Sexto comentario

El declinar de los anarquistas

La República española fue siempre un estado burgués, desde su proclamación en 1931 hasta su caída en marzo de 1939.

Nunca existió un gobierno «rojo» en Madrid. La revolución española de 1936 no había destruido ni adoptado el aparato estatal existente: al principio se había introducido en él, después lo había inhabilitado. El movimiento obrero anarquista era su única fuerza motriz organizada. Las victorias iniciales en la Guerra Civil se debieron a su capacidad de movilización.

Desde el principio, pues, se enfrentaron en el sector libre de España dos adversarios intransigentes e irreconciliables: por un lado el régimen de la democracia revolucionaria, cuya rama política había originado espontáneamente consejos y comités, cuya rama militar eran las milicias, y su expresión económica la producción colectiva en la agricultura y la industria; por el otro lado el antiguo estado burgués de la República con su administración política, su ejército regular y su estructura capitalista de propiedad y de producción. Sus métodos estratégicos eran diametralmente opuestos. Cada uno consideraba el suyo como el único correcto. Mientras el aparato estatal tradicional, con su ejército organizado jerárquicamente y dirigido por generales profesionales, quería emprender una campaña convencional, los vencedores del 19 de julio aspiraban a una guerra del pueblo, cuya victoria final sólo podía alcanzarse con milicias motivadas políticamente y métodos guerrilleros.

El resultado de esta situación inicial fue la dualidad de poderes, que duró desde junio hasta bien avanzado el otoño de 1936.

La contradicción en que se basaba era antagónica. Sólo podía resolverse por la violencia. La consecuencia fue una guerra civil dentro de la Guerra Civil, sordamente ocultada al principio, cada vez más abiertamente manifestada luego. Las fuerzas que se enfrentaban eran las siguientes: por un lado la CNT-FAI, apoyada por el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), un grupo de izquierda escindido de los comunistas; por el otro los partidos burgueses de la República, dirigidos por los socialdemócratas con Largo Caballero a la cabeza, y el Partido Comunista de España, sostenido por la ayuda masiva de la Unión Soviética. Los comunistas sacaron amplia ventaja a los socialdemócratas en su giro a la derecha, y se perfilaron como el verdadero partido de la pequeña burguesía; así cumplían, naturalmente, las instrucciones que les llegaban de Moscú; los intereses de los trabajadores españoles no les importaban.

La dirección de la CNT-FAI no estaba de ningún modo a la altura de la situación que se planteó en el otoño de 1936. Atrapados entre las tenazas de la ofensiva fascista por una parte, y de la contrarrevolución por la otra, no pudo perseverar sin claudicaciones en los principios simples y tradicionales de la doctrina anarquista. Fue retrocediendo paso a paso ante la realidad. Es un viejo error de los anarquistas el ignorar persistentemente el instrumento político por excelencia, es decir la mediación entre la fidelidad a los principios y la necesidad táctica. Así ocurrió también en este caso. Una vez desviados de «justa senda» de la revolución directa, ya no hubo manera de que se detuvieran. Las concesiones que la CNT-FAI hizo a sus adversarios políticos en su propio campo se convirtieron en catastróficas derrotas. Su firmeza de principios se transformó en un oportunismo sin límites. Los dirigentes anarquistas perdieron en pocos meses la esencia revolucionaria de su movimiento de masas. Es posible precisar algunas fases de este proceso galopante.

8 de septiembre de 1936: el dirigente de la CNT, Juan López, anuncia desde Valencia al gobierno central de Madrid su cooperación y su apoyo al programa gubernamental.

26 de septiembre de 1936: la CNT acepta tres cargos ministeriales sin importancia en el gobierno regional de Cataluña.

l de octubre de 1936: la CNT accede a la disolución del Comité Central de las Milicias.

9 de octubre de 1936: en Cataluña se decreta la disolución de los consejos y comités locales; la CNT se declara de acuerdo con esta medida.

Principios de diciembre de 1936: en Madrid se producen violentos encuentros entre destacamentos de la CNT y unidades del Partido Comunista.

4 de diciembre de 1936: la CNT ingresa al gobierno central de Madrid. Los anarquistas se contentan con carteras de segunda categoría (Justicia, Salud, Comercio e Industria); no obtienen posiciones de verdadero poder.

15 de diciembre de 1936: el consejo superior de seguridad centraliza la policía política.

17 de diciembre de 1936: Pravda de Moscú publica un editorial donde se dice: «Ya ha comenzado en Cataluña la depuración de trotskistas y anarcosindicalistas; se lleva a cabo con la misma energía que en la Unión Soviética.»

24 de diciembre de 1936: se prohíbe en Madrid la portación de armas.

Fines de diciembre de 1936: el Partido Comunista inicia su campaña contra el POUM.

Febrero-marzo de 1937: surgen graves divergencias entre la dirección de la CNT-FAI y su base. La oposición revolucionaria dentro del movimiento anarquista funda una sección de combate propia: los «Amigos de Durruti».

En los últimos días de abril de 1937 se hacen públicas las intenciones del gobierno de desarmar a los obreros de Barcelona y devolver a la policía el monopolio del poder. Así comienza la el último acto del drama de la CNT-FAI, «la semana sangrienta de Barcelona». Se producen las primeras escaramuzas y obreros y policías tratan de desarmarse mutuamente. El 3 de mayo se inicia la lucha callejera. Comunistas armados asaltan la central telefónica, que se encuentra en manos de la CNT. De inmediato, sin aguardar su proclamación, los obreros de Barcelona declaran la huelga general. Se levantan barricadas, y los puntos más importantes de la ciudad son ocupados por los obreros. La dirección de la CNT claudica. El gobierno central envía cinco mil miembros de la Guardia de Asalto, que entran en Barcelona el 7 de mayo. Es sofocado el último movimiento revolucionario de la clase obrera española: sigue siendo el último hasta el presente; hay más de quinientos muertos. La CNT declara: «Lo único que podemos hacer es esperar los acontecimientos y adaptarnos a ellos lo mejor que podamos.»

