Primer comentario

La historia como ficción colectiva

«Ningún escritor se habría arriesgado escribir la historia de su vida; se parecía demasiado a una novela de aventuras.» A esta conclusión llegó ya en 1931 Ilya Ehrenburg al conocer personalmente a Buenaventura Durruti, y enseguida puso manos a la obra. En pocas palabras formuló su opinión sobre Durruti: «Este obrero metalúrgico había luchado por la revolución desde muy joven. Había participado en luchas de barricadas, asaltado bancos, arrojado bombas y secuestrado jueces. Había sido condenado a muerte tres veces: en España, en Chile y en Argentina. Había pasado por innumerables cárceles y había sido expulsado de ocho países.» Y así sucesivamente. El rechazo de la «novela de aventuras» revela el antiguo temor del narrador a ser tomado por mentiroso, yeso precisamente cuando éste ha dejado de inventar y se atiene en cambio estrictamente a la «realidad». Al menos esta vez quisiera que le creyeran. Entonces se vuelve contra él la desconfianza que hacia sí mismo había despertado a través de su obra: «No se cree nunca al que mintió una vez.» Así, para escribir la historia de Durruti, el escritor tiene que renegar de su condición de narrador. En definitiva, su renuncia a la ficción oculta también el lamento de no saber nada más sobre Durruti, de comprender que de la novela prohibida sólo queda el vago eco de conversaciones en un café español.

Sin embargo, no logra silenciar ni escamotear por completo lo que le han contado. Los relatos que ha escuchado se apoderan de él y lo convierten en un mero repetidor. ¿Pero quiénes han sido los relatores? Ehrenburg no cita sus fuentes. Sus pocas sentencias captan un producto colectivo, una algarabía de voces. Hablan personajes anónimos y desconocidos: una voz colectiva. Las declaraciones anónimas y contradictorias se combinan y adquieren un nuevo carácter: de las narraciones surge la historia. Así ha sido transmitida la historia desde los tiempos más antiguos: como leyenda, epopeya o novela colectiva.

La historia como ciencia nace justo cuando nos independizamos de la tradición oral, cuando aparecen los «documentos»: expedientes diplomáticos, tratados, actas y legajos. Pero nadie recuerda la historia de los historiadores. La aversión que sentimos hacia ella es irresistible, y parece infranqueable. Todos la han sentido en las horas de clase. Para el pueblo la historia es y seguirá siendo un haz de relatos. La historia es algo que uno recuerda y puede contar una y otra vez: la repetición de un relato. En esas circunstancias la tradición oral no retrocede ante la leyenda, la trivialidad o el error, con tal que éstos vayan unidos a una representación concreta de las luchas del pasado. De ahí la notoria impotencia de la ciencia ante los pliegos de aleluyas1 y la divulgación de rumores. «Eso sostengo, no puedo remediarlo.»2 «y sin embargo se mueve.» Ninguna demostración en contra podría borrar el efecto de esas palabras, aunque se probara que nunca fueron dichas. La Comuna de París y el asalto al Palacio de Invierno, Dantón ante la guillotina y Trotski en México: la imaginación popular ha participado más que cualquier ciencia en la elaboración de esas imágenes.

Al fin y al cabo, la Gran Marcha china es para nosotros lo que se cuenta sobre la/Gran Marcha. La historia es una invención, y la realidad suministra los elementos de esa invención. Pero no es una invención arbitraria. El interés que suscita se basa en los intereses de quienes la cuentan; quienes la escuchan pueden reconocer y definir con mayor precisión sus propios intereses y el de sus enemigos. Mucho debemos a la investigación científica que se tiene por desinteresada; sin embargo ésta sigue siendo para nosotros un producto artificial, un Schlemih1.3 Sólo el verdadero ser de la historia proyecta una sombra. y la proyecta en forma de ficción colectiva.

