenas de miles de obreros, mujeres y hombres de toda España habían acudido al acto de clausura celebrado en la plaza de toros. Habían venido en trenes especiales repletos, cubiertos de carteles, donde flameaba la bandera rojinegra de los anarquistas. Durante aquellos días Zaragoza había estado totalmente en manos de la CNT y la FAI, Y el enemigo había sacado sus conclusiones al ver esta manifestación.

En los planes estratégicos de los fascistas se había asignado un papel muy especial a Zaragoza. La contrarrevolución había concentrado allí todas sus fuerzas: una nutrida guarnición del ejército regular, y los cuadros de los requetés de Navarra, un fanático grupo de voluntarios cuyos antepasados ya habían luchado a favor de la reacción en las guerras civiles del siglo pasado. Además, había sido de una importancia decisiva para la ciudad el papel desempeñado por el gobernador civil, un típico pusilánime de la segunda República, Y el general en jefe de la guarnición, el viejo Cabanellas, un anciano taimado que siempre blasonó de republicano y masón, hasta que se pasó a Franco. En recompensa, fue nombrado presidente de la Junta de Burgos.

La columna Durruti avanzaba a marchas forzadas hacia Zaragoza, con la esperanza de salvar del aniquilamiento a los anarquistas de la ciudad. Se creía que aún proseguía allí una lucha a muerte; en realidad los fascistas habían sofocado toda resistencia. Cuando Durruti llegó a la explanada de Zaragoza, la ciudad era un cementerio armado con ametralladoras y cañones.

[JOSÉ PEIRATS 1]

Después de atravesar Lérida, Durruti llegó con sus hombres a Bujaraloz, un lugar situado a sólo cuarenta kilómetros de Zaragoza. Allí estableció su puesto de mando, en la casa de un peón caminero, a campo abierto, a la vista del enemigo. El terreno ocupado, que por el flanco izquierdo llegaba hasta el Ebro, fue rápida y completamente limpiado de enemigos rezagados. Los puestos avanzados de Durruti estaban a unos veinte kilómetros de Zaragoza, a la vista de la ciudad.

Es lamentable que Durruti no fuera apoyado por las fuerzas revolucionarias de Zaragoza. Sin embargo, los sitiados estaban mal armados, y se limitaron en consecuencia a esperar el levantamiento del sitio. Los golpistas controlaban completamente la ciudad, y pudieron organizar con toda calma la defensa.

Si Durruti hubiese tomado Zaragoza, la guerra habría concluido pronto a favor de los republicanos. La guarnición de allí era muy importante; disponía de considerables reservas de hombres y material. Su caída habría abierto a Durruti el camino de acceso a Logroño y Vitoria, hasta Bilbao, en la costa atlántica. Ni siquiera Teruel habría resistido veinticuatro horas después de la caída de Zaragoza.

Fue sin duda por culpa de la negligencia y el sabotaje en el frente de Aragón por lo que perdimos la guerra. Desde el principio les fue imposible dirigir una ofensiva, tanto a Durruti como a los jefes de las otras columnas de Aragón. No disponían de reservas, y escaseaban las armas y municiones.

Durruti tenía algunos espías que se infiltraron en Zaragoza a través de las líneas enemigas. Éstos informaron que la ciudad estaba casi por completo desguarnecida y se la podía conquistar con un número relativamente reducido de fuerzas. El estado mayor central fue informado repetidas veces sobre este estado de cosas, a pesar de lo cual se negó a emprender el ataque, a dar las instrucciones necesarias y a preparar los medios para una ofensiva. Los capitanes del frente de Aragón nunca comprendieron la conducta del estado mayor.

[RICARDO SANZ 3]

Diario de un cura de aldea

Al estallar la Guerra Civil, yo era vicario de Aguinaliu, en la provincia de Huesca. Desde que se proclamó la República, me di cuenta de que mucha gente no quería a la Iglesia. Nos llamaban cuervos. Después del famoso discurso de Companys, que escuché por la radio, tuve la impresión de que pronto se desataría una persecución contra los sacerdotes. Y aunque la gente del pueblo era amistosa, llegó el día en que tuve que huir. Fue el 27 de julio. Vi pararse en el mercado un coche lleno de jóvenes armados. De inmediato subí a mi moto y desaparecí en las montañas.

Fue una buena idea, porque los milicianos llegaron a los pueblos y detuvieron a los curas párrocos. Muchos de ellos fueron fusilados sin juicio previo o arrojados al río. La culpa era de los comités locales; ellos entregaban la lista negra a las milicias y éstas ejecutaban a la gente según esa lista.

Una vez pasé por un control caminero ante el pueblo de Barbastro y allí me detuvieron. Me jugué el todo por el todo, y dije que era chófer del Ejército Popular. Fue cuestión de ponerse a gritar más fuerte que ellos. Así conseguí incluso un pase de conductor. Después puse pies en polvorosa lo antes posible. Ahora no sólo era un cura fugitivo, sino también un desertor...

Antes de llegar a Candasnos pasé por toda clase de aventuras. Candasnos es mi lugar de nacimiento. Me deslicé a casa de mi familia. Por suerte, el presidente del comité del pueblo era una buena persona. Pero no era todopoderoso, y no pudo imponerse a las tropas armadas. Alguien me había denunciado, así que fui detenido. Mi amigo pudo impedir que fuera fusilado en el acto, y consiguió que se me procesara. Timoteo, que así se llamaba, me sacó al balcón del ayuntamiento, ante el cual se había congregado todo el pueblo, y preguntó a la gente qué se debía hacer conmigo. Hubo un gran clamor. Los habitantes del pueblo, muchos de los cuales pertenecían a organizaciones de izquierda, dijeron que no se me matara. Así fue el juicio.

Pero todavía no tenía ninguna seguridad, porque los forasteros del pueblo, que estaban armados, no se resignaron a que yo anduviera en libertad. Entonces Timoteo decidió hablar con Durruti en Bujaraloz. La sección estaba a su mando.

Durruti le dijo:

-Oye, si quieres ponerlo a salvo, no hay más solución que traerlo a mi columna.

Era a mediados de agosto. Viajamos a Bujaraloz y me presentaron a Durruti. Él me preguntó:

-¿Qué prefieres? ¿Irte a casa o quedarte en la columna?

-¿Puedo elegir?

-Claro. Pero te seré sincero: si te marchas, tarde o temprano te matará alguno de esos grupos de incontrolados. No siempre tendrás tanta suerte. Si te quedas estarás seguro por lo menos, eso te lo garantizo.

Por supuesto, decidí incorporarme a la columna. Durruti me dijo que necesitaba un escribiente. Enseguida me llevó a la oficina, donde ya estaba sentada una chica pelirroja. «Ella te ayudará. Pero no le levantes las faldas, ¿eh?», dijo. Desde entonces tuve a mi cargo la lista de las tropas de la columna y registré a los nuevos voluntarios que se presentaban. Claro, pronto me reconocieron algunos, pero nadie se atrevió a decirme nada porque enseguida se había corrido la voz de que yo estaba bajo la protección de Durruti.

[JESÚS ARNAL PENA l]

Una guerra sin generales

Cuando volví a encontrar a Durruti, en 1936, él se había convertido en un hombre influyente. No era un gran dirigente político, porque le faltaba el necesario horizonte intelectual. Era un buen agitador, cuando se presentaba en público, pero no era un orador de envergadura. Tenía un buen sentido común y la capacidad de apreciar el verdadero valor de los demás. Era también relativamente modesto. Su poder se basaba en la fascinación que ejercía sobre la fuerza imaginativa de las masas, sobre todo en España. La fantasía meridional crea sus propios mitos, como usted sabe. Sus capacidades militares eran limitadas, no era un general. No tenía una concepción correcta de la estrategia. Como jefe militar demostró valor y prudencia, además de un asombroso sentido de la proporción. No era de esos que ordenaban fusilar a ciegas a fascistas o supuestos fascistas. Porque sabía muy bien que en tales circunstancias confusas se difunden las peores calumnias. Me acuerdo, por ejemplo, que salvó de la ejecución a un compañero extranjero que había protestado contra ciertos abusos. Tampoco aceptaba a todos los que se presentaban como voluntarios. Yo estaba presente cuando le dijo a anarquistas probados: «Cualquier bruto sabe pelear, tú te vuelves a tu pueblo, a tu fábrica. Hay pocos organizadores capaces, deben ir a donde más se los necesita; aquí en el frente podemos pasar sin ti.»

[GASTON LEVAL]

Él no era un general, ninguno de nosotros lo era. Teníamos una idea bastante exacta sobre la guerrilla urbana, en Barcelona y otras partes, en la calle, en medio de una población que conocíamos, donde sabíamos, allí hay un escondite, allá en la esquina el repartidor de periódicos es un compañero, enfrente está la comisaría de policía, los depósitos de armas, los almacenes del puerto, conocíamos bien el terreno. Pero en el campo, a tantos metros de altura, las trincheras, los mapas militares, de esto no sabíamos mucho, no era nuestro fuerte, y, además, ¿para qué? Antes del golpe de los militares no necesitábamos nada de esto. No, no fuimos grandes estrategas, Durruti tampoco.

[RICARDO SANZ]

Mi acompañante, que no es precisamente un amigo de los anarquistas, visitó la columna Durruti y regresó completamente asqueado. Es indiscutible que la columna Durruti avanzó más que las otras columnas hacia Zaragoza, exponiendo la vida de sus hombres y la propia, confiado en las ilimitadas reservas que el proletariado de Barcelona ponía a su disposición. Por último, el estado mayor al mando del coronel Villalba le ordenó poner fin a ese derroche de vidas humanas, y después de muchas idas y venidas logró refrenarlo.

Hasta aquí el informe de mi amigo, simpatizante de los socialistas. No puedo evitar tener ciertas dudas con respecto a sus conclusiones. Según yo mismo pude observar en el frente, las demás columnas no demostraban ningún deseo extraordinario de arriesgar el pellejo; no habían sufrido pérdidas, prácticamente. Así nunca lograrían los catalanes conquistar Zaragoza. Es posible que Durruti haya caído en el extremo opuesto; en ese caso habría sido necesario encontrar un término medio entre el sacrificio desatinado y la vacilante irresolución. Con respecto a la situación del frente de Aragón en su conjunto, el fanático avance de la columna Durruti sería en todo caso un factor favorable, si se lo sabía utilizar correctamente desde el punto de vista militar.

Después de ver el frente, no dejo de asombrarme ante la falta de sentido de la realidad que evidencian los cálculos de los grupos políticos. Todos cuentan con la caída inminente de Zaragoza. En realidad eso es imposible. Por eso considero injusto que la gente del POUM acuse subrepticiamente al gobierno de sabotear con intenciones traicioneras las operaciones militares. En realidad sería lógico que el gobierno pensara con horror en lo que harían los anarquistas después de la famosa conquista de Zaragoza. Sin embargo, es evidente que ello no ocurrirá. Y esto no se debe a la traición del gobierno, sino puramente al desorden y la incapacidad que existe en todos los planos. Para superar la manifiesta debilidad de las milicias, se requieren heroicos esfuerzos por parte de un núcleo extraordinario de oficiales y políticos.

[FRANZ BORKENAU]

El ángel vengador

Los habitantes de los distintos pueblos y pequeñas ciudades que hemos atravesado, vigilan con mucho afecto las tierras que poseen, pero no han enviado ni un hombre al frente. Las milicias son reclutadas en Barcelona en su mayoría.

En Cervera, la vieja y ruinosa ciudad de provincia, hubo antes un seminario. Le pregunté qué había sido de él a uno de los guardias del lugar, un joven de buen aspecto, que no tendría más de dieciséis años, y me respondió con una sonrisa entusiasta: "¡Ah!, pues hemos acabado con ellos, ¡ya lo creo!". Han sido quemadas todas las iglesias sin excepción; sólo quedan los muros. Los incendios se han realizado por indicación de la CNT o de las columnas de milicias que han pasado por allí. En la región ha habido pocos combates auténticos entre los partidarios de Franco y los de la Generalitat.

Hay pocos signos visibles del combate a medida que nos aproximamos al frente. La carretera está en perfecto estado. Hay menos tráfico que en tiempo de paz. Algunos camiones con provisiones, muy pocos con municiones, pasan a nuestro lado en dirección al frente, otros vuelven vacíos. No hemos visto ni una ambulancia.

Como todas las carreteras importantes para la sección sur del frente de Zaragoza convergen en Lérida, pensé que habría mucho movimiento en la ciudad. Pero tampoco allí había actividad. Habría unos treinta o cuarenta camiones y coches estacionados en la plaza, y se veían milicianos por las calles de la ciudad. En total serían, a lo sumo, unos centenares. En el despacho del gobernador de la provincia hay una aglomeración de gente. Los soldados hablan emocionados y entusiasmados de Buenaventura Durruti, el jefe anarquista, y de su columna; él y sus hombres son los héroes populares de la guerra en Cataluña, en detrimento de las demás columnas catalanas. Durruti tiene la fama de ser el ángel vengador de los pobres. Se sabe que su columna fusila a los fascistas, los curas y los ricos de los pueblos con menos miramientos que ninguna otra columna. Los milicianos de Cataluña celebran su avance hacia Zaragoza, que sigue adelante sin reparar en sus propias víctimas y pérdidas. Algunos de los guardias del palacio gubernamental han peleado al lado de Durruti. Con una sonrisa ingenua, exenta de sadismo, más bien con la íntima satisfacción de un niño que cuenta una travesura, me muestran sus balas dum-dum, confeccionadas con proyectiles normales. Uno de ellos me explica: «¡Para los presos!», y con ello quiere decir que a cada prisionero le espera una bala de ésas. Así es la Guerra Civil en España. Supongo que en el sector de Franco será igual. En ambos sectores los corresponsales extranjeros neutrales deben silenciar muchas cosas, de lo contrario correrían graves riesgos.

[FRANZ BORKENAU]

-Vosotros en Rusia tenéis un Estado como cualquier otro, pero nosotros queremos la libertad -me dijo un centinela vestido con una camisa rojinegra al controlar mi pase-. Vamos a implantar el comunismo libertario.

«¡El comunismo libertario!» Todavía oigo sonar esas palabras en mis oídos. ¡Cuántas veces las he escuchado!, como desafío o como juramento.

A veces, para explicar el inconcebible comportamiento de los anarquistas, se indicó que sus columnas estaban llenas de bandidos. Es indudable que en las filas anarquistas se infiltraron ladrones y delincuentes comunes; el partido que está en el poder no sólo atrae a los mejores elementos, sino también a la chusma. En aquella época, cualquiera podía hacerse pasar por anarquista. En septiembre de 1936, mientras estaba en Valencia, llegó allí, procedente del frente de Teruel, una centuria de la «columna de hierro» anarquista. Los anarquistas dijeron que su comandante había caído en el combate y no sabían qué hacer. En Valencia encontraron ocupación. Quemaron los archivos judiciales y trataron de invadir la cárcel para liberar a los criminales; posiblemente había algunos de sus compinches allí.

A pesar de todo, los criminales no eran un factor importante. En el otoño de 1936 la CNT agrupaba en sus filas a las tres cuartas partes de los obreros de Cataluña. Los dirigentes de la CNT y la FAI eran trabajadores, hombres sinceros en su mayoría. Lo malo es que aunque fustigaban el dogmatismo, ellos mismos eran los típicos dogmáticos. Trataban de constreñir la vida a sus teorías.

Los más inteligentes comprendían las discrepancias que existían entre las bonitas palabras de los folletos y la cruda realidad. De repente, bajo una lluvia de bombas y de balas, tenían que cambiar lo que ayer había sido una verdad inalterable para ellos.

[ILYA EHRENBURG]

Durante los primeros días de la revolución fueron quemadas todas las iglesias de Lérida. El día en que la columna Durruti pasó por la ciudad en dirección al frente de Aragón, los milicianos prendieron fuego a la catedral, después de tratar de cobardes a sus compañeros de Lérida, que no se atrevían a destruir el templo. La catedral ardió durante dos días.

[ANÓNIMO l]

«El cura rojo», «el secretario de Durruti», esos rumores me persiguen hoy todavía, aunque no son ciertos. y o nunca estuve a favor del anarquismo, y Durruti nunca tuvo un secretario. Yo era sólo un escribiente en el despacho de la columna. Pero tengo que reconocer que Durruti era un hombre justo, y si alguien dice que fue un asesino y un ladrón, es un calumniador, y yo defenderé a mi amigo contra tales mentiras.