Así se quiebra la espina dorsal del anarquismo español; la CNT lleva en adelante una vida irreal y contempla impotente la liquidación de los restos de la revolución española. También en mayo se declara ilegal a la FA!. El ministro comunista Uribe - exige la proscripción del POUM, y desencadena así una crisis gubernamental en Madrid; Largo Caballero tiene que dimitir, porque los comunistas lo consideran demasiado izquierdista; su lugar lo ocupa Negrín, un decidido adversario de la colectivización y auténtico campeón de la propiedad privada. En junio de 1937 es detenida la junta directiva del POUM; llega a su apogeo la caza de brujas contra «trotskistas» (por otra parte, ni Trotski mismo quería saber de ellos), y su jefe Andrés Nin es asesinado por agentes de la NKVD. En agosto se prohíbe por intermedio de una circular del gobierno las críticas sobre la Unión Soviética; el nuevo Servicio de Investigación Militar (SIM), en el cual el Partido Comunista ocupa puestos claves, construye cárceles y campos de concentración propios, que se llenan rápidamente de anarquistas y «ultraizquierdistas». En el mismo mes de agosto el gobierno central dispone la disolución del Consejo de Defensa de Aragón; éste era el último órgano de poder revolucionario que quedaba. Joaquín Ascaso, su presidente, es detenido; la undécima división comunista arremete contra los comités de pueblo aragoneses y disuelve la producción agrícola colectiva. En septiembre de 1937 el edificio del Comité de Defensa de la CNT-FAI es atacado y ocupado por tropas gubernamentales apoyadas por cañones y tanques.

En el transcurso de 1938 regresan los grandes terratenientes y exigen la devolución de sus bienes. La colectivización es anulada; se suprime el control obrero en las fábricas catalanas. Los jefes de taller y el personal de vigilancia vuelven a sus antiguos puestos. Se vuelve a pagar dividendos a los accionistas extranjeros. La paga del soldado raso disminuye de lO a 7 pesetas, el salario de los oficiales aumenta de 25 a 100 pesetas. Se restablecen los distintivos, el saludo y la instrucción militar; se introduce la pena de muerte por agravio a los superiores. Los militantes del POUM y de la CNT-FAI están en las cárceles. La revolución ha sido liquidada; se restablece el estado burgués; se ha perdido la Guerra Civil. En los últimos días de marzo de 1939 el gobierno de la República española vuela a Francia.

«¿Cuál es pues el resultado de nuestra investigación?

»Los bakuninistas se vieron obligados a arrojar por la borda su programa anterior, tan pronto como se encontraron frente a una situación revolucionaria seria. Primero sacrificaron la doctrina de la abstención política, y sobre todo de la abstención electoral. Luego siguió la anarquía, la abolición del Estado; en lugar de abolido trataron más bien de establecer un conjunto de nuevos y pequeños Estados. Luego abandonaron su postulado de que los trabajadores no debían participar en ninguna revolución cuyo objetivo no fuera la inmediata y completa emancipación del proletariado, y entraron a participar a sabiendas en un movimiento puramente burgués. Por último escarnecieron su dogma recién proclamado, a saber: que el establecimiento de un gobierno revolucionario sería sólo una nueva estafa y una nueva traición contra la clase obrera; e ingresaron confortablemente en los comités gubernamentales de las distintas ciudades. Casi en todas partes no fueron más que una minoría (impotente ante la mayoría de votos burguesa) que la burguesía explotó políticamente.

»El alarido ultrarrevolucionario de los bakuninistas se convirtió, pues, en la práctica, en conciliación, en insurrecciones destinadas desde un principio al fracaso, o en uniones con un partido burgués que explotaba políticamente de modo ignominioso a los obreros y los trataba por añadidura a puntapiés.»

Este juicio fue emitido en 1873 por Federico Engels. Su propósito era criticar despiadadamente a los anarquistas. Pero su verdadera ironía consiste en que el «partido burgués», al que Engels se refiere, no era otro, en la Guerra Civil española, que el Partido Comunista.

La defensa de Madrid

Una visita a la capital

En el otoño de 1936 yo trabajaba en Madrid como corresponsal de Solidaridad Obrera. A mediados de septiembre, Durruti vino a Madrid, por primera vez desde que se había iniciado la Guerra Civil. Mi hermano Eduardo lo acompañó. Por la noche, poco después de su llegada, vinieron a visitarme en la oficina del periódico en la calle de Alcalá.

Durruti llevaba su típica gorra de cuero, que después recibió su nombre, una chaqueta también de cuero, con cinturón, y un revólver. Era la primera vez que me encontraba frente al famoso «gorila» de los anarquistas. Era alto, de fuerte complexión y pelo oscuro; su mirada era fija y penetrante, su actitud serena y espontánea. A pesar de su energía, su gesto tenía algo de infantil. Era macizo y musculoso y estaba quemado por el sol. Manos grandes y nervudas. En sus labios había siempre una sonrisa bondadosa y llena de confianza. Su manera de ser sencilla y espontánea despertaba de inmediato simpatía. Su voz era seria y persuasiva, su pelo crespo y muy negro, su boca grande y carnosa, el torso colosal, y sus ademanes serenos, risueños y expresivos. Su andar era más bien lento, pero parecía imposible de detener. Tenía el aire de un típico hijo de la meseta castellana.

[ARIEL]

A muchos de los nuestros les gustaba que los fotografiaran y los entrevistaran; querían salir siempre en los periódicos. A Durruti eso no le interesaba. No quería hacer publicidad con su persona. Odiaba las actitudes teatrales. En Madrid se comportó con la misma sobriedad de siempre.

-Esta gorra y esta chaqueta de cuero -dijo-, la hacemos ahora para todos mis hombres. Todos llevamos la misma ropa. Somos como hermanos, no hay diferencias.

Se rió con su sonrisa de niño y mostró sus grandes dientes blancos de lobo manso.

-He venido a buscar armas para los compañeros de Aragón. Si el gobierno nos da las armas que necesitamos, tomaremos Zaragoza en pocos días.

