Quinto comentario

El enemigo

¿Dónde está el enemigo? En esta historia sólo aparece al margen del campo visual: es una mancha movediza en una ventana detrás de la ametralladora, una sombra del otro lado de la barricada, un anciano en una oficina, una silueta en las trincheras. Es casi siempre anónimo. Pero al mismo tiempo ubicuo. No es una imaginación ilusoria. La revolución y la guerra son dos cosas distintas. Quien desee no sólo vencer a un adversario militar, sino también revolucionar la sociedad en la que vive, para ese no existe un frente principal en el cual amigos y enemigos puedan reconocerse visiblemente a lo lejos.

La revolución española no sólo se enfrentó con Franco y el ejército que estaba bajo su mando. Sus enemigos actuaban también desde el primer día dentro del propio campo de la revolución. En julio de 1936 los anarquistas se hallaron comprimidos en una coalición con sus enemigos hereditarios. La inconsistencia de esta unión era evidente. La CNT-FAI luchaba contra los fascistas, lado a lado con los restos de un ejército y una policía que poco antes había organizado batidas en contra suya. Lluís Companys se sentaba en su palacio gubernamental frente a unos hombres a quienes había ordenado encarcelar durante años. La República española alardeó durante toda la Guerra Civil de su legitimidad y su fidelidad a la constitución; se distinguía entre «rebeldes», o sea los generales golpistas, y «leales», es decir los defensores de la República. Sin embargo, la fuerza principal de la resistencia, los anarquistas, eran totalmente ajenos a esa lealtad a un Estado al cual antes bien habían despreciado con todo su corazón y combatido con todas sus fuerzas. Sólo para los auténticos «republicanos», es decir los partidos burgueses de centro y sus aliados, los socialdemócratas, era la disputa armada una guerra defensiva: ellos querían mantener el statu quo anterior, y el poder del Estado en sus manos, y con ello también el dominio de clase, por el cual respondían contra las pretensiones de los fascistas. Sin embargo no se oponían totalmente a un compromiso o acuerdo Con el enemigo. En cambio, la CNT-FAI, como vanguardia organizada del proletariado urbano y rural, quería hacer cuentas claras. Su lucha era ofensiva. Su objetivo era una nueva sociedad. Para lograr este objetivo había que desembarazarse del Estado débil y manifiestamente desahuciado de la pequeña burguesía y sus partidos. Fieles a sus principios, los anarquistas se proponían abolir al Estado como tal, y erigir en España un reino de libertad. Para ello no podían contar, por supuesto, con el pequeño Partido Comunista español; desde el principio éste se había puesto resueltamente al lado de los republicanos burgueses. Las contradicciones en el propio campo eran irreconciliables; la guerra civil dentro de la Guerra Civil era una amenaza permanente. En cambio, Franco logró disimular y reprimir las oposiciones existentes en su sector (entre la junta militar y la Falange, y entre los partidarios de los Borbones y los carlistas). Exteriormente aparecía la imagen de una unidad monolítica: «Un Estado. Un país. Un caudillo.»

Los generales descartaban la posibilidad de que el pueblo español emprendiera una guerra contra ellos. Su confianza se basaba en la superioridad material del ejército. Todo recuento de tropas y medios económicos, fusiles y municiones, aviones y tanques, conducía a la misma conclusión: que la resistencia contra Franco era inútil. Pero todas las revoluciones tienen que enfrentar a un enemigo militarmente superior. El pueblo que resuelve derribar violentamente el poder estatal se enfrenta siempre a un ejército incomparablemente mejor adiestrado y armado. Mientras las tropas permanezcan «leales» y obedezcan a sus superiores, no hay probabilidades de éxito. La fuerza política es decisiva para el resultado de la lucha. «Es indudable que el destino de toda revolución se decide, en cierta etapa, a través de un cambio en la moral del ejército», dice Trotski en su Historia de la Revolución Rusa. «Los soldados en su mayoría son tanto más capaces de dar la vuelta a sus bayonetas o de pasarse con ellas al pueblo, cuanto más convencidos estén que los insurrectos se han levantado de verdad; que no se trata sólo de una manifestación, después de la cual hay que regresar al cuartel a rendir cuentas; que es una lucha de vida o muerte y que el pueblo está en condiciones de vencer si se unen a él.»

De ello se deduce que la victoria de Franco no se explica, o en todo caso no se explica únicamente, por su superioridad material, la ayuda de potencias extranjeras y el terror y la violencia en el interior. Es evidente que el fascismo puso en acción, también en España, fuertes motivaciones ideológicas. El papel que desempeñó este factor en la derrota de la revolución española ha sido subestimado con frecuencia. Pero es preciso tomarlo en cuenta.

La plataforma ideológica de los anarquistas era simple hasta el primitivismo, era comprensible a primera vista para quienes vivían de su propio trabajo, y tan racional que se ofrecía al examen de la práctica; no sólo permitía una crítica inmediata, sino que la estimulaba del modo más ingenuo. Los anarquistas siempre estuvieron alejados de la tradicional cautela de los marxistas, que contaban con incalculables e ininteligibles periodos de transformación. Su convicción absoluta y la espontaneidad con que prometen saltar al reino de la libertad, los fortalece y da alas a la fantasía de sus adeptos, mientras no haya pasado el examen de la práctica. Pero tan pronto como la revolución obtiene sus primeras victorias y tropieza con las interminables dificultades de la construcción, se demuestra su debilidad política. La confianza de las masas se convierte en desmoralización cuando la gran promesa no puede ser cumplida, cuando la práctica falsifica a la ideología.