Por ejemplo, se dice que él y su columna incendiaron la catedral de Lérida. Pero ¿cuándo ardió la catedral? Fue el 25 de agosto, y la columna Durruti pasó por Lérida en marcha hacia el frente el 24 de julio, y le aseguro que no se iban a volver, un mes más tarde, para quemar una iglesia. Lo que ocurrió en realidad fue que una centuria de ultrarradicales, en su camino desde Barcelona hacia el frente, pasaron por Lérida, y no se les ocurrió nada mejor que quemar la casa de Dios. Cuando llegaron al cuartel general, ya nos habían llegado las noticias de su hazaña. Durruti, que era muy sagaz cuando quería, los hizo formar y exclamó: «Los valientes que han actuado en Lérida, que den un paso al frente.» Desde luego los culpables fueron castigados con el máximo rigor.

[JESÚS ARNAL PENA l]

Tres periodistas

A fines de agosto y principios de septiembre fui con Carmen y Makasseev al puesto de mando de Durruti. En aquel tiempo tenía la esperanza de conquistar Zaragoza. El puesto de mando se encontraba a orillas del Ebro. Yo les había dicho a mis acompañantes que Durruti era un conocido mío; esperaban por lo tanto una cordial recepción. Pero Durruti sacó un revólver del bolsillo y dijo que yo había calumniado a los anarquistas en mi ensayo sobre la rebelión asturiana, Y agregó que me mataría en el acto. Durruti no solía hablar por hablar.

«Haz lo que quieras», le contesté, «pero creo que interpretas de un modo muy especial las reglas de la hospitalidad.» Durruti era anarquista, y además colérico, pero era español también. Mi respuesta lo dejó perplejo: «Está bien. Aquí eres mi huésped. Pero me lo pagarás por tu ensayo. ¡Aquí no, en Barcelona!» Como no podía matarme por respeto a las reglas de la hospitalidad, empezó a increparme duramente. Gritó que la Unión Soviética no era una comuna libre, sino un Estado como todos los otros, un Estado lleno de burócratas, y que no era casual que a él lo hubiesen proscrito en Moscú.

Carmen y Makasseev sintieron que algo andaba mal, la súbita aparición del revólver no necesitaba traducción. Una hora más tarde les dije: «Todo marcha bien. Nos invita a cenar.»

Había varios milicianos sentados a la mesa, algunos vestidos con camisas rojinegras, otros con uniformes de entrenamiento, todos armados con potentes revólveres. Estaban allí sentados y comían, bebían vino y reían. Ninguno se fijó en nosotros ni en Durruti. Uno de los hombres nos alcanzó la comida y la jarra de vino. Al lado del plato de Durruti colocó una botella de agua mineral. Yo dije en broma: «Tú siempre hablas de igualdad absoluta. Pero aquí todos toman vino, sólo tú tomas agua mineral.» No preví el efecto que le causarían mis palabras a Durruti. Se levantó de golpe y gritó: «Llévense la botella. ¡Tráiganme agua de la fuente!» Estuvo largo tiempo tratando de justificarse: «Yo no se la pedí. Saben que el vino no me sienta bien y han descubierto un cajón de agua mineral por allí. Tienes razón, es inadmisible.» Seguimos comiendo en silencio, y él agregó de repente: «Es difícil cambiar todo de una vez. Los principios y la vida no coinciden perfectamente.»

Por la noche visitamos las posiciones. El aire estaba lleno de un ruido atroz, una caravana de camiones pasaba a nuestro lado. «¿Por qué no me preguntas qué significan estos camiones?», dijo Durruti. Le contesté que no me proponía enterarme disimuladamente de sus secretos militares. Se rió. «¿Secretos? ¡Todo el mundo sabe que mañana cruzamos el Ebro! ¡Así es!» Unos minutos más tarde prosiguió: «¿Quieres saber por qué he decidido cruzar el río?» «Tú sabrás», dije. «¡Al fin y al cabo eres el comandante de la columna!» Durruti volvió a reírse: «Esto no tiene nada que ver con la estrategia. Ayer vino corriendo hacia nosotros un muchacho de unos diez años, procedente del sector ocupado por los fascistas. Y nos preguntó: "¿Qué os pasa a vosotros? En mi pueblo la gente está asombrada porque no atacáis. La gente dice: ¡Ahora también Durruti se ha cagado en los calzones!" ¿Entiendes? Cuando un niño habla así, dice lo que piensa el pueblo. Eso significa que tenemos que atacar. La estrategia funciona sola...» Yo miré su alegre rostro y pensé: «¡También tú eres un niño!»

Más tarde visité varias veces a Durruti. Su columna sumaba diez mil hombres. Durruti seguía creyendo en sus ideas, como siempre, pero no era un dogmático, y casi todos los días tenía que hacer alguna concesión a la realidad. Él fue el primer anarquista que comprendió que sin disciplina no se podía dirigir una guerra. «La guerra es una porquería», dijo lleno de amargura. «No sólo derriba casas, sino también los principios más elevados.» Aunque eso no lo reconocía delante de sus hombres.

Un día varios milicianos abandonaron sus puestos de vigilancia. Se los encontró en el pueblo más cercano bebiendo vino tranquilamente. Durruti se enfureció. «¿No comprendéis que arrastráis por el suelo el honor de la columna? Devolved los pases de la CNT.» Los culpables sacaron del bolsillo su carnet sindical, con toda calma. Eso aumentó aún más su rabia: «¡Vosotros no sois anarquistas, sois una basura! Quedáis expulsados de la columna, y os mando de vuelta a casa.» Eso era, posiblemente, lo que querían los muchachos. En lugar de protestar, sólo replicaron: «De acuerdo.» «¿Sabéis a quién pertenece la ropa que lleváis? ¡Sacaos inmediatamente los pantalones! ¡Pertenecen al pueblo!» Los milicianos se quitaron con calma los pantalones. Durruti ordenó que los condujeran en paños menores hasta Barcelona, <<¡para que todos vean que no son anarquistas, sino vulgares basuras!»

[ILYA EHRENBURG 1]

Los anarcosindicalistas disponen en todas partes de oficiales del ejército y de la policía que han permanecido leales a la República. Sin embargo, en una columna que aplica el principio de la «indisciplina organizada» no hay sitio para oficiales, y en consecuencia el grado de los asesores es ignorado. Se los considera meros mecánicos encargados de hacer funcionar la maquinaria militar. Cuando se desarrollan combates ordinarios, estos hombres dan las indicaciones necesarias, y si tienen tiempo, tratan de distribuir correctamente la potencia de fuego, instalar alambradas o tomar otras medidas que sus compañeros de armas desconocen. Cuando las tropas de Franco atacan, los anarquistas no tienen en general más que valor y entusiasmo para hacerles frente. Pero al fin y al cabo la reconquista de un pueblo sin importancia no presenta ventajas estratégicas para los fascistas, y por esa razón los habitantes de Santa María podrán seguir discutiendo en paz sobre el comunismo libertario, y alimentando a las milicias.

Desde luego, cuando se amenaza una posición de verdadera importancia militar, como el tramo Zaragoza-Huesca, se desarrollan duros combates y hay terribles pérdidas de vidas humanas. Es humillante para un corresponsal inglés comprobar cómo el sector republicano, desarmado por el tratado de no intervención, tiene que defenderse con las manos vacías contra la artillería, las ametralladoras, las bombas y los aviones con que contribuye el fascismo internacional.

[JOHN LANGDON-DAVIES]

Bujaraloz, 14 de agosto de 1936 -¿Cómo está la situación aquí? -le pregunté.

Durruti tomó un mapa en sus manos y me mostró la disposición de las unidades.

-Nos detiene la estación ferroviaria de Pina. El pueblo de Pina está en nuestro poder, pero la estación la tienen los otros. Mañana o pasado mañana cruzamos el Ebro, avanzamos hasta la estación y la despejamos. Así tendremos libre el ala derecha y ocuparemos Quinto y Fuentes de Ebro, hasta llegar a los muros de Zaragoza. Belchite se rendirá, situada de repente en nuestra retaguardia. Y usted -señala con la cabeza a Trueba-, ¿todavía está en Huesca?

-Estaríamos dispuestos a dejar Huesca para más adelante y apoyar su ataque por el ala derecha -dijo Trueba con modestia-. Eso sí, siempre y cuando prepare la operación con seriedad.

Durruti se calló. Luego respondió de mala gana:

-¡Si quiere ayudar, ayude, si no, no lo haga! El ataque a Zaragoza es una operación mía, tanto desde el punto de vista militar como político y político-militar. Yo soy responsable de eso. ¿Cree que repartiríamos Zaragoza con usted si nos diera mil hombres? En Zaragoza reinará el comunismo libertario, o si no el fascismo. Quédese con toda España, pero ¡déjeme Zaragoza!

Pronto se calmó y siguió hablando con nosotros sin hostilidad. Reconoció que no habíamos ido a verle con malas intenciones, pero que él respondería a la rudeza con más rudeza aún. (Nadie se atrevió a discutir con él, a pesar de la igualdad.) Pidió con mucho interés informes detallados sobre la situación internacional, la posibilidad de obtener ayuda para España, y sobre asuntos estratégicos y tácticos. Me preguntó cómo habíamos actuado políticamente durante la guerra civil rusa. Después nos dijo que la columna estaba bien armada y tenía mucha munición. Sólo había dificultades con la dirección. El «técnico» cumpliría sólo una función de consejero, la decisión la tomaría él mismo. Según él, daba casi veinte discursos diarios, yeso le agotaba. Con la instrucción iba muy despacio, porque a los soldados no les gustaba el adiestramiento, aunque eran totalmente inexpertos y sólo habían luchado en las calles de Barcelona. Las deserciones eran bastante frecuentes. La unidad tenía mil doscientos hombres entonces.

De pronto nos preguntó si habíamos almorzado, y nos invitó a esperar a que trajeran las marmitas. No aceptamos, no queríamos quitarle una ración a los soldados. Durruti le dio un vale de víveres a Marina.

Al despedirme le dije con toda franqueza:

-Hasta la vista, Durruti. Vendré a verle a Zaragoza. Si no cae aquí o en Barcelona luchando contra los comunistas, puede ser que se haga bolchevique en unos seis años.

Él sonrió, me volvió sus anchas espaldas y habló con alguien que estaba allí casualmente.

[MIJAíL KOLTSOV]

Notas de una voluntaria

Domingo 16 de agosto: Durruti en Pina.

(Guardia Civil-Guardia de Asalto-campesinos.) Sevillano. Discurso de Durruti a los campesinos: Soy un trabajador, como vosotros. Cuando todo haya terminado, volveré a trabajar a la fábrica.

Durruti en Osera.

Orden: No pedir comida a los campesinos, ni dormir en sus casas. Obedecer a los «técnicos militares». Discusión violenta.

Organización: Delegados elegidos. Incompetencia. Falta de autoridad. No logran imponer a la tropa la autoridad de los técnicos militares. Un campesino se queja ante un compañero de Orán (Marquet) que los centinelas se duermen por la noche.

Regreso al cuartel general.

Compañero escapado de Zaragoza. Allí tenía un negocio de expedición. Originario de Sevilla. Uno que no quiere separarse de su amigo; otro que quiere devolver sus armas.

Trescientos hombres sin armas, de Lérida, son enviados al frente. Cinco cañones prestados a la columna de Huesca (es decir, enviados desde Lérida, con el consentimiento de Durruti). García Oliver viaja en avión a Valencia. Oficial desaparecido. Coordinación de telefonistas y telegrafistas.

Refuerzos anunciados: 2.000 hombres armados, escuadrón de caballería, dos baterías de 15 centímetros, 2 tanques de montaña.

Conversación telefónica Durruti-Santillán. La toma de Quinto costaría 1.200 hombres sin artillería. Con cañones, la columna podría llegar hasta las puertas de Zaragoza.

Muy enérgico: ¿Por qué no bombardean Zaragoza?

(Un viejo: «Sí, señor.»)

Lunes 17 de agosto

El cuartel general es trasladado a una casa de campo, frente a un gran campo de cereal (¡rara mudanza!). Por la mañana, en coche a Pina. El pequeño conductor va con su novia al lado, se besan durante todo el viaje. Encuentro a nuestro grupo alojado en la escuela. Fabuloso (libros de lectura patrióticos...).

(También el hospital está en la escuela.) Volvemos a comer con los campesinos del número 18. Me dan un fusil: una hermosa carabina corta. Por la tarde, bombardeos por ahí. Le grito a Boris: «Todavía no he oído ni un disparo.» (Es cierto, aparte de los ejercicios de tiro.) En ese mismo momento estalla algo. Terrible explosión. «Son bombarderos.» Tomamos los fusiles. Orden: todos al maizal. Nos ponemos a cubierto. Me tiro al barro y disparo hacia arriba. Después de unos minutos todos se levantan. Los aviones vuelan muy alto, inalcanzables. La mitad de los españoles siguen dando salvas, uno dispara horizontal hacia el río (¿tiros de revólver también?). Encontramos una bomba. Minúscula. Hoyo de medio metro de diámetro. No he sentido ninguna emoción.

Todavía hay campesinos desocupados en la plaza, pero menos que antes. Louis Berthomieux (delegado): «Adelante, cruzamos el río.» Se trata de quemar tres cadáveres enemigos. Cruzamos con una barca, después de un cuarto de hora de discusión. Búsqueda. Por fin un cadáver, azul, roído, horroroso. Lo quemamos. Los otros siguen buscando. Descanso. Propuesta de formar un grupo de choque. La mayor parte vuelve a la otra orilla. Después se decide (?) dejar el grupo de choque para mañana. Regresamos a la orilla del río, casi sin protección. Casa de campo aislada. Pascual (del comité de guerra): «¿Vamos a buscar melones?» (muy serio). Seguimos por la maleza. Calor, un poco de angustia. Me parece estúpido. De pronto comprendo que va en serio, es un ataque (contra la casa). Esta vez estoy muy excitada (no sé cuál es el objetivo, pero sé que los prisioneros son fusilados). Nos dividimos en dos grupos. El delegado, Ridel y los tres alemanes avanzan cuerpo a tierra hacia la casa. Nosotros en las trincheras (después el delegado nos reprende: también nosotros debíamos haber avanzado hasta la casa). Esperamos. Escuchamos voces... Tensión agotadora. Vemos regresar a los camaradas, sin protegerse, nos unimos a ellos, y cruzamos el río con toda calma. Nuestra falsa maniobra podría haberles costado la vida a los otros. Pascual es el responsable. (Carpentier y Giral con nosotros.)

Dormimos en la paja (dos botas en un rincón, buena protección). El enfermero quiere apagar la luz, lo regañan.

Fue en esa expedición cuando tuve miedo por primera y única vez durante toda mi permanencia en Pina.

Martes 18 de agosto

Varias propuestas para cruzar el río. Cerca de mediodía se decide arriesgar el paso en medio de la noche, sólo nuestro «grupo», y mantener unos días la posición en la orilla hasta la llegada de la columna Sastano. El día pasa en medio de preparativos. El problema más agobiante: las ametralladoras. El comité de guerra de Pina se niega a dárnoslas. Después de muchas vueltas logramos conseguir una por lo menos, gracias a la ayuda del coronel italiano que dirige la Banda Negra. Al final dos incluso. No las probamos.

En realidad fue el coronel quien tuvo la idea, pero por último el comité de guerra aprueba nuestra tropa de choque.

Es voluntario, por supuesto. La tarde anterior, a las 18 horas, Berthomieux nos reunió para pedirnos nuestra opinión.

Silencio. Insiste en que digamos lo que pensamos. Otro silencio. Por fin Ridel: «Bueno, qué, todos están de acuerdo.» Eso es todo.

Nos acostamos. El enfermero quiere apagar de nuevo las luces... Duermo con la ropa puesta, no pego ojo. Nos levantamos a las dos y media de la madrugada. Mi mochila ya está lista. Susto por las gafas. Distribución de la carga (para mí el mapa y la batería de cocina). Órdenes.

Marcha en silencio. Un poco emocionada, sin embargo. Cruzamos en dos viajes. Louis se enfada con nosotros, grita (si los otros estuvieran allí...). Desembarcamos. Esperamos. Amanece. El alemán cocina la sopa para nosotros. Louis descubre una choza, hace llevar las cosas allí, me pone de centinela. Me quedo y cuido la sopa. Se colocan centinelas por todas partes. Se arregla la choza, la cocina de campaña, se atrincheran las ventanas para que no nos vean.