«No es cierto que haya armas. Conozco personas que nos ofrecen todas las armas que queramos. Sólo tienen una pequeña pretensión: que se las paguemos en oro. Estos burgueses no tienen sentimientos humanos cuando se trata de dinero. Sin embargo, nuestro gobierno tiene oro a paladas. ¿Y para qué sirve todo ese oro? ¿Para ganar la guerra? Eso dicen. Ahora veremos si es verdad lo que dicen. Mañana iremos a negociar con ellos al Ministerio de la Guerra. Les diré dónde podemos conseguir armas, si ellos pagan. ¿Para qué quieren si no todo el oro que almacenan en el Banco de España?»

Fuimos a comer a un restaurante de la Gran Vía administrado por el sindicato gastronómico. Era una comida sencilla. Durruti nos habló de los combates en Barcelona y en el frente de Aragón. Reía mucho y parecía mirar el futuro con despreocupación.

Después de la comida fuimos al Ministerio de la Guerra, donde Durruti habló con Largo Caballero; después lo recibió Indalecio Prieto en el Ministerio de Marina. Por aquella época el gobierno tenía muchas esperanzas en la ayuda de los rusos. Largo Caballero pasaba entonces por el «Lenin español». Las negociaciones desengañaron mucho a Durruti. Se le recibió bien, se le hicieron promesas y se le dieron toda clase de explicaciones para justificar la falta de armamento de los anarquistas. Pero todo siguió como antes. Pronto se demostró que las promesas eran palabras huecas.

[ARIEL]

Un día, Largo Caballero (quien puede testimoniar este episodio) llamó a Durruti a Madrid para ofrecerle una cartera de ministro en su nuevo gabinete, donde participaban también los anarquistas. Durruti nunca había visto a Largo Caballero; ni siquiera sabía qué aspecto tenía. Cuando le pregunté qué impresión le había causado en la conversación, me respondió:

-Esperaba ver a un hombre de cuarenta años, y de repente me encontré ante un anciano. Siempre lo había considerado un político como todos los demás, pero sus convicciones políticas eran tan rígidas que casi me intimidó.

Durruti no aceptó la cartera de ministro. Consideró que su presencia en el frente era más importante. Y, ciertamente, era insustituible en el frente. Su columna dependía fanáticamente de él y le obedecía ciegamente.

[ANTONIO DE LA VILLA]

Buenaventura Durruti viene a Madrid precisamente cuando todo parece confirmar que no somos capaces de dirigir la guerra, de atacar, ni siquiera de defendernos, en el preciso momento en que nuestras derrotas comienzan a hacernos perder la cabeza. Viene respaldado por el prestigio de varias columnas que nunca han retrocedido, sino que han conquistado centenares de kilómetros cuadrados de terreno en Aragón. Este contraste nos ha inducido a pedirle una entrevista.

Durruti se refirió primero a un problema que entonces no se podía discutir públicamente. Había venido a Madrid para hablar personalmente con el ministro de la Guerra; se trataba de dos millones de cartuchos que necesitaba para concretar su planeada ofensiva contra Zaragoza. Informó a nuestro jefe de redacción de esas negociaciones. Se habían creado situaciones que aún hoy no podemos revelar. Luego Durruti habló de sus concepciones estratégicas, del carácter revolucionario de las milicias y de su categórica posición ante el problema de la disciplina.

DURRUTI: Basta un poco de buen sentido para comprender claramente los propósitos de los movimientos del enemigo: se juega el todo por el todo a una carta: la conquista de Madrid. Le embriaga la idea de conquistar la capital. Pero sus fuerzas se agotarán en nuestras líneas defensivas, y como para dirigir este ataque desesperado tendrá que retirar sus reservas de otros sectores, la defensa de Madrid, siempre y cuando la combinemos con ataques en otros frentes, nos permitirá dominado y derrotado. Eso es todo.

Pero es preciso comprender que una ciudad no se defiende con palabras, sino con fortificaciones. El pico y la pala son tan indispensables como el fusil. En Madrid hay demasiados holgazanes y vividores. Hay que movilizados a todos. No hay que desperdiciar ni una gota de combustible. Nuestro poderío en Aragón se basa en que toda conquista de territorio, hasta la más pequeña, se asegura de inmediato con la construcción de trincheras. Nuestros miliciano s han aprendido que cuando el enemigo ataca no hay nada más peligroso que retroceder; lo más seguro es mantener la posición. No es cierto que el instinto de conservación conduzca a la derrota. Siempre se lucha por la vida. Este instinto es muy fuerte y hay que aprovechado en el combate. El instinto de conservación acrecienta en mis soldados su capacidad de resistencia. Pero esto exige plantear seriamente el problema de las fortificaciones. Por lo tanto, opino que también aquí, en las secciones medias del frente, es absolutamente necesario crear una red de trincheras bien protegidas con alambradas y parapetos avanzados. Madrid debe convertirse en una fortaleza, la ciudad debe dedicarse exclusivamente a la guerra y a la defensa. Sólo de este modo lograremos que el enemigo disperse aquí sus fuerzas, con lo que también obtendremos victorias en otros frentes.

INTERLOCUTOR: ¿Qué puedes decirnos sobre tu columna?

DURRUTI: Estoy satisfecho con ella. Mis hombres tienen todo lo que necesitan, y cuando llega el momento atacan con gran arrojo. Con esto no quiero decir que la milicia se haya convertido en una mera máquina militar. No. Ellos saben por qué y para qué luchan. Se sienten revolucionarios. Lo que los impulsa al combate no son palabras huecas ni leyes más o menos prometedoras. Van a la conquista de la tierra, de las fábricas, de los medios de transporte, del pan, y de una nueva cultura. Saben que su futuro depende de nuestra victoria.

»Nosotros hacemos la guerra y la revolución al mismo tiempo; según mi opinión, esto es lo que exigen las circunstancias. Las medidas revolucionarias que conciernen al pueblo no se aplican sólo en la retaguardia, en Barcelona; son válidas también en la primera línea.

»En cada pueblo que conquistamos revolucionamos enseguida la vida cotidiana. Esto es lo mejor de nuestra campaña. Para esto se requiere mucha pasión. Cuando estoy solo pienso a menudo en lo enorme que es la tarea que nos hemos propuesto y que ya hemos comenzado. Entonces comprendo la magnitud de mi responsabilidad. Una derrota de mi columna sería terrible, porque no podemos retroceder así, sin más, como cualquier otro ejército. Tendríamos que llevar con nosotros a todos los habitantes del lugar donde hemos permanecido, a todos sin excepción. Porque desde nuestras avanzadas hasta Barcelona no hay más que combatientes. Todos trabajan para la guerra y por la revolución. Ahí está nuestra fuerza.