La firmeza de principios de los anarquistas se vuelve entonces contra ellos. Los dirigentes de la CNT-FAI no eran corruptos; esto es evidente. La mayoría de ellos eran obreros; la organización no les pagaba; eran todo lo contrario del jerarca, del capitulador o del burócrata. Pero la moral incondicional que se exigían a sí mismos y al movimiento, contribuyó a su ruina. Ésta se volvió contra ellos en forma de dudas corrosivas y escrupulosas demoras tan pronto como se les exigió que dieran el primer paso táctico en el camino del poder. Eran incapaces de desarrollar una política de alianzas. Se enredaron en las alternativas inexorables de su propia ideología.

En cambio, las promesas del fascismo estaban más allá de toda práctica posible, desde el principio. Se excluía un conflicto con la realidad social. ¿Quién podría definir racionalmente lo que exige el honor de la nación española o a qué aspiran los deseos de la Santa Virgen? El cielo no suele desautorizar a sus beneficiarios ideológicos. Cuanto más trascendentales son los valores que invoca una ideología, tanto más grande suele ser la falta de escrúpulos de sus defensores. El cristianismo de Franco fue, en efecto, uno de los puntales ideológicos más firmes de la España franquista; el otro fue el «nacionalismo», que se manifestó al internacionalizarse la guerra. En tercer lugar, el bando nacional supo también enarbolar el atractivo señuelo de la tradición, del pasado glorioso, que procuró traer al presente actualizando gran parte de sus sofismas o de sus innegables realidades.

Fue precisamente la total irracionalidad de sus consignas lo que favoreció la fascinación ideológica del fascismo. En España, como antes lo había hecho en Italia y en Alemania, el fascismo activó fuerzas inconscientes en cuya existencia la izquierda no había reparado: temores y resentimientos que existían también en el seno de la clase obrera. Lo que los anarquistas prometían y no pudieron realizar era un mundo completamente terrenal, un mundo enteramente futuro en el cual desaparecían el Estado y la Iglesia, la familia y la propiedad. Estas instituciones eran odiadas, pero también se estaba familiarizado con ellas, y el futuro de la anarquía no sólo evocaba anhelos, sino también recónditos temores llenos de fuerza elemental. En cambio, el fascismo ofrecía el pasado como refugio, un pasado que naturalmente nunca había existido. El odio contra el mundo moderno, que tan mal había tratado a España desde el Siglo de las Luces, pudo encastillarse en una Edad Media ficticia, y la identidad amenazada se aferró a las rejas institucionales del Estado autoritario.

Los teóricos anarquistas eran incapaces de comprender esos mecanismos. Su horizonte se limitaba a la próxima barricada. No comprendían la estructura interna del fascismo ni la dinámica internacional dentro de la cual éste operaba. Aunque ya desde la época de Bakunin venían hablando de la revolución mundial y se sentían internacionalistas, observaron estupefactos e irritados cómo las democracias occidentales, en acuerdo tácito con Mussolini y Hitler, representaban la comedia de la no intervención. Habían leído en sus folletos acerca de la organización internacional del capital, pero no contaban con las consecuencias; ellos mismos habían sucumbido, hasta cierto punto, a una mistificación nacional. Al fin y al cabo sus experiencias de lucha se habían limitado durante décadas a sus propios pueblos, a la fábrica y al barrio que conocían. La forma organizativa extremadamente descentralizada que poseían redundó con frecuencia en su beneficio; pero la pagaron a cambio de una considerable restricción de su radio de acción. Los anarquistas contemplaron desamparados las maniobras de la política soviética, que hacía tiempo había aprendido a calcular a escala mundial. El suministro de armas de la Unión Soviética a la España republicana fue en realidad muy limitado; sin embargo tuvo, en determinados momentos, una importancia decisiva. El precio político que exigían y que hubo que pagar fue astronómico. La influencia del Partido Comunista aumentó diariamente, aunque nunca había tenido arraigo en el proletariado español; aparecieron comisarios y agentes soviéticos en Madrid, Valencia y Barcelona, y asumieron funciones de «consejeros» en el aparato militar y policial. Stalin manipuló la revolución española como si fuera una pieza de ajedrez. La convirtió en un instrumento de la política exterior rusa. Los anarquistas se enfrentaron sobresaltados a un tipo muy especial de internacionalismo. Cuando se dieron cuenta, ya era demasiado tarde. La CNT-FAI fue arrinconada, no sólo en el plano militar, sino también político; cuando una revolución se deja desarmar ideológicamente y pasa a la defensiva, es que ha llegado el principio de su fin.

Las milicias

Un fantástico libro ilustrado

Lo primero que llama la atención al extranjero que hoy viene a Cataluña es la milicia. Se la ve por doquier, con sus distintivos multicolores y sus uniformes abigarrados. Se podría componer un fantástico libro ilustrado con los retratos de los hombres y las mujeres de las milicias. No se parecen entre sí, la monotonía del ejército regular ha desaparecido; pululan los ejemplares más delirantes y abigarrados.

Sería imposible describir su formación y su composición.

Con respecto al antiguo ejército español, en Cataluña sólo permaneció leal a la República la aviación y un número insignificante de unidades. Los regimientos que se habían levantado contra el pueblo fueron disueltos y sus soldados enviados de vuelta a casa. Sólo un minúsculo número de oficiales permanecieron leales y pudieron ser movilizados para luchar contra el fascismo.