Entretanto los otros van a la casa. Allí encuentran a una familia. Un hijo de diecisiete años (¡guapo!). Informaciones: ya nos habían visto, durante la patrulla. La orilla está vigilada desde entonces. Se retiran los guardias al desembarcar nosotros. Ciento doce hombres. El teniente ha jurado atraparnos. Volverán. Yo traduzco estos informes para el alemán. Preguntan: «¿Qué, volvemos a cruzar el río?» «No, nos quedamos, por supuesto.» (¿Quizá sea mejor telefonear a Durruti desde Pina?)

Orden: regresamos todos, con la familia de campesinos. (Entretanto el alemán que hace de cocinero reniega porque no hay sal, aceite ni verduras.) Berthomieux, furioso (es peligroso avanzar otra vez hacia la casa), reúne a todo el pelotón de choque. A mí me dice: «¡Tú, vete a la cocina!» No me atrevo a protestar. Además, la operación no acaba de convencerme... Los veo partir llena de angustia... (además en realidad yo no corro menos riesgo que ellos).

Tomamos los fusiles y esperamos. Enseguida el alemán propone ir a la pequeña trinchera que está bajo el árbol, donde están apostados Ridel y Carpentier (ambos participan de nuevo en la expedición, desde luego). Nos tendemos a la sombra, con los fusiles (sin cargar). Volvemos a esperar. De cuando en cuando un suspiro del alemán. Tiene miedo, evidentemente.

Yo no. ¡Con qué intensidad existe todo a mi alrededor! Guerra sin prisioneros. Al que cae en poder de los otros lo fusilan.

Los camaradas vuelven. Un campesino, su hijo y el joven... Fontana los saluda con el puño en alto mirando a los jóvenes. Éstos devuelven el saludo, el hijo lo hace por obligación, es evidente. Crueles coerciones... El campesino regresa otra vez, para buscar a sus parientes. Volvemos a sentarnos. Un avión de reconocimiento. Ponerse a cubierto. Louis grita a voz de cuello contra las imprudencias. Me acuesto de espaldas, contemplo las hojas, el cielo azul. Un día muy hermoso. Si me pescan me matarán... No lo hacen porque sí, los nuestros han vertido mucha sangre. Yo soy su cómplice, al menos moralmente. Calma absoluta. Nos levantamos, entonces empieza de nuevo. Me oculto en la choza. Bombardeo. Salgo corriendo de la choza hacia la ametralladora. Louis dice: «¡No hay que tener miedo!» (!) Me manda con el alemán a la cocina, con el fusil al hombro. Esperamos.

Al fin viene el campesino con su familia (tres hijas y un hijo de ocho años), todos atemorizados (violentos bombardeos). También nos temen a nosotros, sólo lentamente comienzan a confiar un poco en nosotros. Preocupados por el ganado que han dejado en la granja (acabamos por enviarles los animales a Pina). Es evidente que no están políticamente a nuestro favor.

[SIMONE WEIL]

Faits divers

Una vez trajeron a un hombre que luego ocupó un puesto bastante alto en Zaragoza. Prefiero no dar su nombre. Lo iban a fusilar. Durruti hizo venir a sus guardianes y les preguntó: «¿Cómo se ha comportado este hombre en su finca? ¿Cómo ha tratado a los labradores?» La respuesta fue: «Bastante bien.» «¿Qué queréis entonces? ¿Que lo matemos sólo porque una vez fue rico? Eso es una estupidez.» Me lo confió a mí y me dijo:

"Tú te ocupas de que trabaje como maestro en el pueblo, y que lo haga bien."

[JESÚS ARNAL PENA l]

Una tarde de agosto apareció en el cuartel general de Durruti en la calle Lérida con Zaragoza, un grupo de artistas de Barcelona. Querían ofrecer un recital de canto a los milicianos. También estaban entre ellas la mujer de Durruti, Émilienne. Durruti mandó a las chicas de vuelta a Barcelona. A su mujer le dijo: «Tenemos mucho que hacer aquí. Dejadnos ganar la guerra primero. Cuando también los otros puedan traer a sus mujeres, puedes volver. Ahora no.»

[RAMÓN GARCíA LÓPEZ]

Durante el sitio de Huesca, Durruti hizo un vuelo de reconocimiento sobre la ciudad con un pequeño aparato Breguet. Era un día de fiesta, la gente salía de la iglesia en esos momentos. El piloto del aeroplano, teniente Erguido, llamado el Diablo Rojo, le preguntó si podía tirar algunas granadas de mano. Durruti se negó a bombardear a la población civil.

[JESÚS ARNAL PENA 3]

En agosto pasó por el cuartel de Durruti un coche de la Intendencia y descargó una bordalesa de vino. Durruti estaba en el patio, vio la bordalesa y dijo: «Si no tenéis vino para el frente, tampoco beberá el cuartel general.» Sacó su pistola y destrozó a tiros la bordalesa, y todo el vino se derramó sobre el empedrado.

[RAMÓN GARCíA LÓPEZ]

Otro problema para la columna eran las prostitutas de Barcelona, que habían seguido a los anarcosindicalistas al frente de Aragón. Pronto las enfermedades venéreas causaron más pérdidas que las balas. Al final Durruti se ocupó de instalar en Bujaraloz una enfermería para el tratamiento de esos casos. Él se encargó de todo. Me acuerdo todavía que nos ordenó darles un tubo de Blenocol a los milicianos que marchaban con licencia a Barcelona.

Por último me dijo:

-Este espectáculo con esas mujeres que andan rondando por la columna debe acabar de una vez por todas.

-Y bien jefe, excelente idea, pero ¿qué hacemos?

-Ponte en contacto con el parque móvil y pide que envíen todos los coches que consideres necesarios. Que recorran todas las centurias y recojan a las mujeres. Pero ¡que no quede ninguna! Después viajas con la caravana de coches a Sariñena. Allí las cargáis en un vagón precintado y las mandáis para Barcelona.

-Ah, muy bien pensado. Y para esta clase de trabajitos no podías encontrar a otra persona más que a Jesús. ¿Querrás también que les vaya predicando el sexto mandamiento por el camino?

-No, sólo quiero una cosa: que me saques este problema de encima.

Era una orden y tuve que cumplirla.

Mi éxito no duró mucho, ya que al poco tiempo volvieron a aparecer mujeres dudosas en las centurias. Quizás eran las mismas que yo había despachado a Barcelona.

[JESÚS ARNAL PENA l]

El reverso de la medalla

En Aragón, un pequeño grupo internacional de 22 milicianos de todos los países capturó después de una escaramuza a un chico de quince años, que peleaba a favor de los fascistas. Todavía temblaba, porque había visto morir a su lado a sus camaradas. En el primer interrogatorio dijo que lo habían enrolado a la fuerza en las filas de Franco. Lo registraron; se le encontró una medalla de la Virgen María y un carnet de la Falange. Lo enviaron ante Durruti, quien después de explicarle durante una hora los méritos de los ideales anarquistas, le dio a elegir entre morir o incorporarse de inmediato a las filas de quienes lo habían capturado, para luchar contra sus antiguos camaradas. Durruti le dio un plazo de veinticuatro horas para reflexionar. El muchacho dijo que no y fue fusilado. Sin embargo, Durruti era un hombre admirable en ciertos aspectos. La muerte de este chico no deja de remorderme la conciencia, aunque yo me enteré más tarde de lo ocurrido.

Otro caso: en un pueblo que los rojos y los blancos habían conquistado, perdido, vuelto a conquistar y perdido de nuevo ya no sé cuántas veces, los milicianos rojos, habiendo reconquistado definitivamente el lugar, encontraron en un sótano a un puñado de trastornadas, atemorizadas y demacradas figuras, tres o cuatro jóvenes entre ellos. Los milicianos razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de seguirnos cuando nos retiramos por última vez, se quedaron a esperar la llegada de los fascistas, quiere decir que ellos también lo son. Fue razón suficiente para fusilados de inmediato. Los milicianos dieron de comer a los demás. Y por ello se creían muy humanitarios.

Una última historia, esta vez de la retaguardia. Dos anarquistas me contaron que una vez habían capturado a dos sacerdotes. Uno fue fusilado de inmediato de un pistoletazo, a la vista del otro; a éste le dijeron que podía irse. Cuando hubo andado unos veinte pasos lo abatieron a tiros. El relator se sorprendió mucho al ver que su historia no me hacía reír.

Una atmósfera como ésta, en la que diariamente ocurren cosas así, hace desvanecer el objetivo de la lucha. Porque este objetivo no debe expresarse en oposición al bien público, al bien de los hombres; pero en España la vida de un hombre no vale nada. En un país donde los pobres son, en su mayoría, campesinos, el objetivo de toda agrupación de extrema izquierda debe ser mejorar la situación de los campesinos; y la Guerra Civil fue al principio, y tal vez ante todo, una guerra a favor (y en contra) de la distribución de tierras entre los campesinos. Y ¿qué ocurrió? Estos miserables y magníficos campesinos de Aragón, que no han perdido su orgullo a pesar de todas las humillaciones, no eran para los milicianos de la ciudad ni siquiera un objeto de curiosidad. Aunque no haya habido abusos, insolencias ni agravios (yo por lo menos no he notado nada, y sé que existía la pena de muerte por robo y violación en las columnas anarquistas), los soldados estaban separados por un abismo de la población sin armas, un abismo tan profundo como el que separa a los pobres de los ricos. Esto se percibía claramente en la actitud siempre un poco humilde, sumisa y temerosa de los unos, y la desenvoltura, la prepotencia y la condescendencia de los otros.

[SIMONE WEIL]

En septiembre de 1936 el frente de Aragón se consolidó en una guerra de posiciones. Las columnas anarquistas estaban tan bien preparadas para ello, que no dependían del gobierno central de Madrid. Ellos mismos se procuraban las municiones. Cuando había dificultades, se comunicaban con los sindicatos de Barcelona. Nuestra columna era también independiente desde el punto de vista financiero. Ellos regulaban su aprovisionamiento del siguiente modo: después de la recolección de las mieses nuestra tropa compraba el trigo a los comités de pueblo al precio habitual, y llevábamos las bolsas en nuestros camiones a la costa de Levante, en la provincia de Valencia. Allí el precio del trigo era considerablemente más elevado. Los camiones regresaban con frutas y verduras y con dinero suficiente para comprar más trigo.

De este modo la columna recibía todo lo indispensable para la guerra de trincheras: alimentos, madera, ropa y tabaco. En el frente había quietud, más quietud que en la retaguardia, donde iban en aumento los bombardeos aéreos. Muchos soldados comenzaron a considerar la guerra como un pasatiempo. Con frecuencia se retiraban de sus posiciones y pasaban unos días en la retaguardia. Esto ocurría muy poco en la columna Durruti, porque nuestro jefe sabía controlar la situación. En el camino hacia la retaguardia, los soldados pasaban siempre por Lérida. Allí comenzaron a «requisar» lo que querían de las tiendas y almacenes. Al fin y al cabo, no era más que una forma semilegal de saqueo. Las autoridades eran impotentes. Poco a poco esas incautaciones adquirieron tal magnitud que nadie se sentía seguro en Lérida. El comportamiento de las milicias era contagioso; pronto cualquiera que tenía un arma a mano se puso a «requisar». Se formaron grupos enteros de «incontrolados» que actuaban por cuenta propia. En Lérida había representaciones de todas las organizaciones: los partidos, la CNT, la UGT, el POUM Y los controles camineros, y todos firmaban bonos, que en la práctica no eran otra cosa que carta blanca para el saqueo de la ciudad. Esto lo hacían en nombre de la columna Durruti, que no tenía nada que ver con esas acciones. Durruti nunca aprobó ni ordenó tales requisiciones.

Finalmente se hartó de todo esto. Me llamó y me dijo:

-Estos pillajes desacreditan a la columna. Hay que acabar con ellos. Tú viajas a Lérida como delegado de la columna y restableces el orden. Irás con dos contramaestres que ya están al tanto del asunto. Me llamas todas las noches y me informas.

-De acuerdo -respondí-, pero ¿por qué debo viajar yo precisamente? Es imposible. En Lérida hay mucha gente que me conoce. Cuando se sepa que un cura quiere detener las requisiciones, no se quedarán con los brazos cruzados, me pegarán dos tiros en la cabeza.

-Entonces te doy una escolta -dijo Durruti-, y una centuria entera si es necesario. Además, te doy plenos poderes por escrito.

Viajé pues con dos contramaestres y dos guardaespaldas a Lérida. Todos llevaban pistolas ametralladoras y revólveres.

Nos instalamos en el Hotel Suizo. Primero hablé con los delegados de la Generalitat, el gobierno de Cataluña, y nos prometieron todo su apoyo. Su oficina estaba inundada de «recibos» de mercancías incautadas. Los comerciantes y tenderos los traían con la vaga esperanza de que alguna vez los indemnizaran por sus pérdidas. Algunas de esas papeletas eran realmente extrañas. En una estaba escrito, por ejemplo: «Recibo por tantos y tantos lápices labiales. Para la brigada de caballería Farlete. Firma: ilegible.» Escogimos los recibos más importantes, hicimos una lista y visitamos luego las diversas oficinas que habían emitido esos documentos. Cuando de las cosas robadas sobraba algo que podía sernos útil, lo enviábamos como reserva a nuestra columna en el frente. A los otorgantes les comunicamos lo siguiente:

«La columna Durruti impedirá en el futuro los abusos que se cometan en su nombre. Es la última advertencia. Si no terminan las requisiciones, vendremos con una centuria a Lérida. Entonces no vendremos a buscar las mercancías robadas, sino a los ladrones. La columna los condenará.»

Yo había puesto mis miras en un malhechor sobre todo. Era el delegado de nuestra columna para el aprovisionamiento. Él había comenzado a trabajar por su propia cuenta. Por ejemplo, había retirado de la Tabacalera varias cajas de cigarrillos rubios, pero no había entregado ni un paquete a la columna. Este hombre era difícil de localizar. Sin embargo, me imaginé dónde podíamos encontrado. Fui con mis guardaespaldas armados con pistolas ametralladoras y recorrimos los burdeles de la ciudad preguntando a las mujeres por alguien que repartía ese tabaco rubio, una especialidad muy rara en aquella época. y en efecto, pronto encontramos a nuestro hombre, en una casa de citas en la calle de Caballeros.

Su descaro había ido tan lejos que incluso a nosotros nos ofreció unos rubios. Le enseñé mi credencial de plenos poderes. Se asustó mucho.

-Tienes tiempo hasta mañana a las nueve para entregar en tal sitio tantas cajas de cigarrillos rubios. Si falta una sola, te llevaremos bajo vigilancia al cuartel general de Durruti. Ya puedes imaginar lo que te pasará.

Después de nuestra expedición terminaron casi por completo las «incautaciones» en Lérida. Los traficantes le tenían pánico a Durruti; su intervención acabó con los saqueos.

[JESÚS ARNAL PENA 2]

Las ametralladoras

Amanecía cuando nuestro coche fue detenido en la entrada de Bujaraloz. Un joven alto y fuerte salió de la niebla. Su rostro tenía el color oliva y la mirada de los moros. Con el fusil en la mano se apostó en medio de la calle mientras otro miliciano examinaba nuestros salvoconductos. Nos indicó que nuestros documentos no nos autorizaban a ir más lejos. Para ir al frente y regresar se requería un permiso especial firmado por Durruti. «¡Gracias! ¡Buen viaje!» Pusimos en marcha el motor y atravesamos el pueblo todavía dormido en dirección a la casa de los camioneros, donde sabíamos que se había instalado el cuartel general.