Interlocutor: Pasemos ahora al problema más discutido del momento: el problema de la disciplina.

Durruti: Cómo no. Se habla mucho de esto, pero muy pocos de los que hablan dan en el meollo del asunto. Para mí la disciplina significa respetar la responsabilidad propia y la de los demás. Me opongo a toda disciplina de cuartel, porque conduce a la brutalización, al odio y al funcionamiento automático. Pero tampoco hablo a favor de una libertad mal entendida, que los cobardes reivindican para sacarse el fardo de encima. En nuestra organización, la CNT, hay una correcta comprensión de la disciplina; por eso los anarquistas respetan las decisiones de los compañeros en quienes han depositado su confianza. En tiempos de guerra debe obedecerse a los delegados escogidos, de lo contrario todas las operaciones están condenadas al fracaso. Si los hombres no están de acuerdo con ellos, deben revocar a sus delegados en una asamblea y reemplazados por otros.

»Mi experiencia en la columna me ha permitido conocer bastantes trucos a que recurren los soldados en la guerra: la madre enferma, la madre que agoniza, la mujer que espera un hijo, el niño que tiene fiebre... Pero yo tengo mis propios remedios caseros para contrarrestarlos. ¡Unos días de trabajo extra para el embustero! ¡Las cartas desmoralizadoras, al cesto! El que insiste en regresar a casa porque, claro, se incorporó como voluntario, debe escuchar un sermón mío primero. Le hago notar que nos engaña a todos hasta cierto punto, porque habíamos contado con él. Después se le quita el arma, que al fin y al cabo pertenece a la columna. Si insiste en partir, puede irse pero a pie, porque los coches los necesitamos exclusivamente para la guerra. Pero esto ocurre muy rara vez, porque el miliciano tiene también su amor propio. En general, basta con que diga que yo no me dejo tomar el pelo y que soy el jefe de la columna, y enseguida regresan a la línea de fuego y luchan como héroes.

»Estoy satisfecho con los compañeros, y espero que ellos también estén satisfechos conmigo. No les falta nada. Sus esposas y sus mujeres pueden visitados dos días en el frente. Después regresan a casa. Los periódicos llegan diariamente, la alimentación es muy buena, hay libros, todos los que queremos, y cuando hay calma en el frente entablamos discusiones para reanimar el espíritu revolucionario de los compañeros. No estamos ociosos, siempre hay algo que hacer. Tenemos que ampliar y mejorar las fortificaciones sobre todo. ¿Qué hora es? ¿La una de la madrugada? A esta hora mis hombres estarán cavando trincheras, y os aseguro que lo hacen con gusto.

»¡Ganaremos la guerra!

[DURRUTI 7]

Una vez volamos juntos a Madrid, ya no me acuerdo por qué, con el avión de André Malraux. Era un avión muy pequeño, una avioneta, y se bamboleaba mucho. En Madrid pasamos por la jefatura de policía, y a Durruti se le ocurrió por diversión pedir todos sus documentos y sus antecedentes de antaño. La policía española me había rendido a mí también el honor de registrar todo lo que sabía sobre mí. Hasta habían pedido mis antecedentes a París. Nos divertimos mucho.

[ÉMILIENNE MORIN]

El traslado

Debo decir que yo fui posiblemente la primera en pensar que Durruti debía venir con su columna a Madrid. El comité nacional de la CNT hizo suya esta idea. Mariano R. Vázquez, su secretario, le dijo a Durruti: «Sí, te necesitamos en Madrid, ha llegado el momento. El Quinto Regimiento lleva la voz cantante aquí, y la llegada de las brigadas internacionales es inminente. ¿Qué hacemos para contrarrestar su influencia? Tienes que hacer valer tu prestigio y la fuerza combativa de tu columna, de lo contrario seremos relegados políticamente.»

[FEDERICA MONTSENY l]

Yo estaba totalmente en contra de trasladar a Durruti a Madrid. Mientras viajábamos en coche hacia Barcelona, seguí discutiendo con Federica Montseny sobre el asunto. Le pregunté si no sería más importante para la revolución conservarle con vida, en lugar de enviado a morir a Madrid. Conocíamos su arrojo y su valor. Me pareció absurdo que lo enviaran a la capital, sobre todo porque tenía tan pocas tropas. Habría sido otra cosa si lo hubiésemos podido enviar al frente de un cuerpo expedicionario de 50.000 milicianos, pero eso era imposible.

[JUAN GARCÍA OLIVER 2]

Durruti fue a Madrid contra su voluntad. En una conferencia de todos los comandantes del frente de Aragón se decidió organizar una columna propia bajo su dirección para romper el cerco en torno a la capital. En esta columna participarían también los socialistas y otras unidades. Durruti abogó hasta el último momento por una ofensiva decisiva contra Zaragoza. Pero faltaban armas y municiones, y así se decidió trasladar la columna a Madrid. Ésta se componía de 6.000 hombres y disponía de algunas baterías. Durruti se tuvo que conformar con esto. Los socialdemócratas se negaron a combatir bajo su mando.

[DIEGO ABAD DE SANTILLÁN 1]

No sé si es verdad que en Madrid el general Miaja calificó de cobardes a las tropas de Durruti. Si es cierto que lo dijo y si es cierto que esas tropas combatieron mal en Madrid, debe tenerse en cuenta lo siguiente: la mayoría no tenían experiencia en el frente y se los había enviado de improviso a un verdadero infierno.

Puedo asegurar con certeza que el grueso de la columna Durruti nunca se alejó de su sector en el frente de Aragón, y que las tropas que Durruti llevó a Madrid eran en su mayoría voluntarios que las organizaciones anarquistas de Barcelona habían reclutado y puesto en pie de guerra recientemente.

Me acuerdo de la última noche que Durruti pasó con su columna en Aragón. Después de comer habló de su partida y preguntó: «¿Quién quiere acompañarme?»