Se las arreglaron enviando al frente la mayor parte de la policía. Sin embargo, la revolución se sostuvo sobre todo gracias a los voluntarios. Los sindicatos, los partidos, las organizaciones obreras y el gobierno organizaron sus propias columnas. Los locales de los sindicatos y los despachos de los partidos se convirtieron en oficinas de alistamiento para las milicias, y las masas acudieron. Hombres y mujeres hicieron cola para alistarse. Muchos no fueron aceptados. Las primeras columnas salieron al encuentro del enemigo con camiones y autobuses. Nadie sabía dónde se encontraba, porque todavía no existía un frente. Veinticuatro horas más tarde se comprobó que nadie había pensado en abastecerse de municiones y víveres. El avituallamiento fue enviado posteriormente en camiones.

Muy pocos milicianos poseían una instrucción militar, la mayoría estaba mal armados. Muchos sólo llevaban una pistola consigo. Los cartuchos los llevaban en el bolsillo del pantalón. No existían equipos de campaña. Muchos milicianos iban calzados con alpargatas. Poco más tarde apareció el clásico gorro militar español de dos picos: rojo y negro el de los anarquistas, rojo el de los socialistas y comunistas, y azul el de la Esquerra catalana. El «mono» azul de los mecánicos se convirtió en una especie de uniforme.

Los dirigentes de los grupos políticos cumplían funciones de oficiales (si es que se pueden llamar así), el proletariado en armas les tenía la misma confianza de antes, durante las huelgas y las asambleas. Tampoco ellos tenían una preparación militar, por supuesto; ni siquiera conocían el abecé de la táctica militar. En el transcurso de la guerra aprendieron las milicias el arte de cavar trincheras e instalar alambradas, lanzar granadas de mano y ponerse a cubierto. Con frecuencia sus instructores eran revolucionarios extranjeros que habían vivido la experiencia de la Primera Guerra Mundial. Venían a España en número creciente para luchar por la revolución mundial y contra el fascismo.

Al principio no se utilizó ningún tipo de estrategia para dirigir las operaciones militares. Los obreros sólo estaban familiarizados con el combate callejero y la guerra de barricadas. Con el tiempo aprendieron que los montones de piedras no ofrecían ninguna protección contra las armas modernas. Sólo se sentían en su elemento en la defensa de una aldea, sobre todo si se trataba de su propio pueblo. No conocían aún por experiencia la necesidad de hacer maniobras y desarrollar una táctica móvil.

No había cuarteles generales, estados mayores ni redes de telecomunicaciones. Cada columna se ocupaba de su propio bagaje. Cuando necesitaban municiones o víveres, enviaban a algunos de sus delegados a Barcelona para buscarlos.

Como es de suponer, estas tropas cometieron al principio todos los errores imaginables. Se iniciaban ataques nocturnos con vivas a la revolución, y con frecuencia se emplazaban los cañones en la línea avanzada de la infantería. De vez en cuando ocurrían episodios grotescos. Un miliciano me contó que una vez, después del almuerzo, una unidad entera se trasladó a una viña cercana para comer uvas; cuando regresaron encontraron sus posiciones ocupadas por el enemigo. Sin embargo, este ejército de voluntarios conquistó la mitad de Aragón y contuvo a los fascistas, cuyas tropas escogidas constituían casi la totalidad del ejército regular de España.

[H. E. KAMINSKI]

Los primeros voluntarios llegaron de Francia a principios de agosto. Eran anarquistas franceses e italianos. Habían venido a Barcelona a través de los Pirineos, para participar en la lucha contra el fascismo internacional. Se alistaron en las unidades españolas y combatieron en el frente de Aragón. Al poco tiempo llegaron grupos más numerosos de italianos antifascistas de todas las tendencias: anarquistas, socialistas, sindicalistas y liberales. Los voluntarios italianos formaron la brigada Garibaldi. Esta brigada se distinguió en el combate de Huesca. Numerosos anarquistas italianos y socialistas liberales perdieron sus vidas en esta batalla. En septiembre de 1936 se formó la columna Sacco y Vanzetti, compuesta por combatientes internacionales, que se unió a las unidades dirigidas por Durruti. El total de estos milicianos internacionales no pasaba de 3.000. En el extranjero eran poco conocidos. No dependían de las brigadas internacionales organizadas por los comunistas.

Dicho sea de paso, los anarcosindicalistas no tenían interés en atraer combatientes extranjeros al país. Hombres no les faltaban; tenían suficientes combatientes en sus sindicatos. Algo parecido ocurría con la UGT socialista. Lo que sí necesitaban eran armas.

La situación del Partido Comunista era diferente. Los comunistas tenían tan pocos partidarios en España, que en todo el país no habían podido reunir más de dos o tres columnas. En consecuencia, les interesaba fortalecer sus unidades de combate y su influencia con la ayuda de los partidos comunistas extranjeros.

Durante los primeros tres meses después del 19 de julio, Cataluña estuvo totalmente en manos de los anarcosindicalistas, y la frontera catalana estaba vigilada por la FAI. La gente de la FAI dejaba entrar a sus propios correligionarios extranjeros, pero dudaba en abrir la frontera a los numerosos comunistas. El anarquista García Oliver, que más tarde fue ministro de Justicia en el gobierno de Largo Caballero, era el organizador de las milicias antifascistas de Cataluña. Oliver ordenó cerrar totalmente la frontera a los voluntarios extranjeros.