Nos acercamos a un gran grupo de hombres reunidos alrededor de varias ametralladoras. Las armas yacían sobre la tierra. Un hombre alto, robusto, de rostro curtido por el sol, cabellos negros y ojos pequeños y vivísimos se acercó al grupo y ordenó montar las ametralladoras y probadas, para llevadas inmediatamente a la línea de fuego. Unos instantes después las armas estaban listas para disparar. Durruti (él era el gigante que se había acercado al grupo), señaló un objetivo, y las ametralladoras tabletearon durante unos segundos. El objetivo, situado a unos quinientos metros de distancia al pie de una colina, se hizo añicos. «Así tenéis que tirar al enemigo, sin temblar», dijo Durruti. «Es preferible caer antes que abandonar una ametralladora. Si alguno de vosotros abandona una ametralladora y no lo pescan los fascistas, yo mismo lo fusilaré. Pensad que la libertad de todo un pueblo depende de vuestra puntería. Una ametralladora perdida es una ametralladora que se volverá contra nosotros. Con estas armas tomaremos Zaragoza y marcharemos sobre Pamplona. Allí entraré con la cabeza del traidor Cabanellas en el radiador de mi coche. ¡Y no nos detendremos hasta que la bandera roja y negra flamee sobre todos los pueblos de la península ibérica! Cuando abandonamos Barcelona, juramos vencer. Un hombre debe cumplir su palabra. Así que tomad estas armas y cuidadlas bien. No debemos dar ni un paso atrás mientras nos quede una bala.» Bastaban diez minutos al lado de Durruti para contagiar a la gente con su optimismo. Era este optimismo el que atraía a las masas; a él iba unido un valor extraordinario, una sinceridad absoluta, una gran solidaridad y un buen sentido de la estrategia. La columna Durruti debía sus victorias a esas cualidades.

[CARRASCO DE LA RUBIA]

Yo era entonces responsable de la intendencia de las milicias en Cataluña y tenía mi cuartel en Barcelona, en el cuartel de Pedralbes, que llevaba el nombre de «Miguel Bakunin». Hablaba por teléfono todos los días con los jefes de cada columna y atendía sus demandas. Pedían hombres, material de guerra y ropa. Y o enviaba diariamente al frente todo lo que podía, en tren o en camiones.

Durruti era el más exigente de todos los jefes de columna.

Me llamaba todas las noches alrededor de las ocho.

-¿Eres tú, Ricardo?

-Sí, ¿qué hay?

-¿Qué hay? ¡No hay nada! Los repuestos para las ametralladoras que te pedí ayer no han llegado todavía.

-No pude enviarlos, porque no quedan más en los depósitos. He hecho un encargo a la Hispano-Suiza. Pero primero tienen que fabricarlos.

-Los necesito con urgencia. Dales prisa. ¿Cuántas carabinas te quedan?

-Doscientas, más o menos.

-Bien, envíame doscientas.

-¿Y las otras columnas?

-Que se arreglen como puedan.

-Te mando una partida, pero no las doscientas.

-¿Cómo andan las ambulancias?

-Tenemos seis todavía.

-Mándame cuatro.

-No, a lo sumo una, más no puedo. En cambio, puedo enviarte doscientos voluntarios que se han inscrito para tu columna.

-No los necesito. Todos los días vienen centenares de hombres de los pueblos y no sé qué hacer con ellos. Lo que necesito son ametralladoras, cañones y toda la munición que sea posible.

-Bien, yo me encargo de eso.

-No olvides la ambulancia pues, y todas las carabinas que puedas.

-De acuerdo. Hasta mañana.

-¡Espera! No te olvides de los repuestos para las ametralladoras.

-Claro que no. Eres peor que un mendicante. ¡Hasta mañana!

Durruti logró, con su tenacidad, pertrechar a su columna con todo lo necesario para la guerra. Tenía un dispensario propio, un estado mayor, una cocina de campaña, una estación radiotelegráfica con emisores potentes que irradió durante la guerra noticias y comentarios que se difundían en toda Europa, una imprenta de campaña y un semanario propio, El Frente, que se distribuía gratis a los soldados de la columna.

[RICARDO SANZ 3]

Cuando comenzó la Guerra Civil, dijo nuestra organización, la CNT: «¡Hagan el favor de quedarse aquí! No es posible que todos marchen al frente, ahora que las fábricas están en manos de los trabajadores, y el comercio y todo lo demás, ahora hay que organizar: y vosotros tenéis que quedaros en la retaguardia.» Debido a esto me quedé en Badalona el primer mes. Pero más no aguanté, porque de repente me metieron toda clase de gente allí. Ahora todos querían ser de la organización y se colaban porque tenían amistades con uno o con otro. Y eso no me gustaba.

Yo siempre fui un hombre de acción, sobre todo, y quería ir al frente. Teníamos todavía 24 ametralladoras y un montón de fusiles que habíamos sacado en el ataque al cuartel de San Andrés. Nos unimos, nos llevamos las armas, tomamos tres camiones y tres coches y nos fuimos directamente adonde estaba Durruti, al frente. Cuando nos vio llegar, se puso muy contento y gritó: «Ahí se ve todo lo que hay en la retaguardia. ¿Dónde habéis conseguido las ametralladoras?»

-En el cuartel -dijimos-. Había un muro alrededor, abrimos un boquete con dinamita y allí perecieron todos los oficiales.

-Pero tú no vas a las trincheras -dijo Durruti-, te necesito aquí, porque por Bujaraloz pasa todo el mundo, y necesitamos poner orden. Tú serás mi lugarteniente y te quedarás en la columna.

Me quedé allí pues, a cinco o seis kilómetros de su puesto de mando. Yo tenía mi teléfono y él el suyo, y cuando pasaba algo nos llamábamos.

Una vez nos asomamos por el balcón Durruti y yo, y de repente la plaza se llenó de gente.

-¡Vaya! -dijo él-, ¿qué quiere esta gente aquí?

Y la gente gritaba: «Queremos hablar con él.» Y él habló desde el balcón y les, dijo:

-La gente de la retaguardia debe quedarse en sus puestos -había muchos que habían venido de Barcelona-, nosotros nos quedamos en el frente. Cada uno en su puesto. No hay que tener miedo, no nos iremos hasta que hayamos vencido. Después de que nos juzgue el pueblo, ya lo veremos. Pero ahora no quiero charlas, ¿comprendéis? Ahora dejamos todo de lado, menos la guerra.

Esto me pareció exagerado.

-¿Qué has dicho? -le pregunté-, ¿qué dejamos todo de lado? ¿A tanto hemos llegado? Si dejáis la revolución de lado me vaya casa enseguida, ¿qué me importa a mí la guerra?

-Tú no me comprendes -dijo-. ¿Qué te crees? Durante años y años he pensado siempre en hacer la revolución, pero no teníamos armas, y ahora que las tenemos, ¿crees que la dejaré de lado? No me conoces.

La gente aplaudía frenéticamente, los periódicos hablaron mucho de lo que dijo.

[RICARDO RIONDA CASTRO]

Los principios

Salí de Bujaraloz por la noche, en dirección a Pina. De la oscuridad emergían las ruinas de las máquinas destruidas por los bombarderos alemanes. Combatientes de gorras rojinegras me pidieron la consigna. Era la columna que dirigía el anarquista Durruti.

Cinco años antes había discutido con Durruti sobre la justicia y la libertad. Los anarquistas se reunían entonces en un pequeño café de Barcelona. Se llamaba café La Tranquilidad. Durruti no era un anarquista de café. Era obrero, y se pasaba el día entero en el trabajo. Lo habían condenado a muerte en cuatro países. Era intrépido y conocía las debilidades de los hombres. No quiero referirme a sus ideas: ya no sé discutir con el pasado. Lo conocí y creí en el instinto de los trabajadores. Lo volví a ver en Pina. Hablaba por el teléfono de campaña, pedía refuerzos. Me enseñó las trincheras. Luego empezó a hablar de eso que yo llamo el pasado. Los combatientes bebían agua de una jarra. De la pared colgaba un cartel: «Beba vino Negus, abre el apetito.»

Durruti organizó el ejército. Fusiló sin compasión a bandidos y desertores. Cuando alguien comenzaba a discutir los principios en el comité de guerra, Durruti golpeaba furioso con el puño la mesa: «¡Aquí no venimos a hablar de programas, venimos a combatir!» Quería la unidad con los comunistas y republicanos. Les decía a los milicianos: «Ahora no es el momento de discutir. Primero tenemos que aniquilar al fascismo.» En el pueblo de Pina aparecía el periódico El Frente, órgano de la columna Durruti. Se componía y se imprimía bajo el fuego de artillería. En este periódico leí un artículo sobre la defensa de la patria: «Los fascistas reciben bombas extranjeras. Quieren exterminar al pueblo español. Compañeros, nosotros protegemos a España.» Los obreros de la fábrica Ford de Barcelona, partidarios de la CNT y partidarios de la UGT, enviaban camiones para la columna Durruti. He visto a obreros anarquistas que abrazaban a camaradas de la juventud comunista. Han aprendido mucho estos eternos quijotes. Ya no hablan más de la «organización de la indisciplina». Ahora insisten: «¡Disciplina!»

La expresión de su rostro era suave y bondadosa, sus ojos oscuros y abrasadores. Hablaba con mucha emoción: «Tenemos que crear un verdadero ejército.»

En su cuartel general había muchos anarquistas extranjeros. Iban a esa choza rodeada de sacos de arena en cuyo interior había una máquina de escribir. Venían con nebulosas declaraciones de los años noventa. Uno de ellos interrumpió a Durruti: «Nosotros nos quedamos con los principios de la guerra de guerrillas.» Durruti gritó: «¡No! Si es preciso ordenaremos la movilización general. Implantaremos una disciplina de hierro. Renunciamos a todo, menos a la victoria.» Sobre la calzada se deslizaban lentamente, sin luces, los camiones cargados de armas.

[ILYA EHRENBURG 2]

Él consideraba que, debido a la proximidad del fascismo, no se podía discutir de principios. Luchaba por un pacto con los comunistas y Esquerra y escribió un mensaje de salutación a los obreros soviéticos. Cuando los fascistas se acercaron a Madrid, decidió que debía estar donde el peligro era mayor. «Les demostraremos que los anarquistas saben dirigir una guerra.»

Conversé con él poco antes de su partida a Madrid. Estaba alegre y de buen humor, como siempre; creía que la victoria estaba cerca. «¿Ves?», me dijo, «nosotros dos somos amigos. Podemos unirnos. Incluso tenemos la obligación de unirnos. Cuando hayamos vencido veremos... Cada pueblo tiene un carácter propio. Los españoles no son como los franceses ni como los rusos. Ya se nos ocurrirá algo... Pero primero tenemos que liquidar a los fascistas.» Al terminar nuestra conversación no pudo dominar su emoción: «Dime, ¿sabes lo que es estar dividido en tu interior? Piensas una cosa y haces otra: no por cobardía, sino por necesidad.» Le respondí que lo comprendía muy bien. Al despedirnos me palmoteó la espalda, como se acostumbra en España. Sus ojos quedaron grabados en mi memoria, eran ojos que expresaban una voluntad férrea unida a una desorientación casi infantil, una mezcla extraordinaria.

[ILYA EHRENBURG 1]

DURRUTI: No, todavía no hemos puesto en fuga a los fascistas. Siguen ocupando Zaragoza y Pamplona, donde están los arsenales y las fábricas de municiones. Debemos conquistar Zaragoza a toda costa. Las masas están armadas, el antiguo ejército ya no existe. Los trabajadores saben lo que significaría el triunfo del fascismo: carestía y esclavitud. Pero también los fascistas saben lo que les espera si son vencidos. Por eso ésta es una lucha sin compasión. Para nosotros se trata de aplastar para siempre al fascismo. Y a pesar del gobierno.

Sí, a pesar del gobierno. Lo digo porque ningún gobierno del mundo combatirá a muerte al fascismo. Cuando la burguesía ve huir el poder de sus manos, recurre al fascismo para mantenerse. Hace tiempo que el gobierno liberal español habría podido reducir al fascismo a la impotencia. En cambio ha vacilado, ha maniobrado y tratado de ganar tiempo. Incluso actualmente hay en nuestro gobierno hombres que quisieran tratar a los rebeldes con guante de seda. ¿Quién sabe? (Se ríe.) Tal vez un día este gobierno podría necesitar a los militares rebeldes para destruir al movimiento obrero...

VAN PAASEN: ¿De modo que prevé dificultades incluso después de sofocada la rebelión de los generales?

DURRUTI: Sí, habrá una cierta resistencia.

VAN PAASEN: ¿Resistencia por parte de quién?

DURRUTI: De la burguesía, por supuesto. Aunque la revolución triunfe, la burguesía no se dará por vencida tan fácilmente.

Nosotros somos anarcosindicalistas. Luchamos por la revolución. Sabemos lo que queremos. Poco nos importa que exista en el mundo una Unión Soviética por amor a cuya paz y tranquilidad Stalin ha entregado a los trabajadores alemanes y chinos a la barbarie fascista. Queremos hacer la revolución aquí, en España, ahora mismo, no después de la próxima guerra europea. Nosotros actualmente les damos más preocupaciones a Hitler y a Mussolini que todo el ejército rojo. Con nuestro ejemplo les mostramos a la clase obrera alemana e italiana cómo se debe tratar al fascismo.

Yo no espero la ayuda de ningún gobierno para la revolución del comunismo libertario. Es posible que las contradicciones dentro del campo imperialista influyan en nuestra lucha. Es bastante posible. Franco se esfuerza por arrastrar al conflicto a toda Europa. No vacilará en lanzar a los alemanes contra nosotros. Nosotros, en cambio, no esperamos ayuda de nadie, ni siquiera de nuestro propio gobierno.

VAN PAASEN: Pero si triunfan descansarán sobre un montón de ruinas.

DURRUTI: Siempre hemos vivido en barracas y tugurios. Tendremos que adaptarnos a ellos por algún tiempo todavía. Pero no olviden que también sabemos construir. Somos nosotros los que hemos construido los palacios y las ciudades en España, América y en todo el mundo. Nosotros, los obreros, podemos construir nuevos palacios y ciudades para reemplazar a los destruidos. Nuevos y mejores. No tememos a las ruinas. Estamos destinados a heredar la tierra, de ello no cabe la más mínima duda. La burguesía podrá hacer saltar en pedazos su mundo antes de abandonar el escenario de la historia. Pero nosotros llevamos un mundo nuevo dentro de nosotros, y ese mundo crece a cada instante. Está creciendo mientras yo hablo con usted.

[BUENAVENTURA DURRUTI 2]

La Retaguardia

La nueva ciudad

Barcelona, 5 de agosto de 1936

Llegada tranquila. No hay taxis en la estación. En cambio, hay coches de caballos que nos conducen hasta el centro. Poca gente en el paseo de Colón. Pero al desembocar en la calle principal de Barcelona, las Ramblas, nos llevamos una gran sorpresa: de repente vemos la revolución ante nosotros. Es avasallador. Es como si hubiésemos desembarcado en un nuevo continente. Nunca he visto nada parecido.

La primera impresión: obreros de civil, armados, con fusiles al hombro. Uno de cada tres hombres en las Ramblas lleva un fusil, pero no se ven policías ni soldados rasos uniformados. Armas, armas y más armas. Muy pocos de estos proletarios llevan el uniforme azul marino de las milicias. Se sientan en los bancos o pasean por el centro de las Ramblas de arriba abajo, con el fusil sobre el hombro derecho y con frecuencia con sus chicas en el brazo izquierdo. Forman patrullas para vigilar los barrios periféricos de la ciudad; se apostan en las entradas de los hoteles, en los centros administrativos y los almacenes. Se acurrucan en las pocas barricadas que aún quedan y que han sido levantadas con piedras y sacos de arena. Conducen a toda velocidad en innumerables coches de lujo incautados en los que han escrito con letras blancas las siglas de sus organizaciones: CNT-FAI, UGT, PSUC y POUM o todas a la vez. Algunos coches llevan simplemente las letras UHP (¡Uníos, hermanos proletarios!), la gloriosa consigna de la rebelión asturiana de 1934. Lo más impresionante de esta manifestación de fuerza es que todos estos hombres armados pasean, marchan y conducen sus coches vestidos con su ropa habitual. Los anarquistas, reconocibles por sus divisas rojinegras, son la abrumadora mayoría. Ni el más mínimo vestigio de la «burguesía». Ninguna damisela bien vestida ni señoritos a la moda en las Ramblas. No se ve ni un sombrero; sólo obreros y obreras. El gobierno ha prevenido contra el uso de sombreros; dan apariencia «burguesa» y causan mala impresión. Las Ramblas no han perdido su colorido de siempre: allí están los distintivos azules, rojos y negros, los pañuelos para el cuello y los abigarrados uniformes de la milicia. Pero ¡qué contraste con la antigua suntuosidad de colores de las ricas catalanas que se paseaban antes por aquí!