A mí no me tomaron en cuenta, desde luego. Durruti dijo que sólo quería llevar consigo a algunos de sus leales para su escolta y para que dirigieran a los reservistas que él tendría a su cargo en Madrid.

[JESÚS ARNAL PENA 2]

Yo tenía una hija que se iba a casar entonces, y claro, viajé a casa, a Badalona. Me tomé un día de licencia para asistir a la boda. En aquella época no se necesitaba un cura. Firmábamos el documento y basta. Habíamos preparado un pequeño banquete. Tuve que pronunciar un discurso, y dije: «Espero que os llevéis bien, que seáis amables entre vosotros y que seáis felices. Tenéis suerte, la situación es favorable, porque el pueblo ha tomado el poder.» Etcétera, etcétera. De repente oí el motor de un coche, entran dos compañeros por la puerta y dicen: «¿Qué pasa aquí, Rionda? Tenemos que hablar contigo.» «Ya lo veis, mi hija se casa.» «Durruti nos ha llamado desde Barcelona, te necesita, la columna marcha hoy mismo a Madrid.» «¿Cómo? ¿A Madrid? ¡Yo no sabía nada!» Así que dejé en casa el matrimonio y todo, tomé mi revólver, subimos al coche, y nos marchamos a escape.

[RICARDO RIONDA CASTRO]

Antes de su partida a Madrid, Durruti les dijo a sus hombres: «La situación en Madrid es angustiosa, casi desesperada. Vayamos, dejémonos matar, no nos queda más remedio que morir en Madrid.»

[RAMÓN GARCÍA LÓPEZ]

La situación era terrible: estábamos entre la espada y la pared. Los comunistas habían aumentado extraordinariamente su influencia debido al suministro de armas de la Unión Soviética. Temíamos- que a los anarquistas españoles les aguardara el mismo destino que a los anarquistas rusos. Esto bastó para convencer a Durruti, él comprendía la necesidad de que estuviéramos presentes en todas partes. Debíamos impedir que se pactara con los fascistas. (Desde el primer día de la Guerra Civil, los republicanos habían considerado la posibilidad de un arreglo pacífico.) Le aseguro que sin nosotros el combate nunca habría durado tres años.

La llegada de Durruti y su división influyó mucho en la moral de los defensores de Madrid. Cuando la columna desfiló por la ciudad la gente parecía electrizada. Todos decían: «¡Durruti está aquí!»

[FEDERICA MONTSENY 1]

El peligro

Inmediatamente después de su llegada, Durruti se presentó ante el comandante de las fuerzas armadas, el general Miaja, y el jefe del estado mayor, el mayor Vicente Rojo, y anunció la llegada inminente de sus tropas.

Ese mismo día inspeccionó el frente de los defensores, situado a pocos kilómetros del centro de la ciudad. La situación de las fortificaciones defensivas le horrorizó. Desde su puesto de mando llamó al ministro de la Guerra, Largo Caballero, y le describió con crudeza la situación. «Si Madrid ya no está en manos de los fascistas, se debe sólo a la indecisión del enemigo; la ciudad esta des guarnecida. En algunos puntos se lucha heroicamente, pero en otras partes no se hace ningún esfuerzo para rechazar al enemigo. No es de extrañar que gane terreno continuamente, sobre todo en la Ciudad Universitaria, el Cerro de los Ángeles y en Carabanchel Alto y Bajo.»

El ministro le prometió a Durruti todo el apoyo posible por parte del gobierno y aseguró que le daría plenos poderes. Le informó también que se acercaban nuevas brigadas internacionales y que los defensores podrían contar con aviones y tanques.

[RICARDO SANZ 4]

Le propuse al jefe del gobierno, Largo Caballero, que nombrara general a Durruti y le confiara la defensa de la capital. No creo que pueda reprocharse la actuación del general Miaja; al fin y al cabo Madrid seguía en poder de los antifascistas y de la revolución. Pero estoy seguro de que Durruti también habría tenido éxito.

[JUAN GARCÍA OLIVER 2]

Cuando el gobierno republicano salió de la capital sitiada el 6 de noviembre y huyó a Valencia, su prestigio sufrió un duro golpe. Después de las heroicas proclamaciones que el presidente Largo Caballero había lanzado con tanta facilidad, a la población le pareció bastante extraña esta forma de abdicar.

Si los anarquistas hubiesen querido, ése habría sido el momento apropiado para quitarse definitivamente de encima al gobierno central y proclamar la Comuna de Madrid. Otra cosa es preguntarse si eso habría sido prudente. Una medida así habría recibido el apoyo de las masas obreras y de los combatientes del frente, pero seguramente les habría causado la enemistad de Rusia y de los grupos controlados por los rusos.

De todos modos, con la partida del gobierno hacia Valencia había llegado la hora de la verdad. Las frases rimbombantes sobre la unidad y la disciplina fueron reemplazadas por un auténtico dinamismo y un sentimiento de responsabilidad e iniciativa. En adelante nadie confiaría en peroratas heroicas, sino sólo en la fuerza convincente del ejemplo. Ahora se trabajaba realmente por la defensa; las masas tenían la palabra. La desaparición de los ministros tuvo un efecto saludable.

[A. y D. PRUDHOMMEAUX]

Apenas llegó a Madrid, Durruti pronunció por la radio un discurso vehemente y rotundo contra los holgazanes, los falsos revolucionarios y los charlatanes. Le ofreció a cada habitante de Madrid un fusil o una pala y los exhortó a cavar trincheras y levantar barricadas. En un instante logró lo que no habían conseguido los comunicados y los discursos del gobierno: un eufórico entusiasmo se apoderó de la ciudad. Hasta entonces no se había organizado correctamente la evacuación de la población inepta para el combate ni la defensa civil, porque el gobierno temía que estas medidas desmoralizaran a la ciudad. En cambio, Durruti y el comité de defensa de la CNT trataron a los madrileños como seres adultos y responsables. El éxito demostró que tenían razón. La CNT, a la que pertenecían el ala radical de la clase obrera, dio el ejemplo organizando una brigada para la defensa civil.