[AUGUSTIN SOUCHY 2]

La disciplina

La coerción y la rígida disciplina no son necesarias en las milicias. Todos saben por qué combaten. No se trata, como en las guerras imperialistas, de luchar contra un enemigo desconocido, objetivo, por así decido, sino contra un adversario que los obreros y campesinos conocen y odian. Además saben que los fascistas no perdonan la vida a los heridos ni a los prisioneros, y que no hay ninguna posibilidad de rendirse o de llegar a un compromiso. Este ejército político no participa en la Guerra Civil para defender valores abstractos, conquistar provincias o colonias ni abrir rutas imperiales, sino para defender su propia vida.

Los enemigos son los militares, los miembros de las organizaciones fascistas y los capitalistas. Para ellos no hay perdón. En cambio, casi siempre dejan en paz a los soldados prisioneros; se considera que han sido avasallados y obligados. Y lo son con frecuencia, en efecto. Es común que los oficiales del bando opuesto y los falangistas se coloquen detrás de sus propias tropas con las pistolas en la mano, para obligados a atacar. Sin embargo, todos los días aparecen desertores y prófugos que declaran su deseo de luchar en las filas de la milicia. Por eso la propaganda desempeña un papel tan importante, incluso y sobre todo, en la primera línea.

La Guerra Civil tiene leyes propias.

[H. E. KAMINSKI]

En otoño partimos de Barcelona hacia el frente con Emma Goldman, la conocida anarquista norteamericana, para visitar a Durruti. Éste tenía entonces a su mando cerca de nueve mil hombres, era un general anarquista, por así decido (aunque nunca se haya afirmado así). Él nos dijo: «He sido un anarquista toda mi vida y ahora no pienso disciplinar a mi gente a garrotazos. No lo haré. Sé que la disciplina es necesaria en la guerra, pero esta disciplina debe ser interior y debe nacer del objetivo por el cual se lucha.» Y en esto se diferenciaba de todos los generales del mundo. Vivía con su gente, dormía sobre la misma paja, andaba en alpargatas como los demás y comía la misma comida. Y su gente decía: él es uno de los nuestros. Un jefe militar salido de una academia militar nunca habría logrado dirigir una división entera sin coerción militar. Pero Durruti no era ningún oficial profesional, sino un mecánico.

[AUGUSTIN SOUCHY l]

Un grupo de jóvenes milicianos pertenecientes a la columna Durruti se había escapado y quería regresar a Barcelona. Durruti los encontró en el camino, detuvo su coche, se bajó y salió a su encuentro con la pistola desenfundada. Los hizo ponerse de espaldas contra la pared. Otro miliciano que andaba casualmente por allí le pidió un par de zapatos. «Mira bien los zapatos que éstos llevan. Si te sirven puedes elegir un par. ¿Para qué vamos a enterrar zapatos, para que se pudran?»

Por supuesto, Durruti no fusiló a los desertores. Siempre solía decir: «Aquí nadie tiene la obligación de quedarse. El que tenga miedo puede irse cuando quiera.» Pero casi siempre bastaba con que les dijera algunas palabras enérgicas a los que querían volver a casa, y ellos le pedían que les permitiera regresar al frente.

[España Libre]

El ejemplo soviético: dos versiones de una carta

CNT-FAI. Milicias Antifascistas, Columna Durruti, Cuartel General. Al proletariado de la Unión Soviética:

Compañeros, aprovecho esta oportunidad para enviaros fraternales saludos desde el frente de Aragón, donde miles de vuestros hermanos luchan, como vosotros veinte años atrás por la liberación de nuestra clase, oprimida y humillada durante siglos. Hace veinte años, los obreros de Rusia enarbolaron en Oriente la bandera roja, símbolo de la hermandad internacional de los trabajadores. Vosotros habéis puesto vuestras esperanzas en la clase obrera internacional, confiando en que ellos os ayudarían en la gran obra que habíais iniciado. Los trabajadores del mundo no os traicionaron, sino que os ayudaron todo lo que pudieron.

Hoy ha nacido en Occidente una nueva revolución y se vuelve a desplegar la misma bandera que representa nuestro ideal común y victorioso. La fraternidad une a nuestros pueblos largamente oprimidos, el uno por el zarismo y el otro por una despótica monarquía. Confiamos en vosotros, los obreros de la URSS, para la defensa de nuestra revolución. No podemos fiarnos de los políticos que se llaman antifascistas y demócratas. Sólo creemos en nuestros hermanos de clase. Sólo los obreros pueden defender la revolución española, así como nosotros luchamos por la rusa hace veinte años. Creednos. Somos obreros como vosotros. En ningún caso renunciaremos a nuestros principios ni deshonraremos los símbolos del proletariado, las herramientas de nuestro trabajo, la hoz y el martillo.

Saludos de todos los que combaten en el frente de Aragón, arma en mano, contra el fascismo.

Vuestro compañero B. Durruti.

Osera, 22 de octubre de 1936.