[FRANZ BORKENAU]

Cuesta creer que Barcelona sea la capital de una región donde reina la guerra civil. Quien haya conocido Barcelona en tiempos de paz, no tiene la impresión, al bajar de la estación, de que haya cambiado mucho. Las formalidades fronterizas se cumplen en Port-Bou; se sale de la estación de la capital como un turista cualquiera; se deambula por sus calles alegres y pacíficas en apariencia. Los cafés están abiertos, aunque hay menos gente que de costumbre, lo mismo ocurre con los negocios. El dinero sigue desempeñando el mismo papel de siempre. Si hubiese más policías y menos muchachos que se pasean por allí con sus fusiles, se diría que no pasa nada. Hay que acostumbrarse a la idea de que aquí se ha producido una auténtica revolución y que se vive realmente en uno de esos periodos históricos sobre los cuales se ha leído en los libros y se sueña en la niñez; 1792, 1871, 1917. ¡Ojalá los resultados sean más felices!

Nada ha cambiado, en efecto, con una excepción: el poder pertenece al pueblo. Los hombres de mono azul han asumido el mando. Ha comenzado una época extraordinaria, una de esas épocas que no han durado mucho hasta ahora, en las cuales los que siempre han obedecido toman todo a su cargo. Es evidente que esto no ocurre sin dificultades. Cuando se ponen fusiles cargados en las manos de chicos de diecisiete años en medio de una población desarmada...

[SIMONE WEIL]

8 de agosto de 1936 El coche hace un alto en El Prat, donde está el aeropuerto, a unos diez kilómetros de Barcelona. A la salida del aeropuerto hay un cartel atravesado en medio de la calle: «¡Viva Sandino!» En la calzada se ven, cada vez con más frecuencia, barricadas con sacos llenos de piedras y arena. Banderas rojas y rojinegras sobre las barricadas; al lado, hombres armados, con grandes y puntiagudos sombreros de paja, boinas, pañuelos para la cabeza, vestimenta muy heterogénea, algunos semidesnudos. Varios de ellos vienen corriendo hacia el conductor a pedir los documentos, otros sólo saludan y agitan los fusiles. En algunas barricadas la gente come, las mujeres han traído el almuerzo, hay platos sobre las piedras. Después de tomar dos o tres cucharadas de sopa, los niños se arrastran de nuevo por las troneras y juegan con cartuchos y bayonetas.

Al aproximarnos a la ciudad, en las primeras calles de los suburbios, penetramos en un torbellino de ferviente lava humana, en el inconcebible atolladero de la metrópoli que vive ahora días de auge, felicidad y osadía.

¿Hubo alguna vez una Barcelona así, ebria de triunfo y delirante? Es la Nueva York española, la ciudad más hermosa a orillas del Mediterráneo, con sus deslumbrantes bulevares de palmeras, sus gigantescas avenidas, sus paseos costaneros, y sus fantásticas mansiones donde renace la suntuosidad de los palacios bizantinos y turcos del Bósforo. Interminables barrios febriles, gigantescas naves de los astilleros, fundiciones, industrias electrónicas y de automóviles, fábricas textiles, fábricas de zapatos y de confección, imprentas, almacenes tranviarios y garajes colectivos. Bancos instalados en rascacielos, teatros, cabarets, parques de diversiones. Horribles y lúgubres tugurios, el desagradable y delictivo «barrio chino» de estrechas rendijas pétreas en medio del centro urbano, más sucios y peligrosos que todos los albañales de los puertos de Marsella y Estambul. Todo desborda ahora, bloqueado por una multitud excitada y densa. Todo ha sido revuelto y ha salido a relucir, elevado a la máxima tensión, al punto de ebullición. También yo me he contagiado de esa pasión que flota en el aire, y siento los sordos latidos de mi corazón. Avanzo con dificultad en medio de esta apretada multitud, rodeado de jóvenes con fusiles, mujeres con flores en el cabello y relucientes sables en la mano, viejos con bandas revolucionarias en los hombros, los retratos de Bakunin, Lenin y Jaurès en medio de canciones, música de orquestas y el grito de los vendedores de diarios. Paso por un cine en cuyas cercanías hay un tiroteo, al lado de actos callejeros y majestuosos desfiles de milicias obreras, de carbonizadas ruinas de iglesias y carteles multicolores. Bajo la luz confluyente de los anuncios de neón, de la enorme luna y los faros de los coches, chocamos a veces con los parroquianos de los cafés, cuyas mesas ocupan toda la acera. Penosamente logramos llegar a la calzada y por último al Hotel Oriente en la Rambla de las Flores.

[MIJAÍL KOLTSOV]

Los anarquistas vivían antes fuera de la realidad, creían aún en los mitos del siglo pasado y en su osadía típica. Nunca me olvidaré del labrador semianalfabeto de Fernán Núñez que repetía: «¿Por qué discutís sobre la segunda y la tercera internacional? Si existe la primera internacional.» Para él, el compañero Miguel Bakunin era contemporáneo suyo.

En Barcelona había muchos obreros anarquistas. El 19 de julio asaltaron el Hotel Colón junto con los comunistas y los socialistas. Ante los muros de las casas, sobre las piedras de las calzadas hay montones de flores: aquí cayeron los héroes de Barcelona. El pueblo desarmado derrotó al ejército.

«Vamos a Zaragoza»; estas palabras brillan en las carrocerías de los taxis. Delicadas chicas que han abandonado la costura, cargan ahora penosamente con los pesados fusiles. Los obreros de Barcelona cubren con colchones un Hispano-Suiza y marchan al combate armados con revólveres. Entonan himnos revolucionarios acompañándose con sus guitarras. Se hacen fotografiar con sus sombreros de ala ancha. Hay centenares de Pancho Villas entre ellos. Los fascistas de Zaragoza tienen tanques y aviones.

El siglo XIX sobrevive aún en los graneros y sótanos de Barcelona. En las paredes cuelgan letreros: «Organización de la antidisciplina». Entre dos salvas, los anarquistas hablan de la renovación de la humanidad. Uno de ellos me dijo: «¿Sabes por qué nuestra bandera es roja y negra? Roja por la lucha, y negra porque el espíritu humano es oscuro.»

[ILYA EHRENBURG 2]

La expropiación

Es casi increíble la proporción que han adquirido las expropiaciones que se vienen realizando en los pocos días posteriores al 19 de julio. Los grandes hoteles, con una o dos excepciones, han sido requisados en su totalidad (y no quemados, como dicen muchos periódicos). Lo mismo ocurrió con los grandes almacenes. Han sido cerrados muchos bancos, en los restaurantes hay letreros que anuncian que ahora están bajo el control de la Generalitat. Casi todos los propietarios de las fábricas han huido o han sido ejecutados. Por todas partes se ven en las fachadas de las casas de comercio enormes carteles que anuncian su expropiación e indican que la CNT ha tomado posesión de ellas, o que esta o aquella organización ha establecido allí la sede de su comité.

[FRANZ BORKENAU]

Las organizaciones de la clase obrera se han instalado en las oficinas y las mansiones de los ricos. Los conventos, ya libres de parásitos, sirven ahora como escuelas; en un convento comienza a funcionar una universidad. Hay restaurantes populares, establecidos por comités de campesinos, para las milicias y los obreros agremiados. Se distribuyen los comestibles incautados a los comerciantes que especulan con la carestía.

Pero las transformaciones más importantes se han realizado en la esfera productiva. Muchos empresarios, técnicos, directores, propietarios y administradores han huido. Otros han sido detenidos por los obreros y son procesados. El sindicato de obreros textiles calcula que la mitad de los empresarios del ramo textil han huido; que el 40 % fue «eliminado de la esfera social»; y que el restante 10 % aceptó seguir trabajando como empleado de los obreros bajo las nuevas condiciones. Los consejos y comités de obreros controlan las fábricas, e incautan las empresas y sociedades de propiedad privada. Los principales medios de producción han sido incautados por los sindicatos, por las colectividades y por los municipios. Sólo las pequeñas empresas de bienes de consumo permanecen en manos privadas.

También han sido socializadas las empresas de transporte y los ferrocarriles, las sociedades petroleras, los talleres de montaje de automóviles Ford e Hispano-Suiza, las instalaciones portuarias, las fábricas, los grandes almacenes, los teatros y cines, los establecimientos metalúrgicos capaces de producir armas, las empresas de exportación de productos agrícolas y las grandes bodegas. La forma jurídica de las incautaciones son diversas. Las empresas pasaron a ser, parcialmente, de propiedad municipal, en otros casos se concertó un contrato con el antiguo propietario, y a veces fueron lisa y llanamente incautadas. Las firmas extranjeras han sido nacionalizadas, y los trusts disueltos. En todos los casos fueron los obreros quienes asumieron la dirección de los negocios por intermedio de un comité de control en el que estaban representadas las dos grandes organizaciones sindicales, la anarquista y la socialista. También se elaboraron planes para mejorar la productividad, construir instalaciones sanitarias y escuelas en las fábricas y se reguló la venta y el consumo de la producción de común acuerdo con los sindicatos.

[HENRI RABASSEIRE]

La fábrica que hoy he visitado habla sin duda a favor de la colectivización de las fábricas que la CNT ha llevado a cabo. Sólo tres semanas después del comienzo de la Guerra Civil, y dos semanas después del fin de la huelga general, parece funcionar tan perfectamente como si nada hubiese pasado. Visité el taller, que parece muy ordenado; los hombres trabajan regularmente en las máquinas. A partir de la socialización se han reparado aquí dos autobuses, se terminó de construir una obra nueva que se había iniciado con anterioridad, y se fabricó otro vehículo enteramente nuevo que llevaba la inscripción: «Producido bajo control obrero.» El director técnico me dijo que la nueva construcción había durado cinco días, dos días menos de lo habitual.

Sería prematuro sacar conclusiones generales sobre la base de la buena impresión que me causó esta fábrica. Sin embargo, hay que reconocer que es un logro excepcional. Aún bajo circunstancias favorables, hubiese sido excepcional que un grupo de trabajadores que ha tomado a su cargo una fábrica logre poner en marcha la producción en pocos días, sin dificultades. Esto habla a favor de la aptitud del obrero catalán en general y de la capacidad organizativa de los sindicatos de Barcelona. No hay que olvidar que la fábrica perdió todo su personal directivo. Pude examinar las listas de salarios y sueldos: el director general, los directores, el ingeniero-jefe y el segundo ingeniero habían «desaparecido» (un suave eufemismo para decir que habían sido ejecutados). Los miembros del comité de fábrica me explicaron con toda calma que ello significaba un ahorro considerable para la fábrica, sin contar la abolición de las «rentas» que se habían pagado anteriormente a las amigas privadas de la dirección y la imposición de un sueldo tope de 1.000 pesetas mensuales. Los salarios no aumentaron después de la socialización.

[FRANZ BORKENAU]

La contradicción

A veces no puedo creer lo que oigo decir: representantes del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) me han dicho hoy que en España no ha habido ninguna revolución. Esta gente, con la que hoy tuve una larga discusión, no son, como cabría suponer, viejos socialdemócratas catalanes, sino comunistas extranjeros: España se encuentra, según ellos, en una situación extraordinaria: el gobierno lucha contra su propio ejército, eso es todo. Aludí a algunos hechos: que los obreros están en armas, que la administración estatal ha pasado a manos de comités revolucionarios, que miles de personas han sido ejecutadas sin juicio previo, que han sido incautadas fábricas y fincas, dirigidas ahora por los antiguos asalariados. Si eso no es una revolución, ¿a qué le llaman revolución? Me respondieron que estaba equivocado, que ello no tenía importancia política, que eran sólo medidas de excepción sin contenido político. Aludí a la posición de la dirección del partido en Madrid, que calificaba de «revolución burguesa» al movimiento actual, un indicio por lo menos de que se trataba de un movimiento revolucionario. Pero los comunistas del PSUC no vacilaron en contradecir a la dirección. No comprendo cómo los comunistas, que en los últimos quince años han descubierto en todas partes situaciones revolucionarias donde en realidad no las había (con lo que han causado grandes estragos), no comprendo cómo estos comunistas no advierten lo que ocurre aquí, donde por primera vez en Europa desde la Revolución Rusa de 1917, ha estallado una revolución.

[FRANZ BORKENAU]

10 de agosto de 1936

Al mediodía visité a García Oliver. Ahora dirige todos los destacamentos de milicias catalanas. El estado mayor se encuentra en el edificio del museo Marítimo. Una obra maravillosa, grandes galerías y amplias salas, techos de cristal, enormes y artísticos modelos de antiguos barcos, armas y cajas de municiones. Un montón de gente.

Oliver mismo está en un gabinete cómodamente amueblado, en medio de tapices y estatuas. Enseguida me ofreció un habano y un coñac. Rostro trigueño, hermoso, con una cicatriz, un semblante fotogénico y huraño, una gigantesca Parabellum en el cinto. Al principio guardó silencio y parecía muy taciturno, pero de repente rompió en un monólogo desbordante y apasionado que revelaba al orador experimentado, impetuoso y hábil. Largos himnos de alabanza al valor, sobre todo el de los obreros anarquistas; afirmó que durante la lucha callejera en Barcelona habían sido ellos sobre todo quienes habían salvado la situación y que también ahora eran ellos la vanguardia de las milicias antifascistas. Los anarquistas siempre habían sacrificado su vida por la revolución, y también en el futuro estarían dispuestos a ofrecerla a la revolución. Más que la vida: incluso estaban dispuestos a colaborar con un gobierno burgués antifascista. Él, Oliver, consideraba difícil convencer a las masas anarquistas, pero él y sus compañeros harían todo lo posible por disciplinar a los obreros anarquistas y ponerlos bajo la dirección del Frente Popular, y lo lograrían. Sí, a él, a Oliver, lo habían acusado en las manifestaciones de haber pactado y traicionado los principios anarquistas. Los comunistas debían tomar esto en cuenta y no apretar demasiado las cuerdas. Los comunistas monopolizaban demasiado el poder. Si esto seguía así, la CNT y la FAI no se hacían responsables de las consecuencias. Luego comenzó a desmentir, nervioso, incluso un poco demasiado nervioso. No era cierto que los anarquistas hubiesen escondido muchas armas. No era cierto que los anarquistas estuviesen sólo a favor de las milicias y contra las tropas regulares. No era verdad que los anarquistas colaboraran con el POUM. No era verdad que grupos anarquistas hubiesen saqueado comercios y viviendas; seguramente habían sido criminales disimulados con banderas anarquistas. No era cierto que los anarquistas estuviesen contra el Frente Popular. Su lealtad ya se había demostrado en las palabras y en los hechos. No era cierto que los anarquistas estuviesen contra la Unión Soviética. Ellos amaban y respetaban a los obreros rusos y no dudaban que los obreros rusos ayudarían a España. Los anarquistas también ayudarían a la Unión Soviética si fuera necesario. La Unión Soviética no debía subestimar en sus planes la gran fuerza de los obreros anarquistas españoles. Era erróneo que el movimiento anarquista no existiera en otros países, aunque era evidente que su centro estaba en España. ¿Por qué no se apreciaba a Bakunin en la Unión Soviética? Aquí, en España, se honraba a Bakunin, y también debía honrárselo en Rusia. Era erróneo que los anarquistas no admitieran a Marx. Yo debía hablar con su amigo, con el amigo de Oliver, con Durruti; pero Durruti estaba en el frente, claro. A las puertas de Zaragoza. ¿Tenía yo la intención de ir al frente?

Sí, yo me proponía ir al frente. Mañana mismo, si tuviera un pase. ¿No podía darme uno Oliver? Sí, Oliver me daría un pase, con mucho gusto. Habló con su ayudante y éste extendió en mi presencia un certificado que escribió a máquina y firmó Oliver. Me dio la mano y me pidió que informase correctamente a los obreros rusos sobre los anarquistas españoles. No era cierto que ayer los anarquistas hubiesen saqueado las bodegas de Pedro Domecq, que seguramente serían algunos canallas que se hacían pasar por miembros de la FAI. No era verdad que los anarquistas se negaran a colaborar con el gobierno...

[MIJAÍL KOLTSOV]

Situaciones intolerables

Las experiencias que hemos tenido a partir de las jornadas de julio confirman la antigua tesis de que una revolución sólo puede realizar lo que ya está latente en la conciencia de las masas como necesidad y comprensión de un objetivo. Sólo una conciencia clara y una cultura social de las masas puede impedir que en los grandes movimientos revolucionarios predomine la estrechez de miras, la venganza personal y la codicia de los ambiciosos.