[A. y D. PRUDHOMMEAUX]

Cuando un soldado duda de la política del gobierno disminuye su valor. Por eso lucharon mal los anarquistas en general. No querían pelear por Caballero, por Negrín o por Martínez Barrio, ni por el gobierno que estos hombres representaban.

Algunos días después de enrolarme como voluntario, André Marty apostó guardias armados hasta los dientes frente a los acantonamientos de las brigadas internacionales. Se había enterado de que Durruti marchaba hacia Madrid al frente de una columna de 10.000 anarquistas de Barcelona, y que ya había llegado a Albacete. Más tarde se comprobó que eran sólo 3.000 hombres y que no abrigaban intenciones hostiles contra nuestra brigada. Eran hombres extraordinariamente impetuosos, pero aparte de eso no hicieron daño a nadie. El comunista Marty les tenía una desconfianza enfermiza.

[LOUIS FISCHER]

Cuando las bandas fascistas se aproximaron a Madrid, Durruti salió de inmediato a su encuentro al frente de una unidad de 5.000 hombres. Se declaró dispuesto a someterse sin reservas a la dirección de un comando único y centralizado para la defensa de Madrid. Influido por las enseñanzas de la lucha revolucionaria en España, Durruti evolucionó cada vez más hacia la línea del Partido Comunista. En una conversación sostenida con un representante de la prensa soviética, dijo: «Sí, me siento bolchevique. Estoy dispuesto a colgar el retrato de Stalin en mi puesto de mando.» La carta de Durruti al proletariado de la URSS está imbuida de un extraordinario amor y una profunda fe en la fuerza del proletariado organizado.

[Commnunist International]

La columna llegó a Madrid en tres trenes especiales y una larga caravana de camiones, y se alojó en el cuartel de Granada. Se componía casi exclusivamente de voluntarios. Venía armada con material de guerra nuevo, recientemente llegado, sobre todo con fusiles Winchester de gran potencia de fuego pero sin repetición y muy peligrosos en el manejo.

[RICARDO SANZ 3]

La deliberación

El 13 de noviembre, a la caída de la tarde, la columna Durruti entró en Madrid. Es saludada con entusiasmo. Las tropas están extenuadas. Se alojan de inmediato en el cuartel de la calle Granada, donde se alimentan y donde dormirán esa noche para recuperarse del cansancio del viaje.

Apenas se han alojado los soldados, llega el parte de que el enemigo ha conquistado la mayoría de los edificios de la Ciudad Universitaria y que al no encontrar resistencia considerable, está a punto de avanzar hacia la cárcel Modelo y la plaza de la Moncloa.

El general Miaja llama a Durruti a su cuartel general y le pide que lance la columna al frente de inmediato, sin tomar en cuenta el agotamiento de las tropas. Durruti le contesta que es imposible; él conoce a sus hombres. Le advierte que un ataque precipitado podría tener fatales consecuencias. Miaja comprende las objeciones de Durruti, pero no ve otra solución. El jefe del estado mayor se adhiere a él: la columna debe partir al frente con las primeras luces del alba para impedir una invasión decisiva del enemigo.

Durruti interrumpe la discusión, se dirige al cuartel general de la calle Granada, reúne a sus hombres y les explica la situación. Esa misma noche la columna forma en el patio y marcha al ataque hacia el frente.

[RICARDO SANZ 4]

14 de noviembre de 1936 Las tropas llegaron desde Cataluña con Durruti al frente.

Tres mil hombres, muy bien armados y vestidos, imposible comparados exteriormente con los fantásticos soldados que Durruti tenía en Bujaraloz.

Me abrazó radiante, como un viejo amigo. Y enseguida comenzó a bromear.

-Ves, no he tomado Zaragoza, no me han matado, y todavía no me he vuelto marxista. Todo está en el futuro aún.

Ha enflaquecido, tiene más porte de soldado. y aspecto de mihtar, ya no habla con sus ayudantes como SI estuviera en una asamblea, ahora tiene un tono de comandante.

Durruti pidió a un oficial como asesor. Se le propuso a Santi. Pidió que le contaran algo de él, y lo aceptó. Santi es el primer comunista en el cuerpo del ejército de Durruti. Al venir Santi, Durruti le dijo:

-Tú eres comunista. Bueno, veremos. Estarás siempre a mi lado. Comeremos juntos y dormiremos en la misma habitación. Ya veremos.

Santi respondió:

-Espero tener horas libres. ¿no? En la guerra siempre hay horas libres, de vez en cuando. Pido permiso para retirarme en esas horas libres.

-¿Qué quieres hacer en esas horas?

-Quisiera utilizar este tiempo libre para enseñar a tus soldados a tirar con la ametralladora. Tiran muy mal. Quisiera entrenar a algunos grupos y organizar una brigada con ametralladoras.

Durruti sonrió:

-También yo quiero. Enséñame a manejar una ametralladora.

Al mismo tiempo llegó a Madrid García Oliver; ahora es ministro de Justicia. Los dos famosos anarquistas, Durruti y Oliver, se entrevistaron con Miaja y Rojo. Declararon que las tropas anarquistas venían de Cataluña para salvar Madrid, y que salvarían Madrid. Pero después no querían permanecer allí, sino regresar a los muros de Zaragoza. Pidieron que las tropas de Durruti fueran enviadas a una sección especial, donde los anarquistas pudieran demostrar su rendimiento. De lo contrario se podía dar lugar a malas interpretaciones. Sí, incluso podría ocurrir que otros partidos se atribuyeran los éxitos de los anarquistas.

Rojo propuso dejar las tropas en la Casa de Campo, para que por la mañana atacaran a los fascistas y los expulsaran del parque hacia el sudoeste. Durruti y Oliver estuvieron de acuerdo. Más tarde hablé con ellos. Estaban convencidos de que las tropas cumplirían a la perfección su cometido.

[MIJAÍL KOLTSOV]

El 15 de noviembre yo estaba en Madrid. Fui al Ministerio de la Guerra para hablar con el general Goriev, que había asumido el mando militar. Pregunté a un ordenanza dónde podía encontrar al general Goriev. El hombre me hizo señas de que lo siguiera; mientras caminábamos por los largos corredores, I llamaba a todos los que encontrábamos y les preguntaba:«¿Habéis visto al general ruso? ¿Dónde está el general ruso?» La I presencia de Goriev era un secreto; pero los españoles odian los secretos.