Así debe interpretarse la novela de Durruti: no como una biografía producto de una recopilación de hechos, y menos aún como reflexión científica. Su campo narrativo sobrepasa la mera semblanza de una persona. Abarca también el ambiente y el contacto con situaciones concretas, sin el cual este personaje sería imposible de imaginar. Él se define a través de su lucha. Así se manifiesta su «aura» social, de la que participan también, a la inversa, todas sus acciones, declaraciones e intervenciones. Todas las informaciones que poseemos sobre Durruti están bañadas de esa luz peculiar; es imposible ya distinguir entre aquello que puede ser atribuido estrictamente a su aura y aquello que sus comentaristas (incluso sus enemigos) le atribuyen en sus recuerdos. En cambio, el método narrativo permite ser precisado. Este método deriva de la persona descrita, y los problemas que plantea pueden caracterizarse del siguiente modo: se trata de reconstruir la existencia de un hombre que murió hace treinta y cinco años, y cuyos bienes relictos se reducían a «ropa interior para una muda, dos pistolas, unos prismáticos y gafas de so1». Éste era todo el inventario. Sus obras completas no existen. Las declaraciones que el difunto expresó por escrito son muy escasas. Sus acciones absorbieron por completo su vida. Eran acciones políticas, y en gran parte ilegales. Se trata de descubrir sus huellas, las cuales no son tan evidentes después de una generación. Esas huellas han sido obliteradas, desdibujadas y casi olvidadas. No obstante son numerosas, cuando no caóticas. Los fragmentos transmitidos por escrito están enterrados en archivos y bibliotecas. Pero existe también una tradición oral. Todavía viven muchas de las personas que lo conocieron; hace falta encontrarlas y preguntarles. El material que puede reunirse de este modo es de una desconcertante diversidad: la forma y el tono, los gestos y la autoridad varían a cada instante. La novela como collage incorpora reportajes y discursos, entrevistas y proclamas, se compone de cartas, relatos de viajes, anécdotas, octavillas, polémicas, noticias periodísticas, autobiografía, carteles y folletos propagandísticos. El carácter discordante de las formas revela una grieta que se prolonga a través de los mismos materiales. La reconstrucción se asemeja a un rompecabezas, cuyas piezas no encajan sin costura. Es ahí precisamente, en las grietas del cuadro, donde hay que detenerse. Quizá resida ahí la verdad de la que hablan, sin saberlo, los relatores. Lo más fácil sería hacerse el desentendido y afirmar que cada frase de este libro es un documento. Pero ésas serían palabras huecas. Apenas miramos con un poco de detenimiento, se deshace entre los dedos la autoridad que el «documento» parece poseer. ¿Quién habla? ¿Con qué propósito? ¿En interés de quién? ¿Qué trata de ocultar? ¿De qué quiere convencernos? ¿Hasta qué punto sabe en realidad? ¿Cuántos años han transcurrido entre el suceso narrado y el relato actual? ¿Qué ha olvidado el narrador? ¿Y cómo sabe lo que dice? ¿Cuenta lo que ha visto, o lo que cree haber visto? ¿Cuenta lo que alguien le ha contado? Estas preguntas nos llevan lejos, muy lejos, ya que su contestación nos obligaría, por cada testigo, a interrogar a otros cien; cada fase de ese examen nos alejaría progresivamente de la reconstrucción, y nos aproximaría a la destrucción de la historia. Al final habríamos liquidado lo que habíamos ido a buscar. No, la cuestionabilidad de las fuentes es un problema de principios, y sus diferencias no pueden resolverse con una crítica de las fuentes. Incluso la «mentira» contiene un elemento de la verdad, y la verdad de los hechos incontestables, suponiendo que ésta pueda hallarse, nada nos aportaría. Las ambiguas opalescencias de la tradición oral, su colectivo parpadeo, emana del movimiento dialéctico de la historia. Es la expresión estética de sus antagonismos.