Ya algunas semanas antes de la revuelta discutimos estas cuestiones en reuniones internas de la FAI. García Oliver sostenía entonces la opinión de que la revolución rompería los diques de la moral y transformaría al pueblo en una peligrosa fiera que se lanzaría al saqueo desenfrenado, al incendio y al asesinato, si no se le oponía una fuerza organizada. Yo afirmé lo contrario, y dije que la acción de las masas podía engendrar grandes fuerzas morales; describí a un pueblo en armas según lo había leído en los libros. Después de las jornadas de julio tuve que cambiar de opinión y darle la razón a García Oliver. En lo que se refiere a los tres días de combate, no tenemos nada que reprochamos. Fueron grandiosos. Pero después fracasamos ante el inconsciente desenfreno y la disipación de las masas. El país vivía al día, desatinadamente, sin tomar en cuenta las visibles e irreparables consecuencias. Vimos venir la catástrofe, pero éramos demasiado débiles para contenerla. Tratamos de detenerla por intermedio del Comité de Milicias; pero para que una reacción como ésta sea eficaz, debe provenir directa y espontáneamente de las bases, y esto sólo es posible cuando el pueblo ha alcanzado un nivel de conciencia superior.

Por ejemplo, los comedores populares, que se improvisaron por doquier en las barriadas y daban de comer gratis y cuanto quisiera a quien lo pedía, funcionaron varias semanas y consumieron todas las reservas de que disponían la ciudad y el campo. Nos exigían cada vez más víveres, y cuando no podíamos dárselos, iban a buscados directamente a los almacenes y comercios. No dejaban nada para las milicias del frente. Sus «incautaciones» arruinaron la economía de la región. Fueron una constante pesadilla que nos causó trastornos y mucha impopularidad. La falta de conciencia no podía atribuirse sólo a ciertos partidos u organizaciones; fue un fenómeno general. Para mucha gente la revolución consistía principalmente en repartir el botín y disfrutado. Muy pocos pensaban en volver a llenar los depósitos saqueados y en intensificar el trabajo en la industria y en la agricultura.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN]

La FAI sale al paso de situaciones intolerables

Barcelona, 30 de julio

Somos enemigos de toda violencia e imposición. Nos repugna toda sangre que no sea derramada por la decisión del pueblo a hacerse justicia. Pero declaramos fríamente, con terrible serenidad y con la inexorable determinación de hacer lo que anunciamos, que si no cesan los actos de irresponsabilidad que siembran el terror en Barcelona, procederemos a fusilar sin excepción a todo individuo que se compruebe haya cometido delitos contra la humanidad.

El honor del pueblo de Barcelona y la dignidad de la CNT y la F Al nos exigen que acabemos con estos excesos. ¡Y con ellos acabaremos!

[Solidaridad Obrera]

¿Qué pasa en España? Todos los que vienen de allá tienen algo que decir, alguna historia que divulgar o algún juicio que pronunciar. Se ha puesto de moda ir allá a echar un vistazo hacerle una visita a la Guerra Civil y a la revolución y regresar con un puñado de artículos periodísticos. No hay diario ni revista que no publique reportajes sobre los acontecimientos en España. El resultado no podía ser otro que la superficialidad. En primer lugar, una transformación social sólo puede apreciarse correctamente en función de la repercusión que tiene en la vida diaria de cada individuo. Pero no es fácil penetrar en esa vida cotidiana «del pueblo». Además, ésta cambia diariamente. Obligación y espontaneidad, ideal y necesidad se mezclan de tal modo que se produce una inmensa confusión, no sólo en las condiciones objetivas, sino también en la conciencia de quienes están implicados en los acontecimientos, ya sea como actores o como espectadores. Allí reside incluso el verdadero carácter y quizá también el gran mal de la Guerra Civil. Ésta es la primera conclusión que se saca después de un rápido examen de lo que ha ocurrido en España. Lo que sabemos sobre la Revolución Rusa confirma con cuantía esta conclusión. Es falso que la revolución produzca automáticamente una conciencia más elevada, más clara y más intensa del proceso social. En realidad ocurre todo lo contrario, al menos cuando la revolución asume la forma de guerra civil. En la tormenta de la guerra civil se pierde la relación entre los principios y la realidad; desaparecen los criterios según los cuales pueden juzgarse acciones e instituciones; la transformación de la sociedad queda librada al azar. ¿Cómo es posible dar un informe coherente después de una corta residencia y observaciones fragmentarias? En el mejor de los casos sólo podrán transmitirse algunas impresiones y sacar algunas pocas conclusiones.

[SIMONE WEIL]

Sé que voy a causar disgusto y extrañeza a muchos buenos compañeros. Sé que voy a provocar un escándalo. Pero cuando uno invoca la libertad también debe tener el valor de decir lo que piensa, aunque ello no cause alegría a nadie.

Seguimos día a día, con el aliento contenido, el combate que se desarrolla al otro lado de los Pirineos. Tratamos de ayudar a los nuestros. Pero esto no nos absuelve de tener que sacar conclusiones de una experiencia que ha costado la vida a tantos obreros y campesinos.

Ya se ha hecho una experiencia de este tipo en Europa: la rusa. También ella ha costado muchas vidas. Lenin había reivindicado ante todo el mundo un Estado en el que no habría ejército, policía ni burocracia separadas de la población. Cuando él y los suyos llegaron al poder, construyeron, en el transcurso de una larga y dolorosa guerra civil, la burocracia militar y policial más opresiva que haya sufrido hasta la fecha un pueblo desgraciado.

Lenin era el jefe de un partido político, es decir de un aparato destinado a la conquista y el ejercicio del poder. Muchos dudaron entonces de su sinceridad y de la de sus compañeros; de todos modos podía suponerse que existían contradicciones entre los objetivos que proclamó Lenin y la estructura de su partido. En cambio, es imposible dudar de la sinceridad de nuestros compañeros anarquistas de Cataluña. Y sin embargo, ¿qué ocurre ante nuestros ojos en España? Vemos que se desarrollan formas de coerción y ocurren casos de inhumanidad directamente opuestos al ideal humano y libertario de los anarquistas. Las necesidades y el ambiente de la Guerra Civil se sobreponen a las aspiraciones para cuya realización se ha iniciado la Guerra Civil.

Odiamos en nuestra propia sociedad la coacción militar, la policía, la coerción en el trabajo y las mentiras que difunden la prensa y la radio. Odiamos las diferencias de clase, la arbitrariedad y la crueldad.

Sin embargo, en España reina la coacción militar. Se ha decretado la movilización y el servicio militar, a pesar de que no se ha interrumpido la afluencia de voluntarios. El Consejo de Defensa de la Generalitat, en el cual nuestros compañeros de la FAI ejercen funciones directivas, ha dispuesto que se aplique el antiguo código militar a las milicias.

También en las fábricas reina un régimen de coerción. El gobierno catalán, en el cual nuestros compañeros controlan los ministerios económicamente decisivos, acaba de disponer que los obreros efectúen tantas horas extras como el gobierno estime necesario. Otro decreto prevé que los obreros que no cumplan con las normas serán considerados como facciosos y tratados como tales. Esto significa lisa y llanamente la aplicación de la pena de muerte en la producción industrial.

La policía tradicional, tal como existía antes del 19 de julio, ha perdido casi todo su poder. En cambio, en los tres primeros meses de la Guerra Civil, los comités de investigación, los responsables políticos y también, con demasiada frecuencia, individuos irresponsables, han efectuado fusilamientos sin la más mínima apariencia de juicio legal ni posibilidad de control sindical o de otro tipo. Desde hace pocos días se han instituido tribunales populares destinados a juzgar a los facciosos, reales o supuestos. Todavía es muy temprano para saber qué efecto tendrán esas reformas.

También la mentira organizada ha resucitado después del 19 de julio...

[SIMONE WEIL]

Desde mi niñez he simpatizado con las agrupaciones políticas que estaban a favor de los humillados y de los oprimidos por las jerarquías sociales; hasta que comprendí que esos grupos políticos no merecen ninguna simpatía. La CNT española fue el último de esos grupos en el cual yo tuve confianza. Había viajado a España antes de la Guerra Civil y conocía el país, no muy bien, pero lo suficiente para amar a este pueblo tan difícil de resistir. En el movimiento anarquista había visto la expresión natural de su grandeza y de sus errores, de sus legítimas necesidades y de sus deseos legítimos. La CNT y la FAI eran una mezcla sorprendente. Todos eran bienvenidos y tenían acceso allí, y como consecuencia coexistían estrechamente oposiciones incompatibles: por un lado el cinismo, la corrupción, el fanatismo y la crueldad, por el otro la fraternidad, el amor a la humanidad y el anhelo de dignidad que caracteriza a los hombres sencillos. Lo que animaba a los primeros era el gusto del desorden y la violencia, pero los segundos se proponían realizar un ideal: ellos determinaban, me parece, la dirección que seguía la CNT.

En julio de 1936 yo estaba en París. No me gusta la guerra, pero en la guerra siempre me pareció que lo más horrible era la situación de los que permanecían en la retaguardia. Cuando comprendí que, contra mi propia voluntad, no podía dejar de participar moralmente en la guerra, es decir anhelaba día a día y a toda hora la victoria del uno y la derrota del otro, tuve que reconocer que para mí París era la retaguardia. Tomé el tren a Barcelona, para enrolarme como voluntaria. Fue a principios de agosto de 1936.

Un accidente me obligó a interrumpir mi estancia en España. Permanecí algunos días en Barcelona; después estuve en el campo, en Aragón, a orillas del Ebro, a quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo sitio donde cruzaron el río recientemente las tropas de Yagüe; luego en el palacio de Sitges, que ahora sirve de hospital; después de nuevo en Barcelona; unos dos meses en total. Tuve que irme de España contra mi voluntad; me proponía regresar. Ahora he renunciado voluntariamente a retornar. No sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que ya no era, como había pensado al principio, un enfrentamiento de campesinos hambrientos contra los terratenientes y sus cómplices, los curas, sino una confrontación entre las potencias europeas: Rusia, Alemania e Italia.

[SIMONE WEIL]

La escasez

Ya al organizar la segunda columna destinada al frente de Aragón, tuvimos las primeras dificultades con algunos políticos importantes de nuestras propias organizaciones anarquistaso Mientras nosotros, los del Comité de Milicias, sosteníamos que los compañeros más populares y capaces debían ir al frente para dirigir allí las centurias, batallones y columnas, ellos opinaban lo contrario: querían preservar los mejores dirigentes para la posguerra. La consecuencia fue que los puestos de mando fueron llenados al azar, con lo que disminuyó la capacidad combativa de nuestras unidades. Disponíamos de muy pocos oficiales de carrera, y los que teníamos cumplían funciones en el estado mayor o eran asesores técnicos. Nuestros milicianos no querían a los militares profesionales, y desconfiaban de ellos, lo que era comprensible después de todo lo que había pasado anteriormente.

Pero casi toda la dirección de nuestras organizaciones en sus rangos superiores se preocupaba tanto por su propio bienestar como los demás partidos, que tampoco querían enviar al frente a sus dirigentes. Todos estaban alerta, listos para repartir la piel del oso que todavía no habían cazado. Pululaban así en la retaguardia los especuladores de la política. Con frecuencia éstos eran más repugnantes aún que los viejos políticos profesionales de la época anterior a la revolución.

No podemos silenciar esta actitud, ya que por culpa de ella no pudimos fortalecer el frente como era necesario. En Aragón, por ejemplo, sólo teníamos una débil línea de observación, muy mal armada en relación con su extensión. Debemos decirlo abiertamente: mientras que el frente de Aragón disponía sólo de 30.000 fusiles, las organizaciones y partidos de la retaguardia mantenían escondidos cerca de 60.000 fusiles y municiones en más cantidad de la que disponían las tropas del frente.

Decenas de veces hemos exigido a nuestras propias organizaciones que entregaran para la línea de fuego el material de guerra que poseían, y enviaran suficientes tropas para la guerra. Las mujeres, e incluso los niños, podían velar por la seguridad en la retaguardia. Se nos respondió que era imposible desarmar a nuestra propia gente, ya que otros grupos y partidos esperaban la ocasión para atacarnos por la espalda. Aceptamos este argumento. Dijimos: si nuestra propia gente se muestra dispuesta a entregar sus armas o a marchar al frente, procuraremos que también las demás organizaciones sean desarmadas, y encomendaremos esta tarea a quienes muestren más desconfianza hacia los otros grupos. También desarmaríamos y enviaríamos al frente a los restos de la Guardia de Asalto, los carabineros (la gendarmería) y la policía de seguridad. Las quejas de los que combatían en el frente eran justificadas, pues. Cada vez que Durruti venía a Barcelona, se enfurecía al ver la cantidad de armas con que la gente salía a pasear por allí. Un día se enteró que en Sabadell había ocho o diez ametralladoras escondidas. Exigió su entrega, al principio por las buenas; cuando rehusaron entregarlas, envió una centuria a Sabadell para quitarles las ametralladoras a la fuerza. Por suerte nos avisó a tiempo y pudimos intervenir y evitar una confrontación sangrienta. Entregaron una parte de las armas. Estaban en poder de los comunistas, pero eso no tiene importancia cuando sabemos que nuestros propios compañeros guardaban escondidas unas 40 ametralladoras, más de las que operaban en todo el frente de Aragón. Sin contar las que tenían las demás organizaciones y partidos.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN 3]

Y cuando por fin enviaban las ametralladoras, ya no teníamos municiones. Y cuando llegaban las municiones, las ametralladoras estaban rotas. Entonces Durruti llamó y llamó mil veces por teléfono, y por último viajó él mismo a Barcelona para buscar lo que necesitaba, no sólo lo que estaba en poder del gobierno, sino también en manos de la CNT. Nos sacó las pistolas del bolsillo, a sus propios compañeros, al fin y al cabo también nosotros teníamos que defendernos, pero nada, «¿Para qué quieres una pistola en la retaguardia?», gritaba. «Dámela o ven al frente con nosotros, si no quieres entregarla.» Así trató a los anarquistas, a su propia gente.

[MANUEL HERNÁNDEZ]

La ofensiva de Durruti se detuvo por falta de pertrechos. Gritaba enronquecido por teléfono exigiendo más municiones, más fusiles y más artillería. Sus intervenciones en la retaguardia no tuvieron éxito. Si en julio y agosto, en lugar de los 25.000 o 30.000 hombres que enviamos al frente de Aragón, hubiésemos lanzado los 60.000 u 80.000 hombres que era posible movilizar con las armas escondidas, nuestra victoria habría sido segura.

Me acuerdo de que un día el ex ministro de Educación Francisco Barnés regresó de una visita a Durruti en Bujaraloz. Allí había presenciado casualmente una tentativa enemiga de romper el frente y vio llorar de rabia a Durruti cuando se terminaron las municiones y los milicianos tuvieron que rechazar el ataque armados sólo con granadas de mano. Si el enemigo hubiese conocido la situación de la columna, y se hubiera enterado de que se le habían agotado las municiones, habría podido aniquilarla o capturarla. Situaciones como ésta ocurrían diariamente.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN l]

Todas las armas que compramos durante la Guerra Civil las pagó la CNT misma. No contábamos para nada con el gobierno de Madrid. Aun cuando Largo Caballero hubiese sido un poco más desprendido, habría sido inútil, porque era Negrín quien tenía en sus manos las finanzas del Estado. Se podría hablar mucho de la función que cumplió Negrín. De todos modos estoy segura que él estuvo desde el principio a favor de quienes querían impedir que los anarquistas desempeñaran un papel decisivo.

En eso estaban todos de acuerdo: en darnos la menor cantidad de armas posible; se nos destinaba a los sectores más difíciles del frente y se intentaba por todos los medios sembrar la discordia en nuestras filas poniéndonos ante problemas insolubles.

En lo que a Durruti se refiere, no lo lograron. Siempre estuvo de acuerdo con la línea de la CNT, con el comité regional de Cataluña y Aragón, y también con el consejo de Aragón. Sólo una vez hubo desacuerdo: cuando Durruti quiso atacar Zaragoza desde Yelsa. Su viejo amigo García Oliver, secretario entonces del Comité de Milicias de Cataluña, se opuso. Durruti se exasperó.