Avanzada la noche me reuní con Goriev en el cuartel general. El general esperaba las últimas noticias del frente. Durruti y su columna ya habían iniciado el ataque. Su ayudante era un oficial del ejército rojo, un circasiano alto. Los anarquistas habían ocupado una posición en el frente cerca del cerro de la Casa de Campo, desde donde dominaban las vías de acceso al centro de Madrid. Eran tropas frescas; Goriev les había confiado un sector importante.

Poco después de medianoche llegó el circasiano e informó que los anarquistas habían huido presa de pánico ante el ataque de una pequeña unidad marroquí. En consecuencia la zona universitaria estaba desguarnecida ahora, a merced de Franco.

Durruti exigió a sus hombres que lucharan. Esto lo hizo impopular. Lo veía con frecuencia por la noche en el Hotel Gran Vía. Iba rodeado de una fuerte escolta personal, todos siempre con el dedo en el gatillo de sus pistolas ametralladoras.

[LOUIS FISCHER]

La columna Durruti llegó con la pretensión un tanto fanfarrona de salvar Madrid. Además querían hacerla a toda prisa, para regresar lo antes posible a Aragón. Pidieron el sector del frente donde el enemigo se hubiese infiltrado más profundamente; querían desalojarlo de allí. Se les asignó el sector de la Casa de Campo.

Conocí a Durruti el 18 o 19 de noviembre. Nos encontramos en el estado mayor de Miaja, en una deliberación a la que asistieron algunos comandantes de los sectores del frente de Madrid. En esa reunión Durruti pidió que sus tropas fueran relevadas y enviadas de regreso a Aragón. Varios oficiales, entre ellos yo, objetamos que era lamentable relevar a unas tropas que apenas llevaban tres días en el combate. La inmensa mayoría de los soldados luchaba en el mismo frente desde el primer día de la guerra, sin haber recibido ni pedido un solo día de permiso. Sin embargo, acordamos permitir a la columna Durruti que se marchara si insistía en ello. Con él o sin él, nosotros seguiríamos defendiendo Madrid como lo habíamos hecho antes de su llegada.

Acto seguido, Durruti dio algunas explicaciones sobre el carácter, las costumbres y las concepciones que reinaban en su unidad con respecto a la disciplina y las facultades de mando. Comprendí la tragedia de este hombre fuerte y bueno, combatiente valeroso, víctima de las mismas ideas por las que luchaba. Prometió hacer todo lo posible para que sus hombres comprendieran la necesidad de seguir defendiendo Madrid. Salimos juntos de la reunión y nos despedimos amigablemente; cada uno regresó a su sector.

[ENRIQUE LíSTER]

Puros bárbaros

Sí, fuimos a Madrid, ¿y qué vimos en medio de la calle? Allí andaba un cretino mandando a cuatro o cinco tipos, derecha, izquierda, y todos tenían un fusil en la mano. ¡Eso era demasiado! Pronto pusimos punto final a esta situación. «¿Qué? ¿Tenéis pájaros en la cabeza? ¡Aquí no venimos a hacer ejercicios, vamos al frente!» Claro, esto nos disgustó enseguida. Todos se pusieron a temblar, el gobierno también, y gritaban: «¡Ésos son una banda de descarados!» Una vez salimos del cuartel general: «¡Vamos a tomar un trago antes de comer!» «¿Adónde?» «Allí, al lado de la telefónica, allí hay langosta también.» «¿Qué? ¿Langosta?», gritó el dueño del restaurante. «¿De dónde sois?» «¡Somos de la columna Durruti!» Entonces trajo enseguida las langostas. Cuando salimos encontramos en la calle a una mujer herida. Alguien había disparado desde una ventana. Y otra mujer grita: «Allá arriba hay un tirador, un fascista.» Y subimos las escaleras, encontramos al tipo y lo tiramos por la ventana a la calle. Y el gobierno decía: «¡Son unos bárbaros!» Pero nosotros los dejamos que refunfuñaran y seguimos adelante.

[RICARDO RIONDA CASTRO]

En Madrid la columna Durruti usaba mucho la llamada bomba FAI. Era una granada de mano muy pesada, pesaría un kilo y tenía una gran fuerza explosiva. Era especialmente apropiada para la lucha callejera. Pero no servía para el campo raso. No se podía arrojar muy lejos debido a su peso. En general estallaban en el aire antes de caer. En cambio daban muy buen resultado al lanzarlas desde las azoteas y los balcones. Debido a su alta fuerza explosiva, en Madrid se la utilizó incluso contra tanques enemigos. En un cuartel general de la calle Miguel Ángel, Durruti había apilado 35.000 bombas FAI en una pirámide de cajones, en el garaje del palacio. Cuando los vecinos se enteraron de la existencia de ese arsenal se quejaron al Ministerio de la Guerra, por el peligro que representaba ese depósito en caso de un ataque aéreo; pero justo después de un mes pudieron depositarse las bombas FAI en un sótano aislado más seguro.

[RICARDO SANZ 3]

En octubre de 1936 yo dirigía el grupo de médicos de Cataluña. El jefe de sanidad de Barcelona nos había encomendado la misión de ir a Madrid a instalar allí, en el Hotel Ritz, el hospital militar número 21, junto con algunos médicos madrileños.

Claro, nosotros éramos, por nuestro origen, nuestra educación y nuestra mentalidad, miembros de la burguesía. Pero los anarquistas se convencieron enseguida de que los queríamos ayudar con toda la ciencia y conciencia de que éramos capaces, y que no éramos traidores. Desde entonces nos tuvieron confianza y nos respetaron.

Aunque no participo de sus ideas, debo decir que en mi vida he conocido muy pocas personas tan generosas y dispuestas al sacrificio como los anarquistas. Tenían una moral muy especial. Por ejemplo, les parecía muy mal que un hombre tuviera más de una mujer. Consideraban inmoral tener dos relaciones amorosas al mismo tiempo. Por otra parte, estaban totalmente en contra del matrimonio burgués. Cuando un hombre no se entendía con su compañera, se buscaba otra, sin inconvenientes. Pero dos al mismo tiempo no.