Quien tenga esto presente no cometerá muchos errores en su tarea de reconstructor. Él no es más que el último (o más bien, como ya veremos, el penúltimo) en una larga serie de relatos de algo que tal vez haya ocurrido de un modo, o tal vez de otro, de algo que en el transcurso de la narración se ha convertido en historia. Como todos los que le han precedido, también él querrá sacar a la luz y poner de relieve su interés. No es imparcial, e interviene en la narración. Su primera intervención consiste en elegir ésa y no otra historia. El interés que demuestra en esa búsqueda no aspira a ser completo. El narrador ha omitido, traducido, acortado y montado. Involuntaria o premeditadamente ha introducido su propia ficción en el conjunto de las ficciones, excepto que la suya tiene razón sólo en tanto tolere la razón de las otras. El reconstructor debe su autoridad a la ignorancia. Él no ha conocido a Durruti, no ha vivido en su época, no sabe más que los otros. Tampoco tiene la última palabra, puesto que la próxima persona que transformará su historia, ya sea que la rechace o la acepte, la olvide o la recuerde, la pase por alto o la repita, esa siguiente persona, la última por el momento, es el lector. También su libertad es limitada, pues lo que encuentra no es un mero «materia!», casualmente esparcido ante sí, con absoluta objetividad, untouched by human hands.4 Al contrario. Todo lo que aquí está escrito ha pasado por muchas manos y denota los efectos del uso. En más de una ocasión esta novela ha sido escrita también por personas que no se mencionan al final del libro. El lector es una de ellas, la última que cuenta esta historia. «Ningún escritor se hubiese propuesto escribirla.»

Balas perdidas

Dos aspectos de una ciudad

León, obispado y capital de la provincia homónima, está situada sobre una colina a 851 metros sobre el nivel del mar, en la confluencia de los ríos Torío y Bernesga, de donde nace el río León. Población: 15.580 habitantes (1900). Por la ciudad pasa el tren rápido Madrid-Oviedo. El barrio antiguo, con la catedral y otros edificios medievales, está rodeado por las murallas de la ciudad; éste no ha perdido sus aspectos característicos, a pesar de la renovación arquitectónica que se produjo en la segunda mitad del siglo XIX. En la misma época se formaron, fuera de los muros de la ciudad, nuevos suburbios donde habitan los obreros industriales, atraídos por el establecimiento de una fundición, una fábrica de material ferroviario, una industria química y una fábrica de artículos de cuero. Así, León está formada por dos ciudades: una antigua y clerical, y otra nueva e industrial.

[Encyclopaedia britannica]

El barrio de Santa Ana, donde nació Durruti, se compone de casas viejas y pequeñas. Es un barrio proletario. Su padre era ferroviario, y casi todos sus hermanos trabajaron para el ferrocarril, al igual que Durruti.

El ambiente social de la ciudad estaba poderosamente influido por la presencia del obispado. Éste sofocaba toda idea y acción que disgustara al clero. En resumen, León era un baluarte de la vieja España clerical y monárquica. Casi no había industrias. Los habitantes se conocían entre sí. Una fuerte guarnición, varias brigadas de la Guardia Civil, numerosos claustros, una catedral, un palacio episcopal, una escuela normal de maestros, una escuela de veterinaria y una poderosa pequeña burguesía defensora de la calma y el orden: eso era todo. Este ambiente no toleraba ninguna opinión divergente o temperamento contradictorio. La única solución era emigrar. Una persona como Durruti nunca habría hallado su sitio en León, al menos en el León de nuestra juventud, que consideraba como extremistas y elementos escandalosos a los pocos republicanos tibios e inofensivos de entonces.

[DIEGO ABAD DE SANTlLLÁN]

Informaciones de una hermana

  1. Buenaventura Durruti nació en León el 14 de julio de 1896.
  2. Hermanos: ocho, de los cuales siete hermanos y una hermana. En 1969 vivían todavía dos hermanos y la hermana.
  3. Profesión: mecánico.

4) Antecedentes personales: a los cinco años ingresó en la escuela primaria de León. Siempre fue un buen alumno. Inteligente, un poco travieso, pero de buen carácter. Asistió a la escuela dominical de los padres capuchinos de León, donde obtuvo varias distinciones y diplomas que mi madre ha conservado cuidadosamente.