[FEDERICA MONTSENY l]

La exhortación

Durruti tenía razón cuando les decía a sus compañeros: «La indisciplina en el frente y el aburguesamiento en la retaguardia darán la victoria a los fascistas, a menos que tomemos de inmediato medidas contra ello. En el frente cada orden causa una disputa. Nadie quiere obedecer. En la retaguardia los nuevos ricos se instalan en hermosas casas burguesas y pasean en coches de lujo. Los cafés, los cabarets y las salas de baile están llenas, como si viviésemos en el mejor de los mundos, e incluso nuestros compañeros de la FAI tienden cada vez más a participar en este juego sucio.»

[JEAN RAYNAUD]

Durruti hizo uno de sus raros viajes a la retaguardia con el coche más destartalado que pudo encontrar; el 5 de noviembre habló por la radio en Barcelona. Toda la ciudad se puso en marcha para escuchar las transmisiones en las Ramblas. Ya había enviado un mensaje de salutación a Stalin por intermedio de la delegación española que había viajado a la Unión Soviética con motivo de la celebración del decimonoveno aniversario de la Revolución de Octubre. Nadie había comprendido mejor que Durruti la necesidad de la unidad. Algunos de los anarquistas de tendencia doctrinaria opinaban que él, su dirigente más famoso, había ido demasiado lejos en sus concesiones a la «burocracia stalinista», como la calificaba el POUM.

[FRANK JELLINEK]

Primera versión del discurso de Durruti]

Me dirijo al pueblo catalán, que hace cuatro meses quebró con valor el cerco de la soldadesca que pretendía aplastado con sus botas. Los saludo en nombre de nuestros amigos y compañeros, que combaten en el frente de Aragón, a pocos kilómetros de Zaragoza, a la vista de las torres de la catedral.

¡Madrid está amenazada! ¡Recordemos que no hay nada en el mundo capaz de avasallar a un pueblo revolucionario! NosotroS defendemos el frente de Aragón, y hacemos una llamada a los compañeros de Madrid con la esperanza de que ellos tampoco cederán. Las milicias catalanas cumplirán con su deber, corno lo cumplieron en julio en las calles de Barcelona al aplastar a los fascistas. Las organizaciones de la clase obrera 110 deben olvidar en ningún momento su objetivo principal: aniquilar al fascismo.

Hacemos un llamamiento al pueblo de Cataluña para que ponga fin a las intrigas, rivalidades y disensiones internas. Recordemos que estamos en guerra: deben cesar los viejos resentimientos y subterfugios políticos. Los esfuerzos del pueblo catalán no deben quedar a la zaga de los combatientes del frente.

No nos queda más alternativa que movilizar todas nuestras fuerzas. No debemos creer que basta con que se presenten siempre los mismos voluntarios. Si los obreros catalanes van al frente, es justo que también los que permanecen en la retaguardia hagan un sacrificio. Se necesita una eficaz movilización de los obreros en las ciudades. Los que estamos en el frente debemos saber quién nos apoya en la retaguardia y en quién podemos confiar.

Es cierto que luchamos por un objetivo superior. Las milicias os demuestran su responsabilidad en este sentido; pero las milicias no quieren que los periódicos recauden dinero para ellas y que se peguen carteles en las paredes solicitando ayuda. No les gusta, porque en los volantes que tiran los fascistas, aparecen las mismas peticiones y proclamas. Si queréis rechazar el peligro, debemos construir un bloque de granito.

Los que estamos en el frente pedimos solamente que la retaguardia se sienta responsable de nosotros y podamos confiar en ella. Exigimos que las organizaciones velen por nuestras mujeres y nuestros hijos.

Pero se equivocan quienes creen que la movilización general puede ser utilizada para intimidarnos o imponernos una disciplina de hierro. Invitamos a quienes han tramado semejante reglamento a venir al frente; así podrán apreciar nuestra moral y nuestra disciplina. ¡Después seremos nosotros qUienes vendremos a inspeccionar la moral y la disciplina en la retaguardia!

¡Estad tranquilos! En el frente no reina el caos ni la indisciplina. Nosotros comprendemos perfectamente nuestra responsabilidad y la importancia de la tarea que nos habéis confiado. Podéis dormir tranquilos. Nosotros, en cambio, hemos puesto en vuestras manos la economía de Cataluña. Os pedimos que estéis alerta y mantengáis una estricta disciplina. Cuidémonos de sembrar por nuestra propia incapacidad la semilla de una guerra civil antes de haber ganado la primera. Quien se imagine que su partido es el más poderoso y quiera imponerlo sobre los demás, a ése le decimos que está totalmente equivocado. Frente a la tiranía fascista, debemos oponer una fuerza unitaria, una organización unitaria y una disciplina unitaria.

En ningún caso permitiremos que los fascistas se abran paso. En el frente nuestra consigna es: ¡No pasarán!

[BUENAVENTURA DURRUTI 3]

[Segunda versión]

Todavía no es hora de pensar en reducciones de la jornada laboral ni en aumentos de sueldo. Los obreros, y especialmente los miembros de la CNT, tienen el deber de sacrificarlo todo y trabajar tanto como se les pida.

Me dirijo a todas las organizaciones para exhortarlas a que terminen sus luchas divisionistas y conspiraciones. Nosotros, los que estamos en el frente, pedimos sinceridad, sobre todo de parte de la CNT y la FAI. Queremos que nuestros dirigentes sean sinceros. No es suficiente que nos envíen cartas con exhortaciones al combate; tampoco basta con enviarnos ropas, víveres, armas y municiones. Esta guerra es sumamente dura, porque se lleva a cabo con los equipos técnicos más modernos; le costará caro a Cataluña. Nuestros dirigentes deben comprender que se trata de una guerra de larga duración; por lo tanto, deben comenzar a organizar la economía catalana para esas condiciones. Debemos establecer el orden en nuestra economía.

[BUENAVENTURA DURRUTI 4]

«Podéis dormir tranquilos», dijo en Barcelona, pero también dijo que «nuestra incapacidad podría sembrar la semilla de una segunda guerra civil». Pero parece que también el gobierno de Largo Caballero dormía bien en Madrid, aunque tenía que enfrentarse a un peligro mucho más inminente. En cuanto al estado mayor, o era incapaz o era traidor. Jesús Hernández, el ministro de Educación, declaró públicamente que un miembro del estado mayor le había dicho a Largo Caballero que las milicias servían a lo sumo para resolver el problema de la desocupación; que sólo peleaban para ganar sus 10 pesetas diarias. Los acontecimientos se encargaron de desmentir muy pronto este innoble cinismo.

[FRANK JELLINEK]

Los campesinos

La liberación

Sigamos pues a la columna de la CNT a un típico pueblo de la altiplanicie desértica de Aragón. Supongamos que se llama Santa María. Doscientas casas agrupadas en torno de una iglesia, un ayuntamiento y una cárcel. Poca tierra cultivada, e incluso la reducida superficie que el campesino puede aprovechar, depende por completo de un arroyuelo que se seca en julio. Algunos olivos y quizás unas pocas higueras. El clima, como dicen los habitantes, se compone de tres meses de invierno y nueve meses de infierno.

Los habitantes del pueblo son todos antifascistas, con excepción del rico terrateniente; se le considera rico porque con su finca gana tal vez cuarenta mil pesetas anuales, pasa la mayor parte del tiempo en Zaragoza, y en julio ha escapado volando a esa ciudad; uno o dos funcionarios, el alcalde y un guardia civil; un «capitalista» que tiene una pequeña fábrica, un lagar o una instalación de alumbrado; y el cura. Alguno de ellos (el cura no) tendrá un hijo o dos, que compra sus trajes en Zaragoza, se pasa la mitad del día en el café y aborda a cada señorita que se le acerca. En Barcelona o en Zaragoza estos señoritos serían personajes de poca monta, pero en el pueblo parecen grandes señores. Con frecuencia pertenecen a la Falange; saben con certeza que las leyes y el orden les protegen y no tienen reparo en exteriorizar públicamente sus opiniones reaccionarias.

Ahora llega la columna Durruti, llena de entusiasmo, pero muy mal armada. Su primera medida es «limpiar»: se dedican a borrar las huellas de fascismo que podrían existir en Santa María. En otras palabras, fusilan a todos los susodichos que no hayan huido a tiempo a Zaragoza, a menos que los habitantes del pueblo hablen a favor de alguno de ellos. En este caso, el hombre en cuestión no es molestado. En segundo lugar, la columna recoge del ayuntamiento los catastros y los registros de propiedad, los lleva a la plaza del pueblo y los quema. Este procedimiento tiene un alcance práctico, pero es al mismo tiempo un acto ritual. Se reúnen todos los habitantes del pueblo, y el dirigente de la columna les explica los principios del comunismo libertario. De paso se sueltan siempre algunas indirectas contra el peligro del stalinismo, que hallarían una buena acogida incluso en un club conservador. Nace un sentimiento de libertad y se expresan algunas esperanzas.

[JOHN LANGDON-DAVIES]

Cuando la columna Durruti llega durante su marcha a un pueblo, sus consejeros políticos destituyen al juez como primera medida. Los problemas locales se solucionan con estas tres preguntas: «¿Dónde está el juzgado municipal?» «¿Dónde está la oficina del catastro y sus registros?» y «¿Dónde está la cárcel?». Después queman los documentos judiciales y los registros y liberan a los presos.

[MANUEL BENAVIDES]

Varios pueblos enviaron de común esfuerzo carros enteros de víveres al frente. Algunos llevaron su entusiasmo tan lejos que sacrificaron sus mejores reses y aves y quedaron así al borde de la ruina. Lo más sorprendente fue la conducta de los campesinos aragoneses. En esta región hay poco regionalismo; a nadie le habría extrañado que sus habitantes se opusieran a que Cataluña y Navarra resolvieran sus conflictos en suelo aragonés. Sin embargo, los campesinos de la provincia saludaban a las columnas que avanzaban desde Barcelona con opíparas comidas y se disculpaban ante los rezagados con melancólica cortesía por no poder ofrecerles más que pan y vino. Se habrían ofendido si las milicias no hubiesen aceptado sus obsequios.

[FRANK JELLINEK]

Viajé hacia el sur con mi motocicleta y pasé uno tras otro los pueblos cerrados con barricadas. La gente trabajaba la tierra, y casi olvidé la cercanía del horror, en el azul del día, bajo los olivos que, según se dice, «sólo despiertan a la vida a la luz de la luna».

Estaba un poco intranquilo, porque el motor hacía ruidos muy raros. La noche anterior había dejado mi motocicleta en un garaje, y los milicianos comunistas que lo administraban me habían prometido arreglar el motor. Y lo habían hecho tan concienzudamente que sólo podía andar a toda marcha; así aterricé en primera a treinta y cinco kilómetros por hora ante las bayonetas de una barricada.

-Buenos días -dije-. ¿Hay algún mecánico en el pueblo que pueda ayudarme?

Ésta era una pregunta superflua, porque en todo pueblo español hay un mecánico desocupado, competente, dispuesto a cooperar en todo momento. Unos días después le conté mi aventura a mi amigo el marqués; resplandeció de alegría al saber que también un miliciano anarcosindicalista en una iglesia quemada seguía siendo un español, un experto y un caballero. El centinela de la barricada se dirigió a un chico que llevaba un mono azul:

-Juan -exclamó-, lleva al compañero al centro mecanizado de la industria del transporte.

Juan y yo empujamos la moto por la calle del pueblo. El centro mecanizado de la industria del transporte quedaba a la vuelta de la esquina. Un mes antes había sido la iglesia del pueblo. Ahora había un camión ante cada hornacina, que antes habían servido como capillas. Dos hombres con ropas de mecánico rompían con picos y palas los últimos restos de dorada cursilería y mármol falso. El polvo de estuco flotaba en el aire. Me puse a mirar, y los milicianos observaron a su vez para descifrar en mi rostro qué opinaba yo de su trabajo.

-Han construido casas muy sólidas para sus santos -dijo por fin uno que procuraba en vano derribar una columna-, y sin embargo esos santos nunca existieron. Si hubiese sido la casa de un obrero, se habría caído al primer golpe de pico, Porque no se han esforzado tanto al construir las casas de los vivos.

-Por lo menos tenéis un buen garaje -dije.

-Un excelente garaje, compañero.

-¿Y seguirá siempre siendo un garaje? ¿Qué os parece?

-No siempre. Hasta que hayamos destruido al enemigo. Mire allí, compañero.

Miré y vi al otro lado de la plaza a algunos hombres que cavaban con ahínco una zanja.

-Allí estamos construyendo un mercado cubierto. El agua corriente se instalará ahora mismo. Antes, nuestras mujeres tenían que vender sus mercancías en la calle. Todo lleno de moscas. Ahora construimos un mercado limpio. Es mejor para nuestra salud, ¿sabe usted?

Entretanto, los dos mecánicos habían arreglado mi moto. Tenían las mejores intenciones y habían rociado con aceite hasta el último tornillo.

-¿Cuánto le debo? -pregunté.

-No sé qué decirle, compañero -dijo el mecánico-. Era sólo una bagatela. Lo hacemos gratis.

-De todos modos le ha costado dos horas de su vida. Eso no es una bagatela. Permítame que le dé una contribución para los fondos de las milicias antifascistas.

Así aceptaron. Les dejé cien pesetas para los fondos del pueblo y seguí mi camino.

[JOHN LANGDON-DAVIES]

La colectivización

13 de agosto

En la taberna del pueblo se celebra una asamblea general de los campesinos; es una continuación de la asamblea de ayer y se discute el mismo problema. Un grupo de anarquistas había convocado a los campesinos y proclamado la comuna en Tardienta. Nadie se había opuesto. Pero a la mañana siguiente se habían producido disidencias, y algunos campesinos habían ido a ver a Trueba y le habían pedido que resolviera el asunto en su calidad de comisario de guerra.

Los problemas más importantes son el reparto de la tierra y de la cosecha y la organización de la explotación. Casi en todas partes se distribuye entre los campesinos pobres y los labradores la tierra confiscada a los terratenientes fascistas. Los campesinos y los labradores recogen colectivamente las mieses y las distribuyen en proporción al trabajo que cada uno ha realizado. A veces, se toman en cuenta otras normas: el número de bocas, por ejemplo. Pero detrás del frente aparecen algunos grupos de anarquistas y trotskistas. Exigen como primer punto la colectivización inmediata de la economía rural; segundo, requisa de la cosecha de los campos de los terratenientes a través de los comités rurales, y tercero, confiscación de las propiedades de los campesinos medios, que poseen de cinco a seis hectáreas. A base de órdenes y amenazas ya se han constituido algunas economías colectivas.

La baja sala de suelo de piedra y columnas de madera está atestada de gente. Una lámpara de petróleo humea, la energía eléctrica se reserva para proyectar películas. Penetrante olor a cuero y a fuerte tabaco canario. Si no fuera por las trescientas boinas vascas y los abanicos de papel que tienen los hombres, se podría creer que estamos en un pueblo de casacas a orillas del Kubán.

Trueba inaugura la asamblea con un corto discurso. Declara que esta guerra va dirigida contra los terratenientes fascistas y a favor de la República, por la libertad de los campesinos y por su derecho a realizar la vida y el trabajo como ellos lo consideren justo. Nadie puede imponer su voluntad sobre los campesinos aragoneses. En cuanto a la comuna, sólo los campesinos mismos pueden decidir, sólo ellos, y nadie más que ellos. Las tropas y el comisario de guerra como representantes de ellas sólo pueden prometer que protegerán a los campesinos contra toda medida dictatorial, venga de donde venga.

Satisfacción general. Gritos: «¡Muy bien!» Alguien de la concurrencia le pregunta a Trueba si él es comunista. Él contesta: Sí, comunista, es decir, mejor dicho, miembro de los partidos socialistas unificados, pero eso no tiene importancia ahora, él representa aquí a una liga de lucha y al Frente Popular.

Es robusto y de baja estatura, fue minero, después cocinero, estuvo en la cárcel; todavía es joven; medio vestido a lo militar, con correaje de cuero y pistola.

Se presenta la siguiente moción: que sólo a los campesinos y labradores de Tardienta se les permita participar en esta asamblea. Otra moción: que todos puedan participar; pero que sólo hablen los campesinos. Se acepta esta moción.