También sobre la propiedad tenían unas ideas particulares. No poseían casi nada, y estaban a favor de la expropiación de la burguesía. Pero odiaban el robo. Por ejemplo, un día me llamaron al cuartel general de la columna Durruti en Madrid. En el suelo yacía un miliciano muerto; incluso recuerdo su apellido, se llamaba Valena. Tenía que extender un certificado de defunción, para que pudieran enterrado. Pregunté de qué había muerto. Me contestaron con toda sangre fría que le habían pegado dos tiros porque durante un registro domiciliario había robado un reloj y dos pulseras. Imagínese, por aquella época había constantes tiroteos en Madrid, y prácticamente no había justicia. Además, esos registros estaban organizados por los mismos anarquistas. De este modo querían reunir dinero para la CNT. Pero cuidado, si alguien se guardaba parte del botín en el bolsillo, lo fusilaban en el acto. Así era la moral de los anarquistas.

[MARTÍNEZ FRAILE]

Veinticuatro horas antes de la voladura del Puente de los Franceses, en medio de la batalla de Madrid, me encontré con Durruti. Nos repartimos la comida de los soldados: pan y un poco de carne de buey. Durruti estaba de buen humor, y refiriéndose con un poco de ironía al cargo que yo ocupaba entonces, rió y dijo mientras mordía el bocadillo: «¡Una verdadera comida de ministro!» Un miliciano escéptico le contestó: «Qué va, los ministros no comen nunca eso. Ni siquiera saben lo que pasa aquÍ.» Durruti se rió más fuerte aún: «Mira, aquí tienes uno, éste es un ministro.» Pero el miliciano se negó a creer que un ministro podía comer pan con carne de conserva en una trinchera.

[JUAN GARCÍA OLIVER 2]

La batalla

19 de noviembre de 1936 Los facciosos asaltan furiosamente la Ciudad Universitaria. Cada vez incorporan más refuerzos, artillería y lanzagranadas. Sus ataques les cuestan caro, las pérdidas, sobre todo entre los marroquíes, son enormes. Las plazas situadas entre los edificios de la Ciudad Universitaria están cubiertas de cadáveres. Durruti está muy abatido, porque ha sido justamente su tropa la que le ha dado al enemigo la oportunidad de infiltrarse en la ciudad. Pero quiere compensar el descalabro con otro ataque en el mismo sitio donde los anarquistas retrocedieron. Los bombardeos ininterrumpidos y el aniquilamiento de habitantes indefensos lo enceguecen de ira. Sus grandes puños se contraen, su tensa figura un tanto encogida parece personificar a un antiguo gladiador romano agitado por un desesperado deseo de liberación.

21 de noviembre de 1936

Llueve de nuevo todo el día.

Al mediodía, junto con unidades republicanas atacantes, he logrado penetrar en la clínica de la universidad y en el hogar de ancianos Santa Cristina. Ambos edificios han sido tomados en un ataque frontal con granadas de mano y bayonetas.

Los marroquíes y los regulares han retrocedido doscientos metros nada más. Siguen haciendo fuego sobre los edificios de donde han sido desalojados. Hay que arrastrarse, todavía no se han excavado vías de comunicación.

Un edificio de la clínica, contiguo a una obra en construcción, está totalmente destruido. Los techos y los suelos están acribillados a balazos, los muebles destrozados y despedazados. Las camas tumbadas, los suelos cubiertos de trozos de vidrio y escombros.

Abajo, en la casa mortuoria, me encuentro de repente con el viejo guardián. Ha logrado salir ileso después de un triple asalto y rendición en cuyo transcurso la casa ha pasado de uno a otro varias veces. Les pide a los soldados combatientes que traigan sus muertos para depositarlos en la casa mortuoria, y se siente ofendido ante la negativa de éstos. Es evidente que no está en su sano juicio.

¿Quién habría creído que esta modesta morgue se llenaría tanto? ¿Quién podía prever que el lugar más silencioso y retirado de la ciencia universitaria se convertiría en la arena de las batallas más duras y encarnizadas?

¡Pobre Madrid! Se la tenía por una ciudad tan despreocupada, segura y feliz... La Primera Guerra no la había tocado, se desarrolló lejos de allí. Ahora, en quince días, sufría más que las capitales europeas en cuatro años de guerra. ¡La ciudad se había convertido en un campo de batalla!

Cuando regresamos arrastrándonos a la segunda línea, agotados, mojados, sucios y silenciosos, aunque satisfechos, alguien vino corriendo y nos contó que en el sector vecino, en el Parque del Oeste, había caído Durruti. En la madrugada le había visto aún en las escaleras del Ministerio de la Guerra. Lo había invitado a venir al hogar de ancianos Santa Cristina. Durruti movió la cabeza negativamente. Tenía que ocuparse de su propio sector, tenía que proteger de la lluvia a su cuerpo de ejército, sobre todo.

Yo bromeé. «¿Acaso son de azúcar?"

Él respondió hostil: «Sí, son de azúcar, se disuelven en el agua. De cada dos queda uno. Se echan a perder en Madrid." Éstas fueron sus últimas palabras. Estaba de mal humor.

[MIJAIL KOLTSOV]

Entre el 13 y el 19 de noviembre de 1936 cayeron frente al enemigo el sesenta por ciento de las tropas que Durruti había dirigido en Madrid, entre ellos la mayor parte de su estado mayor. Los sobrevivientes estaban completamente agotados y trasnochados.

[RICARDO SANZ 2]

Militarmente eran un desastre. Una columna con esa mentalidad no podía hacer nada en Madrid. Sencillamente porque les faltaba todo sentido de disciplina, cada uno hacía lo que le daba la gana. Cuando comenzaron a comprender sus errores ya era demasiado tarde. Las unidades de ideología distinta, quiero decir los comunistas, funcionaban de otro modo; su disciplina militar era muy estricta. Entre los anarquistas no había ningún cobarde, la mayoría eran extraordinariamente valerosos, pero en conjunto eran un desastre desde el punto de vista militar.

[MARTÍNEZ FRAILE]