Tercer comentario

El dilema español (1917-1931)

Durante la Primera Guerra Mundial España fue un país neutral. Las anticuadas minas del norte, la mayoría de las cuales estaba en manos de capitales extranjeros, trabajaban al máximo: las industrias catalanas establecieron el turno de noche; la producción agrícola del país se vendió fácilmente a precios astronómicos. La guerra produjo un súbito auge en la economía española, sin transformar su estructura anacrónica. Los salarios siguieron siendo bajos. El día del armisticio, el Banco de España atesoraba reservas de oro por valor de noventa millones de libras.

«Barcelona estaba de fiesta, las Ramblas eran un mar de luz por la noche. Durante el día las bañaba un sol espléndido y las poblaban pájaros y mujeres. Por aquí también fluía el torrente de oro producido por el lucro de la guerra. Las fábricas trabajaban a toda máquina. Las empresas amontonaban oro. La alegría de vivir brillaba en todos los rostros. En los escaparates, en los bancos, y en los bolsillos. Era para volverse loco.» Así describió el revolucionario profesional Víctor Serge el invierno de 1916-1917 en España.

«Finalmente, cuando ya nadie creía en ella, se produjo por fin la revolución. Lo inverosímil se convirtió en realidad. Leímos los telegramas de Rusia. Nos sentimos transfigurados. Las imágenes que nos transmitían eran simples y concretas. Ahora todo se aclaraba. El mundo no estaba irremediablemente loco. Los españoles, incluso los obreros de mi taller, que no eran activistas, comprendieron instintivamente las jornadas de Petrogrado. Su espíritu transfirió de inmediato esta experiencia a Barcelona y a Madrid. La monarquía de Alfonso XIII no era ni más querida ni más estable que la monarquía de Nicolás II. La tradición revolucionaria de España se remontaba, al igual que la rusa, a la época de Bakunin. En ambos países actuaban causas sociales similares: el problema agrario, la industrialización tardía, un régimen que, comparado con los occidentales, llevaba un atraso de más de un siglo y medio. El auge económico e industrial del tiempo de guerra fortaleció a la burguesía, sobre todo a la catalana, que se había enfrentado hostilmente a la antigua aristocracia de los terratenientes y a la esclerosada administración real. Esto acrecentó también la fuerza y las demandas de un proletariado joven que aún no había tenido tiempo de formar una aristocracia obrera, esto es, de aburguesarse. El espectáculo de la guerra despertó el espíritu de la violencia. Los bajos sueldos (yo ganaba cuatro pesetas diarias, cerca de ochenta centavos de dólar), motivaron reclamaciones que exigían satisfacción inmediata.

»El horizonte se aclaró a medida que pasaban las semanas. En tres meses cambió el estado de ánimo de los trabajadores de Barcelona. Nuevas fuerzas afluían a la CNT. Yo pertenecía a un minúsculo sindicato de tipógrafos. Sin que aumentara el número de sus miembros (éramos unos treinta), aumentó su influencia. El gremio parecía despertar. Tres meses después del estallido de la Revolución Rusa, las comisiones obreras comenzaron a preparar una huelga general que tendría al mismo tiempo carácter de rebelión.

»Me encontré con activistas que se preparaban para el próximo combate en el café Español del Paralelo, un frecuentado bulevard que resplandecía de luces por la noche, en las cercanías del barrio chino, en cuyas barrosas callejuelas pululaban las prostitutas, escondidas tras las puertas. Hablaban entusiasmados de los que serían ajusticiados, distribuían las Brownings, se burlaban de los atemorizados espías policiales de la mesa de al lado. Se había concebido un plan para tomar por asalto Barcelona; se estudiaban los detalles. Pero ¿y Madrid? ¿Y las restantes provincias? ¿Caería la monarquía?»

La huelga general de 1917 fue ahogada en sangre; setenta trabajadores murieron bajo las balas de las fuerzas armadas. Dos factores decidieron el fracaso de la acción de masas: el papel dominante del ejército en la sociedad española y la división del movimiento obrero español.

Desde los años ochenta y noventa la socialdemocracia se convirtió en el enemigo formal del anarquismo en España. El partido fue fundado en 1879 y se dedicó a la acción parlamentaria dentro del marco legal; durante décadas había permanecido pequeño y débil ante el notorio fraude electoral; también su rama sindical, la Unión General de Trabajadores, apenas se desarrolló hasta la Primera Guerra Mundial. Con sus altas cuotas sociales, su equipo de funcionarios pequeño burgueses a sueldo, y su moderación política, que poco se diferenciaba del miedo, la socialdemocracia española imitaba fielmente a sus modelos de Europa occidental. Era, desde todo punto de vista, la antítesis de la CNT. Ambos rivales se oponían incluso en su distribución geográfica, lo que dividió al movimiento obrero hasta la Guerra Civil. Mientras los anarquistas tenían sus bases en Cataluña y Andalucía, los socialdemócratas se establecieron sobre todo en Asturias, Bilbao y Madrid. El reformismo se convirtió en un movimiento de masas durante la coyuntura económica favorable de la Primera Guerra Mundial, que auspició las ilusiones económicas y parlamentarias de los socialdemócratas. El antagonismo entre la UGT y la CNT tenía raíces tan hondas, que sólo en contados momentos se logró una unidad de acción entre ambas: en 1917, en 1934 y durante la Guerra Civil. Fue siempre la presión de las bases la que obligó a ambas organizaciones a actuar en conjunto, pero esta unidad fue siempre frágil, llena de desconfianza y viejos resentimientos. No podía existir una alianza duradera entre ambas tendencias, ya que la socialdemocracia pretendía integrar a los obreros en la sociedad, y la CNT se proponía derribarla radicalmente.