[BUENAVENTURA DURRUTI 3]

A los obreros rusos:

En Rusia viven numerosos revolucionarios internacionales que sienten y piensan como nosotros. Pero no son libres. Se hallan en celdas, en cárceles políticas y en campos de trabajos forzados. Muchos de ellos han exigido expresamente que los pusieran en libertad para luchar en España, en primera línea, contra el enemigo común. El proletariado internacional no puede comprender por qué están detenidos esos compañeros. Tampoco comprendemos por qué los refuerzos y las armas que Rusia se dispone a enviar a España son objeto de un regateo político que comporta la renuncia de los revolucionarios españoles a su libertad de acción.

La revolución española debe seguir un curso diferente al de la Revolución Rusa. No debe desarrollarse bajo la consigna: «Un partido al poder y los demás a la cárcel.» Debe procurar por el contrario la victoria del único lema que favorece verdaderamente al frente único y no lo rebaja a un engaño: «Todas las tendencias al trabajo, todas las tendencias al combate contra el enemigo común. ¡Y el pueblo decidirá qué régimen le conviene!»

[BUENAVENTURA DURRUTI 5]

14 de agosto de 1936

Bujaraloz está engalanada con banderas rojinegras; a cada paso encuentro decretos firmados por Durruti o simples carteles: «Durruti ordena...» El mercado se llama «Plaza Durruti». Durruti y su cuartel general están alojados en la casita de un peón caminero, en la carretera, a dos kilómetros de distancia del enemigo. Esto no es precisamente muy prudente, pero aquí todos se esfuerzan por ostentar su valentía. «Moriremos o venceremos», «Moriremos, pero tomaremos Zaragoza», «Moriremos, cubiertos de gloria ante el mundo», estas consignas pueden leerse en las banderas, carteles y octavillas.

El famoso anarquista parecía distraído al principio, pero se interesó al leer en la carta de Oliver las palabras «Moscú, Pravda». Enseguida inició una violenta y polémica discusión, allí en la carretera, con sus soldados alrededor y la evidente intención de despertar su atención.

Su arenga estaba llena de sombría y fanática pasión:

-Es posible que sólo cien de nosotros sobrevivamos, pero esos cien entrarán en Zaragoza, aniquilarán al fascismo, desplegarán la bandera del anarcosindicalismo y proclamarán el comunismo libertario. Yo seré el primero en entrar en Zaragoza para proclamar la comuna libre. No nos subordinaremos a Madrid ni a Barcelona, ni a Azaña ni a Giral, ni a Companys ni a Casanovas. Si ellos quieren, pueden vivir en paz con nosotros, si no... marcharemos directamente sobre Madrid... Nosotros os enseñaremos a vosotros, bolcheviques rusos y españoles, cómo se hace una revolución y cómo se lleva hasta sus últimas consecuencias. Vosotros tenéis allí una dictadura, en vuestro ejército rojo hay coroneles y generales. En mi columna no hay comandantes ni subalternos, todos tenemos el mismo derecho, somos todos soldados, también yo soy sólo un soldado.

Viste un mono de lino, una gorra de raso negro y rojo. Alto y atlético. Una hermosa cabeza, ligeramente entrecana. Durruti domina imperiosamente a su ambiente, pero en sus ojos hay algo excesivamente sentimental, casi femenino, y a veces tiene la mirada de un animal herido de muerte. Me parece que le falta voluntad.

-Conmigo nadie combate por sentimiento del deber o por amor a la disciplina. Los que están aquí han venido a luchar por su propia voluntad, y porque están dispuestos a morir por la libertad. Ayer dos me pidieron permiso para ir a Barcelona a visitar a sus parientes. Les quité los fusiles y los despedí. No necesito hombres como ésos. Entonces uno dijo que lo había pensado y que quería quedarse, pero no lo acepté de nuevo. ¡Así procederé con todos, aunque no quede más que una docena! Así, y no de otro modo, debe organizarse un ejército revolucionario. La población está obligada a ayudamos, ¡al fin y al cabo estamos luchando por la libertad de todos y contra todo tipo de dictaduras! Aniquilaremos a quien no nos ayude. Aniquilaremos a todos los que cierren el camino de la libertad.

-Eso huele a dictadura -dije yo-. Cuando los bolcheviques disolvían eventualmente una organización popular en la que se había infiltrado el enemigo, se los acusaba de dictadores. Pero nosotros no nos escudamos detrás de palabras sobre la libertad en general. Nunca hemos negado la existencia de la dictadura del proletariado, siempre la hemos reconocido públicamente. Además, ¿qué clase de ejército podrá organizar sin comandantes, sin disciplina y sin obediencia? O usted no piensa luchar en serio, o finge, mientras que en realidad existe una subordinación, con otro nombre.

-Nosotros hemos organizado la indisciplina. Cada uno es responsable ante sí mismo y ante la colectividad. A los cobardes y merodeadores los fusilamos, el comité los juzga.

-Eso no significa nada. ¿De quién es ese coche?

Todos volvieron la cabeza en la dirección que yo señalaba.

En la plaza, cerca de la carretera, había alrededor de quince coches arruinados, destrozados Fords y Adlers. Y entre ellos un lujoso Hispano-Suiza, con un brillo plateado y elegantes asientos de cuero.

-Ése es mi coche -dijo Durruti-. Necesito uno veloz para llegar más rápido a las secciones del frente.

-¡Muy bien! -repliqué-. El comandante tiene que tener un coche mejor, si es posible. Sería ridículo que un soldado raso fuera en ese coche y usted anduviera a pie o tuviera que deslomarse en un Ford desvencijado. Además he visto sus órdenes, están colgadas por todas partes en Bujaraloz. Todas comienzan con las palabras: «Durruti ordena...»