Desde 1910 hasta 1911 trabajó en el taller del señor Melchor Martínez, por un jornal de 25 céntimos. Me acuerdo que no estaba satisfecho, porque el sueldo le parecía muy poco. Mi madre no compartía su opinión. Consideraba que el salario era suficiente y le decía que allí aprendería una profesión útil que le permitiría independizarse. Por aquel entonces él asistía a la escuela nocturna. Su tiempo libre lo empleaba casi siempre en leer y estudiar. Después ingresó en la fundición del señor Antonio Miaja. Allí trabajó hasta 1916. Luego se presentó a un examen práctico en la compañía ferroviaria del norte de España y obtuvo allí un puesto de mecánico en 1916. Después de la huelga de 1917 fue despedido. Se marchó de España y viajó a París, donde permaneció hasta 1920. Después regresó Y trabajó en el montaje del lavadero de carbón de la mina de Matallana de Torío, en la provincia de León. Al llegar a la edad reglamentaria para cumplir el servicio militar, se encontraba de nuevo en París. Fue inscrito en la lista de reclutas prófugos y al regresar a España fue arrestado en San Sebastián. Como era grande y fuerte, lo destinaron a la artillería de plaza, pero debido a una hernia fue declarado inepto para el servicio militar y dado de baja.

5) Observaciones: su juventud estuvo llena de dificultades y sufrimientos, así como también los años posteriores. Sus relaciones con la familia eran excelentes. Por ejemplo, les decía a sus hermanos que buscaran un trabajo decente y que no se metieran en pleitos, para que su madre tuviera una vida tranquila. Siempre le tuvo mucho cariño a su madre, una mezcla de gran respeto y profunda veneración. En casa nunca habló de su ideología. Yo y mi madre gozamos siempre de la consideración y la simpatía de los habitantes de León, sin distinción de clases sociales, incluso después de la Guerra Civil.

Mi padre era ferroviario de profesión. Tenía un puesto en el taller de reparaciones de León. Murió en 1931. Mi madre falleció en 1968, a los noventa y un años. También mi padre era muy estimado en la ciudad. Bajo la dictadura de Primo de Rivera fue adjunto del concejo superior durante la alcaldía del señor Raimundo del Río.

[ROSA DURRUTI]

El amigo de la escuela

Durruti y yo hemos sido amigos de la infancia, hemos sido compañeros y hemos sido hermanos, ¿me comprendéis? Apenas habíamos dejado de mamar, mucho antes de ir a la escuela. Éramos vecinos. Mi madre murió muy joven, yo tendría entonces siete u ocho años, y la madre de Durruti me alojó en su casa; con ellos estaba como en mi propia casa.

Y creo que ella le dijo a Pepe, porque para nosotros era siempre Pepe, simplemente Pepe, Pepe Durruti; le debió decir: El Florentino ahora no tiene madre. Quizá sea por eso me quiso tanto, más que a un mero compañero de juegos, más bien como a un hermano, era como un hermano para él.

En la escuela Durruti era muy aplicado, estudiaba mucho. Ya éramos un poco mayores, y un día el maestro llamó a su madre y le dijo: «Su hijo ya no aprende nada nuevo aquí, pierde el tiempo. Si me permite, yo considero que tiene cualidades para estudiar otras cosas, es muy inteligente.»

Pero no estudió; prefería trabajar. Además, ¿sabéis qué clase de niños éramos? Éramos balas perdidas. Los vecinos decían que éramos incorregibles, que no había esperanza, que de nosotros no saldría nada bueno, que éramos unos degenerados, bandidos o algo así.

¿Por qué lo decían? Lo decían porque nosotros íbamos a las huertas, sobre todo Durruti, que siempre quería repartirlo todo. Hasta que un día el dueño de una gran finca, allí mismo en León, nos pilló y nos dijo: «¡Oye, tú [nos tuteaba], tú, fuera - de ahí!» Y Durruti me dijo: «Mira a este tío.» Y él: «¿No habéis oído?» Y Durruti le contestó: «Sí, hemos oído.» Y él: «¡Anda, corre!» Durruti le respondió: «No tengo prisa.» Y dijo el dueño: «¡La finca es mía!» Y Durruti le preguntó: «¿Y dónde está la mía? ¿Por qué no tengo ninguna?» «¡Los vaya apalear!» «Haga la prueba y verá lo que le pasa.» Así recogíamos las frutas, yo, él y algunos otros. Pero casi siempre las regalábamos, nos gustaba hacerla. Durruti no podía hacer de otro modo, siempre lo distribuía todo.

Durruti nunca siguió estudios superiores. ¿Qué podía hacer? Por aquel entonces nos mandaban a trabajar a los catorce años para ayudar a la familia con un poco de dinero.