Habla el presidente del sindicato de Tardienta (unión de los braceros y campesinos con poca tierra, una especie de comité de los campesinos pobres). Opina que la resolución de ayer sobre la colectivización no ha sido decidida por la mayoría, sino por un pequeño número de campesinos. De todos modos, habrá que discutirla de nuevo.

La asamblea está de acuerdo.

Desde el fondo una voz informa que ayer, mientras se hacía cola para comprar tabaco, algunos protestaron contra el comité. El orador invita a los críticos de ayer a presentarse. Alboroto en la sala, protestas y aplausos, silbidos y gritos: «¡Muy bien!» Nadie pide la palabra.

Un campesino de edad madura recomienda con timidez que se siga trabajando en forma individual y que después de la guerra se vuelva sobre el asunto. Aplausos. Dos oradores sostienen la misma opinión.

Discusión sobre la distribución de la cosecha de ese año realizada en terrenos confiscados. Algunos solicitan una distribución igualitaria por finca, otros que el sindicato distribuya de acuerdo a la necesidad y número de bocas.

Todavía quedan cereales en el campo, que no han sido recogidos a consecuencia de la guerra. Un joven campesino propone que quien lo desee que coseche tanto trigo como quiera, a su propio riesgo. Quien arriesgue más tendrá más. Aplausos de nuevo. Interviene Trueba. Esta propuesta le desagrada. «Somos todos hermanos y no vamos a correr un peligro innecesario por un saco de cereal.» Aconseja cosechar en conjunto los campos situados en la zona de fuego; la columna armada protegerá a los campesinos. El cereal se repartirá de acuerdo con el trabajo realizado y la necesidad. La asamblea aprueba la moción de Trueba.

Ya son las ocho y pronto se cerrará la asamblea. Sin embargo, un nuevo orador vuelve a sacar de la calma a la reunión. Con palabras emocionadas y apasionadas trata de convencer a los habitantes de Tardienta a que superen su egoísmo y repartan todo en partes iguales. ¿Acaso no es éste el propósito de esta guerra sangrienta? Se debería aprobar la resolución de ayer e implantar de inmediato el comunismo libertario. No sólo la tierra de los grandes terratenientes debe confiscarse, sino también la de los labradores ricos y campesinos medios. Gritos, silbidos, insultos, aplausos, exclamaciones: «¡Muy bien!»

Después de este primer orador, pasan al ataque otros cinco anarquistas. La asamblea está confundida, algunos aplauden, otros se callan. Todos están cansados. El presidente del sindicato propone someter la propuesta a votación. El primer orador anarquista se opone: ¿acaso puede resolverse un problema de este tipo con una votación? Lo que hace falta es un avance colectivo, un esfuerzo unitario, ímpetu y entusiasmo. En la votación cada uno piensa para sí mismo. La votación revela egoísmo. ¡No se necesita votar!

- Los campesinos están confusos, las resonantes palabras los entusiasman. Aunque la mayoría está contra el orador anarquista, no se logra restablecer el orden para votar. La asamblea rueda por una pendiente. Ahora no hay modo de contenerla. Sin embargo, Trueba encuentra de repente una solución. Propone: ya que por el momento no es posible llegar a un acuerdo, los que quieran cultivar la tierra individualmente, que lo hagan. En cambio, los que prefieran establecer una economía colectiva deben reunirse aquí mañana a las nueve de la mañana. La solución satisface a todos. Sólo los anarquistas se van descontentos.

[MIJAÍL KOLTSOV]

Columna Durruti. Viernes 14 y sábado 15 de agosto.

Conversación con los campesinos de Pina: ¿Están de acuerdo con la economía colectiva?

Primera respuesta [varias personas]: Hacemos lo que decide el comité.

Un viejo: De acuerdo, es decir, a condición de que él reciba todo lo que necesita, y no tenga que andar siempre en enredos, como ahora, para pagar al médico y al carpintero...

Otro: Ya veremos cómo marcha el asunto...

¿Cree que es mejor cultivar la tierra en conjunto, o individualmente?

Mejor todos juntos. [No muy convencido.] ¿Cómo han vivido antes?

Trabajo, de sol a sol, muy mala comida. La mayoría no sabe leer. Los niños están empleados. Una chica de catorce años trabaja como lavandera desde hace dos años. [Se ríen mientras lo cuentan.] Sueldo de 20 pesetas mensuales una chica de veinte años], o 17, o 16... Van descalzos.

Los propietarios ricos de Zaragoza.

El cura: No tenían dinero para darle limosnas, pero le daban aves al cura. ¿Lo querían? Muchos sí. ¿Por qué? Ninguna respuesta clara.

Nuestros interlocutores nunca habían ido a misa. [Personas de edades diversas.] ¿Había mucho odio contra los ricos? Sí pero más aún entre los pobres. ¿No cree que esa situación podría perjudicar el trabajo en común? No, porque no habrá más desigualdad.

¿Trabajarán todos igual? El que no trabaje lo suficiente tendrá que hacerla a la fuerza. El que no trabaje, no recibirá comestibles.

¿Es mejor la vida en la ciudad que en el campo? Mucho mejor. Menos trabajo. Mejor ropa, más entretenimientos, etc. Los obreros de la ciudad están al corriente de lo que pasa... Uno de los habitantes del pueblo fue a la ciudad, encontró trabajo, y regresó tres meses después con ropa nueva.

¿Envidian a la gente de la ciudad? No les preocupa.

Servicio militar: un año. Su único pensamiento es regresar lo antes posible a casa. ¿Por qué? Mala comida. Cansancio.

Disciplina. Palizas (si alguien se defiende, lo fusilan). Bofetadas, culatazos, etc. Para los ricos mejores condiciones, hacen rancho aparte. ¿Debe abolirse el servicio militar? Sí, sería muy bueno.

Los que estaban a favor del cura no han cambiado su opinión, pero se callan.

Situación de los campesinos: arrendatarios, pagan una renta al propietario. Muchos fueron desalojados de sus tierras porque no podían pagar la renta. Tenían que trabajar como peones a dos pesetas diarias.

Vívido sentimiento de su segregación social.

[SIMONE WEIL]

Anécdotas de aldea

Después de la conquista de Monegrillo algunos milicianos fueron a una casa abandonada y se llevaron la ropa de los ausentes. Dejaron tiradas sus ropas. Cuando los fugitivos regresaron a casa, denunciaron el saqueo al comité. Los culpables fueron identificados. Durruti ordenó que los fusilaran. En el último momento les perdonó la vida. Dijo: «Sois mis hombres y os perdono la vida esta vez. Pero si os vuelo a pescar, os hago fusilar. No necesito ladrones ni bandidos.»

[JESÚS ARNAL PENA 3]

Lo que me contó mi acompañante sobre la política de la columna Durruti era realmente repugnante. En medio del entusiasmo general que sentían los campesinos por la causa republicana, parecía que ellos habían descubierto la fórmula secreta para hacerse odiar en todas partes. Hasta tuvieron que irse del pueblo de Pina, debido simplemente a la muda oposición de los campesinos, ante la cual nada pudieron hacer. Evidentemente su falta de consideración al realizar las requisiciones de alojamientos y mercancías y al fusilar a los «fascistas» reales o presuntos, estuvo a punto de provocar una sedición de campesinos contra las milicias. Los fusilamientos no habían terminado aún. Según se dice, formaban parte de las actividades cotidianas de la gente de Durruti, adondequiera que llegara. A mi amigo lo invitaron a asistir a un fusilamiento, como si fuera una atracción extraordinaria.

[FRANZ BORKENAU]

El 28 de agosto es el día de San Agustín, el santo patrono de Bujaraloz. Ese día se celebra la tradicional verbena. En vísperas de la fiesta la gente andaba un poco desconcertada y no sabía qué hacer. No parecían muy dispuestos a renunciar a la verbena, aunque no armonizara mucho con la nueva situación. Fueron a ver a Durruti para discutir con él el problema.

-¡Sea! -dijo él-, antes hacíais fiesta en honor a San Agustín, desde mañana festejaréis la gloria del compañero Agustín, y asunto arreglado.

En lo que se refiere a la cuestión religiosa, nunca me molestó; una vez me regaló incluso una Biblia en latín que había encontrado no sé dónde.

[JESÚS ARNAL PENA l]

Un día aparecieron algunos campesinos de los Monegros en el cuartel general de Durruti. Vinieron a proponer un trueque: azúcar y chocolate por unas campanas de iglesia que traían.

Durruti se desternilló de risa.

[N. RAGACINI]

La calma en el frente permitió a Durruti ocuparse de los problemas de la retaguardia. En su sección se discutía sobre todo la cuestión campesina. En los Monegros logró fundar una colectividad agrícola de común acuerdo con los campesinos. y como se necesitaban con urgencia comunicaciones en toda la región, Durruti organizó una brigada para la construcción de caminos. Con este propósito distribuyó voluntarios que habían venido al frente pero no eran aptos para el combate. Esta brigada se dedicó también a arar tierra nueva. Uno de los caminos construidos iba desde Pina de Ebro (pueblo situado al borde de la carretera principal Lérida-Zaragoza) hasta el aislado pueblo de Monegrillo. Aún actualmente los habitantes de la zona lo llaman «el camino de los gitanos». Ocurrió que Durruti había encontrado a unos gitanos en su zona de operaciones, y persuadió al pueblo nómada por excelencia a que se pusiera a construir carreteras. Lo que a algunos les pareció una maravilla, los gitanos lo llamaron «castigo de Dios».

Durruti ayudaba a los campesinos siempre que podía. Cuando los vehículos y los tractores de la columna no eran utilizados en el frente, los ponía a disposición de los campesinos para cultivar tierra virgen. Los camiones de la columna transportaban trigo y abono y llevaban agua a las cisternas cuando éstas se agotaban.

[RICARDO SANZ 3]

Mientras la columna Durruti avanzaba hacia Aragón, encontró en el camino un campamento de gitanos. Familias enteras acampaban al aire libre. Era inquietante, porque a esta gente no le preocupaba en lo más mínimo la posición del frente y pasaban de un lado a otro cuando se les ocurría. No se excluía la posibilidad de que fueran utilizados como espías a favor de Franco. Durruti reflexionó sobre el problema. Después fue a ver a los gitanos y les dijo: «Para comenzar, señores, os cambiaréis de ropa y os vestiréis como nosotros.» Por aquel entonces los milicianos usaban «monos», a pesar del calor del mes de julio. Los gitanos no estaban precisamente entusiasmados. «¡Sacaos esos trapos! Llevaréis la misma ropa que llevan los obreros.» Los gitanos notaron que Durruti no estaba para bromas, y se mudaron sin chistar. Pero eso no fue todo. «Ahora, ya que lleváis ropas de trabajador, también podéis trabajar», prosiguió Durruti. Y allí fue el llanto y el rechinar de dientes. «Los campesinos del lugar han fundado una colectividad y han decidido construir un camino para que su pueblo pueda comunicarse con la carretera principal. Aquí tenéis vuestras palas y picos, ¡vamos!» A los gitanos no les quedaba otra alternativa. Y de cuando en cuando venía Durruti a ver cómo seguía el trabajo. Se alegró infinitamente de haber logrado que los gitanos usaran sus manos. «Allí está el señor Durruti», susurraban los gitanos con su acento andaluz, y levantaban la mano con el saludo antifascista, es decir, levantaban los brazos con el puño cerrado, y Durruti comprendía muy bien lo que querían decir con eso.

[GASTON LEVAL]

Una última tentativa

A finales de septiembre el comité regional de la CNT convocó una asamblea en Bujaraloz a la que asistieron militantes de Aragón y delegados de las centurias y columnas anarquistas. Se proyectaba organizar un organismo dirigente en el que estarían representados todos los partidos y organizaciones. Este «consejo» se proponía restablecer, unificar y desarrollar racionalmente la economía de la región, que había sido deteriorada por la guerra, y hacer frente al predominio de los catalanes en Aragón. Además, protegerían a la población contra los abusos de las milicias, que en ocasiones se habían comportado como una potencia ocupante y habían escapado a todo control.

Durruti intervino a favor de la fundación del consejo. Éste fue aprobado por amplia mayoría. De este modo la CNT se proponía contrarrestar la propaganda de los marxistas (POUM y PSUC). Los marxistas sostenían, por ejemplo, que las colectividades agrícolas eran ilegales. Joaquín Ascaso fue elegido presidente de este futuro gobierno provincial revolucionario. De inmediato los anarquistas aragoneses se pusieron al habla con los socialistas y los pocos republicanos de la región. Los primeros se mostraron reservados e incluso hostiles, en cambio los segundos estuvieron de acuerdo en principio, aunque preferían aguardar. A pesar de todo, la CNT decidió fundar el consejo, el cual se reunió por primera vez en Fraga en octubre de 1936.

Los anarquistas de Aragón intentaron así lo que sus compañeros catalanes siempre habían eludido: la toma total del poder. Lo intentaron a pesar de las devastaciones de la guerra, de la presencia de contingentes armados del POUM, del PSUC y de los nacionalistas catalanes, a pesar de las repercusiones que podía tener en el extranjero, del gobierno central de Madrid, e incluso contra la voluntad de la propia CNT, a cuyo comité nacional no se consultó ni informó. Éste se encontró ante el hecho consumado.

No es de extrañar que el consejo de Aragón se haya convertido en el blanco de la desaprobación general: republicanos, socialistas y comunistas lo calificaron de instrumento de una encubierta dictadura anarquista y lo acusaron de tendencias separatistas. También la CNT se unió al coro de los atacantes.

Más tarde, en diciembre de 1936, el consejo fue reconocido después de largas discusiones con los gobiernos de Barcelona y Madrid, pero tuvo que aceptar a representantes de otros partidos, restringir sus plenos poderes y someterse a la autoridad del Estado centralizado.

[CÉSAR M. LORENZO]

Proclamación del Consejo Regional de Defensa de Aragón

Cada vez escuchamos con más frecuencia las protestas que se levantan en los pueblos contra las diversas columnas y unidades. El consejo de Aragón condena los actos irresponsables de ciertos grupos. Se propone evitar que los campesinos aragoneses comiencen a odiar a sus hermanos antifascistas a quienes siempre han ayudado con todas sus fuerzas. No podemos tolerar que se sigan pisoteando los derechos de nuestro pueblo.

Algunos dirigentes de columnas de una cierta fracción política se comportan en nuestra región como representantes de una potencia ocupante en territorio enemigo. Tratan de imponer a nuestro pueblo normas políticas y sociales que le son extrañas.

Se destituyen comités elegidos por el pueblo; se desarma a hombres que arriesgan su vida por la revolución; se les amenaza con castigos corporales, con la cárcel y el fusilamiento; se constituyen nuevos comités inspirados en el credo político de quienes los respaldan. Sin reflexión y sin control, sin considerar las necesidades de los habitantes, se incautan víveres, ganado y objetos de toda clase. Tenemos que sembrar y no tenemos grano, abonos ni maquinarias. De este modo son arruinados sistemáticamente nuestros pueblos.

En consecuencia, exigimos a los comandantes de las columnas:

  1. Que soliciten directamente al consejo de defensa los artículos, el ganado y otros enseres imprescindibles, que serán suministrados de acuerdo a las posibilidades. Que prohíban enérgicamente todas las requisiciones por cuenta propia, a menos que la situación militar no admita demoras.
  2. Que impidan la intromisión de las columnas antifascistas en la peculiar vida político-social de un pueblo que es libre por esencia y que tiene un carácter propio.

Recomendamos a los habitantes de los pueblos y a sus comités:

  1. Que no entreguen a nadie las armas que posean, sin la expresa autorización del consejo; que no permitan en ningún caso la destitución de los comités existentes, hasta tanto el consejo haya decidido su renovación.
  2. Que no acepten ninguna clase de requisas que no estén refrendadas por el consejo de Aragón, con excepción de casos especialmente urgentes, de los cuales el comandante de la columna se hará responsable.
  3. toda contravención de estas disposiciones se comunique de inmediato al consejo, haciendo constar los nombres de los responsables.

Esperamos que todos, sin excepción, cumplan estas instrucciones y demandas. Sólo así se impedirá que acontezca la triste paradoja de que un pueblo libre comience a detestar su libertad y a sus libertadores, y se produzca el hecho no menos triste de que un pueblo sea completamente arruinado por la revolución que él mismo en todo tiempo añoró.

Por el Consejo de Defensa Regional de Aragón.

El presidente, Joaquín Ascaso.

Fraga, octubre de 1936.

[JOSÉ PEIRATS 2]