-Sí, alguien tiene que mandar -respondió Durruti sonriendo-. Ésas son manifestaciones de iniciativas. Es una utilización de la autoridad que yo tengo ante las masas. Claro, eso no les agrada a los comunistas...

Miró de reojo a Trucha, que se había mantenido a distancia todo el tiempo.

-Los comunistas nunca han negado el valor de las personalidades individuales y de la autoridad individual. La autoridad personal no obstaculiza en modo alguno el movimiento de masas, e incluso con frecuencia las unifica y las fortalece. Usted es un comandante, entonces no simule ser un soldado raso, eso no rinde ningún fruto y no aumenta la fuerza combativa de la tropa.

-Con nuestra muerte -dijo Durruti-, con nuestra muerte demostraremos a Rusia y al mundo entero lo que es en realidad el anarquismo y lo que son los anarquistas ibéricos.

-Con la muerte no se demuestra nada -repliqué-, hay que demostrarlo con la victoria. El pueblo soviético desea de todo corazón la victoria del pueblo español, desea con igual efusividad la victoria de los obreros anarquistas y de sus dirigentes como la de los comunistas y de todos los combatientes antifascistas.

Se dirigió luego a la multitud que nos rodeaba, y exclamó, ya no en francés, sino en castellano:

-Este compañero ha venido a transmitir a los combatientes de la CNT y la F Al un cálido saludo del proletariado ruso, que ansía nuestra victoria sobre los capitalistas. ¡Viva la CNT y la FAI! ¡Viva el comunismo libertario!

-¡Viva! -gritó la multitud.

Los rostros se despejaron y se volvieron mucho más amistosos.

[MIJAÍL KOLTSOV]

La militarización

El primero de agosto el gobierno central de Madrid ordenó la movilización de los reservistas de los años 1933 y 1935; la Generalitat estuvo de acuerdo con esta medida. Enseguida Cataluña, o mejor dicho la única fuerza política de importancia en Cataluña, se opuso al gobierno: la CNT se negó a apoyar a un ejército regular, uniformado y organizado con las jerarquías tradicionales. Diez mil jóvenes y soldados se reunieron el 4 de agosto en el teatro Olimpia y anunciaron que no obedecerían ninguna orden de las autoridades militares. «Nos incorporaremos a las milicias. Iremos al frente. Pero no seremos soldados de cuartel. No acataremos ninguna disciplina ni ninguna orden que no proceda directamente del pueblo en armas.»

[JOHN STEPHEN BRADEMAS]

El 4 de septiembre el nuevo jefe del gobierno, el socialista Largo Caballero, declaró a la prensa extranjera: «Primero debemos ganar la guerra, después hablaremos de la revolución.»

El 27 de septiembre se reorganizó el gobierno; en adelante se llamaría Consejo de la Generalitat. Tres anarcosindicalistas participaban en este consejo. En la declaración política del gobierno se decía: «Concentraremos todos nuestros esfuerzos en la guerra y haremos todo lo posible para terminarla rápida y victoriosamente: mando único, coordinación de todas las unidades combatientes, formación de milicias sobre la base del servicio militar obligatorio, y refuerzo de la disciplina.»

Al formarse el Consejo de la Generalitat se disolvió al mismo tiempo el Comité Central de Milicias Antifascistas: «Ahora ya no necesitamos más al Comité; la Generalitat nos representa a todos», declaró García Oliver. Santillán explicó después de la guerra las causas de aquel cambio de rumbo: «Sabíamos que la revolución no podía triunfar sin una victoria en la guerra. Así, sacrificamos todo por la guerra. Por último, sacrificamos también la revolución misma, sin advertir que esto implicaba también sacrificar los objetivos de la guerra... El Comité de Milicias había garantizado la autonomía de Cataluña, la legitimidad de la guerra y la resurrección de la verdadera España. Pero se nos decía y repetía sin descanso: "Si proseguís afirmando el poder popular no os enviaremos armas a Cataluña; no os daremos divisas para comprar armas en el extranjero; no os enviaremos materias primas para vuestra industria..." Por eso permitimos la disolución del Comité de Milicias, y nos incorporamos al gobierno de la Generalitat. Así nos hicimos cargo del ministerio de Defensa y de otros ministerios de importancia vital, sólo para no perder la guerra y con ello todo lo demás.»

[JOSÉ PEIRATS 1]

Santillán es uno de los pocos intelectuales del anarquismo español. Estudió filosofía en Madrid y medicina en Berlín. Durante la República fue encarcelado cinco veces en dos años y medio; estuvo detenido largo tiempo.

-La tragedia de mi vida -dice- es tener que participar en la guerra por obligación, con todas las consecuencias que esta participación implica. Yo fui siempre un pacifista.

Sin embargo, él fue uno de los dirigentes más activos durante los combates callejeros del 19 de julio, y la milicia es en gran parte obra suya. No obstante, me dice:

-La milicia ha cumplido su cometido. Tiene que integrarse al nuevo ejército revolucionario. Una guerra anarquista no existe, sólo hay un tipo de guerra, y tenemos que ganarla. La ganaremos pero tendremos que sacrificar muchos de nuestros principios. El anarquismo no acepta la guerra ni sus necesidades, y viceversa. El anarquismo es incompatible con la guerra.