Su padre trabajaba en los ferrocarriles del Norte, y así pudo acomodar a su hijo en los ferrocarriles, a los dieciséis o diecisiete años. En aquel tiemp6 aquello era una bicoca. Porque representaba un jornal seguro, un trabajo seguro, y de mecánico.

Antes de entrar en el ferrocarril, había estado en otros talleres de León; a los catorce años trabajó en el taller de Miaja, donde conoció por primera vez a los obreros asturianos. También ellos hablaban de cuestiones sociales, y Durruti los escuchaba con atención, porque se daba cuenta de las injusticias. Estos trabajadores venían de muy lejos, de Asturias, y cuando querían comer alguna vez con su mujer y sus hijos, en su casa, tenían que ir y volver a pie el fin de semana.

[FLORENTINO MONROY]

La huelga general

Luego vino la gran huelga general de 1917. La huelga se extendió por toda España. Nosotros ya pertenecíamos al sindicato socialista de León; no había otro por aquella época.

Fuimos los primeros en activar la situación para que el sindicato no se empantanara. Siempre decían que la única solución era votar. No, hombre, decíamos nosotros, que hay que buscar otros procedimientos.

Al estallar la huelga de 1917 teníamos diecisiete años. ¿Vio lenta? ¡Ya lo creo que fue violenta! Nosotros provocamos es; violencia. El gobierno nos echó encima al ejército. La huelga se declaró una noche, y comenzó a medianoche. La Guardia Civil estaba por todas partes para intimidar a los obreros que se plegaban a la huelga. Pero nosotros nos habíamos puesto de acuerdo para impedir que la huelga fracasara. Teníamos algunas armas, nada extraordinario, pero lo suficiente para darles un susto a los soldados. Ellos habían ocupado la estación. La estación estaba al otro lado del río, viniendo desde la ciudad. Era de noche, vimos relucir las monturas de los soldados, y enseguida se armó: ¡Bang! ¡Bing-bang! ¡Bing-bang! Era casi una pequeña guerra, nos divertimos bastante.

Pronto tuvimos a la Guardia Civil detrás. No podíamos hacer nada con nuestros pequeños revólveres. En el centro del León elegimos unos postes de alta tensión, altísimos y muy bien situados, con los árboles alrededor. Nos subimos a los Pilones con las gorras y los bolsillos llenos de piedras, nos escondimos bien, y desde arriba se las tiramos a los policías.

Los guardias civiles estaban locos, no sabían de dónde venían las piedras. Al chocar éstas contra el empedrado saltaban chispas en la oscuridad. Piedras por todos lados. Los policías cargaron con los caballos contra la gente. A nosotros no nos pescaron.

No fue nada extraordinario, pero estuvo bien, porque la gente comprendió que con la lucha pacífica no se conseguía nada, y poco a poco se creó un ambiente revolucionario, parecido al que más tarde se extendió en todo el país a través de la CNT.

Claro, ya por aquel entonces era Durruti quien dirigía estos combates.

[FLORENTINO MONROY]

Los sindicatos

A raíz de la huelga general de 1917 el sindicato ferroviario expulsó a Durruti y a algunos de sus compañeros. Este sindicato era una institución controlada y manipulada por los socialdemócratas. Durruti y sus compañeros habían tomado la huelga demasiado en serio, sin comprender, en su entusiasmo juvenil, que todo el movimiento huelguístico no era más que un ardid de los grandes jerifaltes. Largo Caballero, Besteiro, Anguíano y Saborit, los dirigentes socialdemócratas, habían fraguado la huelga con el único propósito de entregar a la patronal ferroviaria, atados de pies y manos, a los obreros cuyas acciones habían escapado por un instante a su control.

Esta artera maniobra, y la comedia de su persecución policial, no sólo les valió a los burócratas sindicales algunos mandatos en el parlamento, sino que de este modo lograron también expulsar a los anarquistas del sindicato ferroviario. En el curso de una asamblea los anarquistas habían atacado la táctica reformista y la influencia dominante del partido socialdemócrata y habían luchado por una orientación abiertamente revolucionaria del sindicato.