[H. E. KAMINSKI]

En aquellos días de agosto se especulaba mucho en las oficinas de propaganda de la CNT-FAI sobre una frase de Durruti pronunciada en un discurso radiofónico desde su cuartel de Bujaraloz: «Renunciamos a todo, menos a la victoria.» Las tropas anarquistas se resistían tenazmente a la militarización, y los adversarios de los anarquistas utilizaban todos los medios para hacerlos entrar en razón. Llegaron a afirmar que el gran guerrillero quería decir con esas palabras que estaba dispuesto a sacrificar la revolución por la guerra. Esta suposición es absolutamente falsa. Quien haya conocido el temperamento y las convicciones de Durruti no puede darle crédito. Las transformaciones revolucionarias que él introdujo en su propio sector del frente bastan para demostrar lo contrario.

[JOSÉ PEIRATS 1]

El carácter de las tropas ha cambiado radicalmente comparado con el que tenían en las primeras semanas y meses de la revolución, Ya no se componen de proletarios armados de improviso que consideran a su unidad como un mero anexo de su sindicato o su partido, Este ejército se ha militarizado espontáneamente: los miliciano s se han convertido en soldados regulares. En la práctica las centurias se han convertido en compañías y las columnas en regimientos, Los antiguos nombres sólo tienen un valor teórico.

Los oficiales se llaman todavía «delegados». Cada grupo (sección), centuria (compañía), sector (batallón) y columna (regimiento) elige un representante; el sistema de elección es de abajo hacia arriba: los delegados de las formaciones militares menores eligen a los delegados de las formaciones mayores. Pero la autoridad de los oficiales ha aumentado, cada vez se hace valer más. Su elegibilidad parece un residuo del pasado, el sistema de elección va caducando paulatinamente.

Todos comprenden que no es posible dirigir una guerra sin disciplina. En la teoría la milicia se basa como antes en la libre voluntad, pero en la práctica este carácter voluntario es una ficción. Se va imponiendo lentamente la jerarquía que reina en todos los ejércitos. He leído los reglamentos en las trincheras; sus disposiciones plantean automáticamente el problema de las sanciones por infracción a la disciplina. En rigor, en un ejército de voluntarios no deberían existir los castigos; pero en la práctica esto es irrealizable. Por cierto, los milicianos rechazan el antiguo código militar que el gobierno ha vuelto a poner provisionalmente en vigor. Pero ya existen tribunales de guerra. Las infracciones leves son sometidas a los delegados de la sección; los casos más graves son elevados al jefe de la columna. Ya se han pronunciado sentencias de muerte. Ha sido ejecutado un telefonista que dormía durante el ataque.

El problema de la deserción no se ha aclarado teóricamente. No se especifica si un voluntario tiene el derecho de marcharse a casa cuando lo desee. En realidad sólo se les permite a los extranjeros. Si un español quiere abandonar el frente, primero se le hacen reproches y se lo amenaza con denunciado a su organización para causa de así dificultades en su pueblo. Luego, si esto no da resultado, no se le proporcionan medios de transporte.

[H. E. KAMINSKI]

Con el tiempo se creó una especie de ejército catalán, dependiente más bien del gobierno de la Generalitat que del gobierno central de Madrid. Así se demuestra que la tan cacareada consigna de la disciplina sólo sirvió para engañar al pueblo con falsas apariencias. Los políticos catalanes la interpretaban de acuerdo a sus conveniencias. En cuanto al gobierno central, se comprobó que su promesa de enviar armas a las milicias anarquistas tan pronto como éstas se militarizaran, no era más que un mero chantaje. Incluso después de que el gobierno hubo logrado sus propósitos, las unidades anarquistas siguieron siendo como antes las peor armadas del ejército.

[JOSÉ PEIRATS l]

El principio del fin

INTERLOCUTOR: ¿Es cierto que se va a restablecer en las milicias el reglamento y la jerarquía del antiguo ejército?

DURRUTI: No, no se trata de eso, precisamente. Se ha convocado a algunas clases y se ha establecido un comando único. Con respecto a la disciplina, es lógico que el combate callejero tenga menos exigencias que una larga y dura campaña contra un ejército pertrechado con las armas más modernas. Era necesario hacer algo en este sentido.

INTERLOCUTOR: ¿Y en qué consiste ese refuerzo de la disciplina?

DURRUTI: Hasta hace poco hemos tenido un número exorbitante de unidades distintas, cada una con su propio jefe, y efectivos que acusaban enormes fluctuaciones de un día a otro. Cada uno con su propio equipo, bagaje y avituallamiento, una política propia con respecto a la población civil, y también bastante a menudo con una concepción propia sobre la guerra. Esto no podía seguir así. Lo hemos mejorado y procuraremos mejorado más aún.

INTERLOCUTOR: ¿Y los grados, el saludo, los castigos y las recompensas?

DURRUTI: De eso podemos prescindir. Aquí somos todos anarquistas.

INTERLOCUTOR: Pero recientemente el gobierno de Madrid ha vuelto a poner en vigor el antiguo código militar.

DURRUTI: En efecto. Esta resolución del gobierno ha causado un efecto deplorable en la tropa. Ese decreto demuestra una absoluta falta de sentido de la realidad. Ellos representan una tendencia completamente opuesta a la de las milicias. No queremos conflictos, pero es evidente que estas dos mentalidades son tan diametralmente opuestas que se excluyen mutuamente. Una de las dos tiene que desaparecer.

INTERLOCUTOR: ¿No crees que en caso de durar mucho la guerra se estabilizaría la militarización y se pondría en peligro la revolución?

DURRUTI: Claro que sí. Por eso debemos ganar cuanto antes la guerra.

Durruti sonrió al decir esto y nos despidió con un apretón de manos.

[A. y D. PRUDHOMMEAUX]

La Guerra Civil se convierte cada vez más en un combate entre dos grandes ejércitos que utilizan los medios técnicos más modernos. Una milicia siempre será numéricamente restringida, porque se compone sólo de revolucionarios conscientes. Por lo tanto se han visto obligados a organizar un gran ejército regular (aparte de las milicias), y con este propósito se han convocado a filas a varias clases. Una movilización así se opone por completo al carácter voluntario de las milicias. A los simples reclutas es imposible concederles los mismos derechos de que gozan los voluntarios políticamente dignos de confianza.

Se discute mucho la militarización. Una gran parte de las milicias no están de acuerdo con ella, sobre todo los anarquistas, que ven en este proceso el principio del fin de la revolución. A los anarquistas les fascina el ejemplo del anarquista ruso Machno, jefe de un ejército de voluntarios, a quien los bolcheviques le obligaron a disolver su milicia y emigrar. Con la expulsión de Machno, que murió en 1934 en el exilio en París, el anarquismo ruso sufrió un golpe mortal. Los anarquistas españoles temen que al organizarse el nuevo ejército se les reserve un destino parecido.

Pero también ellos han tenido que reconocer que no se puede dirigir una guerra moderna con pequeñas unidades de compañeros unidos por las mismas convicciones, que se autoabastecen, toman sus decisiones independientemente, coordinan apenas sus movimientos con las demás unidades y cuidan celosamente su autonomía.

[H. E. KAMINSKI]

Al ejército popular y los consejos de soldados

Los compañeros alemanes del grupo internacional de la columna Durruti han tomado una resolución con respecto al problema de la militarización de las milicias en general y de la columna Durruti en particular. Los principios que van a aplicarse a través de esta militarización han sido elaborados a espaldas de los combatientes del frente. Consideramos como provisionales las medidas tomadas en cumplimiento de esa militarización, y sólo admitimos su validez con carácter provisional. Exigimos que se establezca lo más pronto posible un nuevo reglamento, para terminar con el presente estado de permanente confusión. Sólo reconoceremos un reglamento que cumpla con las siguientes condiciones:

  1. Abolición del saludo.
  2. Igual salario para todos.
  3. Libertad de prensa para los periódicos del frente.
  4. Libertad de discusión.
  5. Consejo de soldados por batallón (tres delegados por cada compañía).
  6. Ningún delegado puede ser comandante.
  7. El consejo de soldados convocará a asamblea general a los soldados del batallón, si así lo desean los dos tercios de los representantes de la compañía.
  8. También los regimientos formarán un consejo de soldados, cuyos representantes podrán convocar una asamblea de soldados.
  9. Se enviará un delegado observador al estado mayor de la brigada.
  10. La organización de la representación de los soldados debe extenderse a todo el ejército.
  11. El consejo general de soldados estará representado en el estado mayor general mediante un delegado.
  12. Los tribunales de guerra en campaña estarán integrados exclusivamente por soldados. Sólo en caso de comparecer un oficial ante el tribunal, podrá participar en éste un oficial.

Esta resolución ha sido aprobada unánimemente el 22-121936 y ratificada en Barcelona el 29-12-1936 por el pleno de la FAI.

[A. y D. PRUDHOMMEAUX]

Cada vez se plantea con más urgencia el interrogante de si los generales facciosos lograrán imponer su forma de lucha a los revolucionarios españoles, o si, por el contrario, nuestros compañeros lograrán destrozar el militarismo. Pero esto sólo será posible si se adoptan otros métodos, si se disuelve el «frente», o el frente principal de combate y se extiende la revolución social a toda España.

Los factores que obran a favor de los fascistas son los siguientes: superioridad en lo que se refiere al material bélico, disciplina draconiana de cuartel, completa organización militar, terror policial contra la población; además, la táctica de la guerra de posiciones, la estabilidad del frente y el traslado de tropas y masivas formaciones en cuña hacia los puntos estratégicos donde se desarrollan batallas decisivas.

Los factores que favorecen la causa del pueblo son de carácter absolutamente opuesto: abundancia de tropas, iniciativa apasionada y acometividad de los individuos y de los grupos políticamente conscientes, simpatía de las masas trabajadoras en todo el país, el arma económica de la huelga y el sabotaje en las zonas ocupadas por el enemigo. Estas fuerzas morales y físicas, muy superiores a las del enemigo, sólo puede utilizadas una guerrilla cuyos ataques sorpresivos y emboscadas se extiendan a todo el país.

Sin embargo, ciertos sectores del Frente Popular español sostienen la opinión, bien argumentada políticamente, de combatir el militarismo con el militarismo, de derrotar al enemigo con sus propios instrumentos y dirigir una guerra regular de cuerpos de ejército y lucha técnica, recurriendo al servicio militar obligatorio, el mando unificado y a un plan de batalla estratégico, en resumen, copiando al fascismo con más o menos exactitud. También algunos de nuestros compañeros, influidos por el bolchevismo, piden la creación de un «Ejército Rojo». Esta actitud nos parece peligrosa desde todo punto de vista. En la actualidad no necesitamos ningún ejército profesional en España, sino una milicia que haga la guerra de guerrillas.

[L'Espagne Antifasciste]