Durruti era uno de los más rebeldes y militantes entre ellos. Él y sus compañeros se negaron a capitular ante los empresarios; por el contrario, su grupo, al igual que muchos otros, respondió con el sabotaje en gran escala. Quemaron locomotoras, arrancaron rieles, incendiaron depósitos y galpones, y así por el estilo. Esta táctica tuvo mucho éxito, y muchos obreros la adoptaron. Pero cuando las acciones de sabotaje se extendieron, los socialistas levantaron la huelga.

Muchos organizadores de la huelga, entre ellos Durruti, perdieron sus empleos. El sindicato de los anarquistas, la Confederación Nacional del Trabajo, comenzó a crecer. Un gran sector del proletariado español simpatizó con ella y se afilió. Durruti se dirigió al distrito minero asturiano, baluarte de los socialdemócratas, y allí luchó contra los dirigentes sindicales reformistas y neutrales, y a favor de la línea anarquista de la CNT. Lo pusieron en la lista negra, perdió de nuevo su empleo, y tuvo que emigrar a Francia.

[V. DE ROL]

Yo familiaricé a Ascaso y Durruti con los principios del anarquismo. La primera vez que vi a Durruti me pareció muy tímido. Todavía no tenía ideas propias. Venía de León, y se presentó en nuestro sindicato en San Sebastián. Quería trabajar como mecánico, y lo enviamos a una fábrica. Pocos días después regresó, quejándose de que allí el sindicato no tenía valor para imponerse a la patronal. Él quería encargarse de ello, si el sindicato se lo permitía. El sindicato no estuvo de acuerdo, porque debido a su debilidad no podía ni siquiera emprender nada todavía, y le advirtió a Durruti que no se sacrificara. A raíz de ello Durruti abandonó su puesto. Fue en San Sebastián donde comenzó a asimilar nuestras ideas, de un modo más bien intuitivo. Así empezó Durruti...

[MANUEL BUENACASA]

El primer exilio

Luego fue a París y allí trabajó como ajustador. Creo que la fábrica se llamaba Berliet o Breguet. No vino solo, lo acompañaban otros compañeros de León, entre ellos uno que llamábamos «Todo va bien», a quien mataron los fascistas después.

Aprendieron mucho en Francia. Cuando regresaron a España sabían al dedillo la teoría de la lucha de clases. Esto le gustó a Durruti, era algo que cuajaba perfectamente con su temperamento y su manera de ver el porvenir.

Durruti fue uno de los discípulos de los anarcosindicalistas franceses, y aprendió en París, sobre el terreno.

[FLORENTlNO MONROY]

En París trabajó tres años de mecánico. Sus amigos españoles le escribían informándole de la situación política y social de nuestro país. Le decían que el movimiento anarquista español adquiría cada vez más amplitud; que la CNT agrupaba ya a un millón de trabajadores; que los republicanos estaban dispuestos a sublevarse; que la caída de la monarquía se consideraba inminente; que el gobierno y la burguesía estaban organizando bandas de matones, los llamados «pistoleros», para eliminar a los militantes más destacados del anarquismo, de la CNT y del republicanismo de izquierda. Estas noticias inquietaron al revolucionario Durruti. Cruzó clandestinamente la frontera francesa y volvió a España. En San Sebastián se incorporó a los grupos militantes anarquistas que conspiraban contra la monarquía. Allí se encontró con Francisco Ascaso, Gregorio Jover y García Oliver.

[ALEJANDRO GILABERT]

Mr. Davis del Clavel Blanco

Nunca me olvidaré de la vez que Durruti vino a Matallana del Torío; habrá sido en 1920. Este pueblo está situado en el norte de la provincia de León. Él trabajaba allí como mecánico en la Compañía Minera Angla-Hispana. En este pueblo minero de la montaña existía un movimiento obrero organizado, de tendencia socialista. Cuando llegó había estallado justamente un conflicto laboral, y lo nombraron miembro del comité de huelga.

Yo vine al pueblo de la mano de mi padre, que era anarquista y había agitado a los trabajadores. Durruti se subió a un muro y arengó a la multitud. Los obreros decidieron ir a la gerencia de la fábrica. Al llegar la comitiva a las oficinas de la sociedad minera, el gerente, un ingeniero inglés llamado Davis, creo, se negó a recibir a la delegación de huelguistas.

Mr. Davis era un señor delicado, siempre muy elegantemente vestido, con un clavel blanco en el ojal, un poco enfermizo, creo que sufría de tubercu16sis. Él había oído hablar de Durruti, tal vez tenía miedo; lo cierto es que anunció, por medio del ordenanza que estaba en la puerta, que no podía hablar con nadie.

Durruti se dirigió al ordenanza, que estaba armado, y le dijo: «Salude de mi parte a Mr. Davis, y dígale que si no quiere salir por la puerta iré a buscado y saldrá volando por la ventana a la calle, adonde estamos nosotros.»

Unos minutos más tarde apareció en la puerta Mr. Davis e hizo pasar a su oficina al comité de huelga, muy amablemente. Hubo una larga discusión. Las reclamaciones de los obreros fueron satisfechas, y la huelga terminó con una victoria. Unos días después vino la policía con una orden de detención contra Durruti. Pero él ya se había esfumado.

[JULIO PATÁN]

Dinamita

Su temperamento inquieto y curioso y sus deseos de lucha lo llevaron hasta La Coruña, Bilbao, Santander y muchas otras ciudades del norte. Al regresar de uno de esos viajes, Durruti notó un movimiento inusitado ante el modesto hospedaje que habitaba. La policía había rodeado la casa, y Durruti se mantuvo a distancia. Sus precauciones eran fundadas, porque ya había comenzado a aplicarse entonces la tristemente célebre «ley de fugas» que costaría la vida a tantos obreros.

En San Sebastián estaba a punto de inaugurarse un lujoso local, llamado Gran Kursaal, que serviría como cabaret y casino. La pareja real y la crema de la aristocracia española, que solían venir en verano a San Sebastián, participarían en la fiesta. La policía descubrió un túnel en los cimientos del edificio. Este hecho fue atribuido de inmediato a los anarquistas, los cuales, presuntamente, se proponían hacer volar por los aires el Kursaal el día de su inauguración, en presencia del rey, los ministros y otros peces gordos. Para la policía nunca había sido un problema acusar de supuestos delitos a sus víctimas. Esta vez eligieron como chivo expiatorio a Durruti y a dos de sus compañeros, que habían trabajado como carpinteros en la construcción del casino. La policía acusó a los tres de haber excavado el túnel por la noche. Durruti, como mecánico, habría montado la máquina infernal y conseguido una gran carga de dinamita, supuestamente de las minas de Asturias y Bilbao, donde tenía tantos amigos.

En Barcelona la policía asesinó a dos carpinteros, dos compañeros llamados Gregario Suberviela y Teodoro Arrarte. Durruti logró escapar a Francia. Las autoridades españolas pidieron su expulsión en caso de que fuera hallado. Así comenzaron las primeras calumnias contra él. Se le quería hacer pasar por un delincuente común. Esta campaña se intensificó a medida que él prosiguió sus actividades revolucionarias, a pesar de las persecuciones.

[V. DE ROL]

Antes de ser anarquista, Durruti ya era un rebelde. Buenacasa, el dirigente del movimiento en Cataluña, le indicó Barcelona como el único lugar de España donde podría vivir, porque «sólo en Barcelona existía una conciencia proletaria». Y así se encaminó a Barcelona el arriscado mozo leonés que en Gijón y en Rentería armaba conflictos por su cuenta y llamaba a sus compañeros de trabajo «borregos» por aceptar las condiciones laborales de la época.

[MANUEL BUENACASA, Crónica]



Notas al pie

  1. Narración profusamente ilustrada en colores, con cortos textos versificados, para la difusión de temas religiosos y políticos, que aparece en Europa en el siglo XIII (especie de cómics medievales). (N. de los T.)
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  2. Supuestas palabras de Lutero al negarse a retractarse ante la Dieta de Worms en 1521.
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  3. «Pedro Schlemihl, o el hombre que perdió su sombra»: cuento de Adalbert von Chamisso.
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  4. En inglés en el original: «No tocado por manos humanas.» (N. de los T.)
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