En 1917 la revolución era al mismo tiempo necesaria e imposible. El antiguo régimen había fracasado por completo desde el punto de vista político, pero las fuerzas militares y económicas que lo respaldaban eran aún considerables. Sus partidos políticos, los Conservadores y los Liberales, que eran en realidad un consorcio de poder, seguían formando parte de los gobiernos, como siempre, pero no tenían capacidad de maniobra y ni siquiera podían adaptar su rumbo a la situación táctica. La única enmienda política de importancia que la administración de Madrid podía animarse a hacer, fue un acuerdo con la burguesía catalana, a la cual otorgó al principio de los años veinte ciertas concesiones aduaneras; la consecuencia fue, entonces, que el nacionalismo catalán se orientó hacia la izquierda. Sus demandas de autonomía, nunca satisfechas, se cristalizaron en una nueva fuerza, Esquerra Catalana, el partido de la pequeña burguesía, que se convirtió en un potencial aunque inseguro aliado del movimiento obrero. Detrás de los bastidores parlamentarios, las fuerzas sociales de la derecha se agruparon en una coalición inerte e ininteligible: en primer plano, como siempre, una clase de terratenientes de inconcebible vacuidad e incapacidad, flanqueada por una burocracia superflua y parasitaria; en segundo plano, cada vez más enredada con la primera, se hallaba la creciente burguesía de empresarios y el alto clero, especialmente los jesuitas, que ya en 1912 controlaban un tercio del capital extranjero que, sobre todo desde la Primera Guerra Mundial, había afluido al país, y que luego, en 1936, desempeñaría un importante papel (capital francés tres mil millones de marcos; capital inglés cinco mil millones de marcos y capital americano tres mil millones de marcos). Esta coalición de poderes se sostuvo intacta hasta 1936, a pesar de sus contradicciones internas y su inercia. Esta coalición mantuvo a raya al movimiento obrero revolucionario no con medios políticos, sino militares.

Ya en el siglo XIX, el ejército español se aisló, como una casta, de la sociedad, y ganó un importante peso propio en el Estado. Su cuerpo de oficiales era enorme: por cada seis soldados había un oficial. A pesar de la mala dirección, el atraso técnico y su instrucción insuficiente, absorbía, a principios de los años veinte, más de la mitad del presupuesto nacional. Su raison d'être era el de una tropa ocupante en su propio país. Las clases dominantes dependieron completamente, hasta la Guerra Civil, del ejército y otros instrumentos laterales de represión: Guardia Civil, Guardia de Asalto, Cuerpo de Seguridad y Mozos de Escuadra. Esto sigue siendo así todavía hoy.

La confrontación era inevitable. La opción era: la revolución o la dictadura militar. En 1917 España estaba madura para ésta; pero el rey dudaba. Temía a la República, y a su lado la oligarquía agraria se aferraba tenazmente a las formas de gobierno tradicionales. Mientras que la socialdemocracia se contentaba con promesas y mínimas concesiones, un compromiso con la CNT era inimaginable. Así pues, la confrontación se dirimió en el terreno de los anarquistas, en Barcelona. Una interrupción de cinco años, durante la cual los adversarios, entrelazados entre sí, casi no se movieron del lugar; esto fue la guerrilla urbana de cinco años en Barcelona, desde 1917 hasta 1923: el statu qua era el paroxismo, un ensayo general previo a la Guerra Civil. Los empresarios, apoyados por el ejército y la policía, lanzaron una contraofensiva contra la CNT. La frontera entre criminalidad y poder estatal se desvaneció. El comandante en jefe del ejército en Cataluña, general Martínez Anido, y su jefe de policía, general Arlegui, eran al mismo tiempo figuras de los bajos fondos y representantes de la autoridad nacional. No fue la Gestapo, sino la administración española, la que sancionó legalmente el fusilamiento de presos «fugitivos», y el capitalismo catalán creó en la forma de los paramilitares Pistoleros una SA1 avant la lettre. La guerra permanente en las fragosidades de Barcelona condujo a la ciudad al borde del caos con sus tiroteos, actos de sabotaje, provocaciones, paros forzosos, arrestos masivos, el auge de los policías secretos, el asesinato, la tortura y la extorsión.

En 1923 la guerra colonial en Marruecos, que condujo al ejército español a una ignominiosa derrota, dio el golpe de gracia al antiguo régimen. La única salida era la dictadura. Primo de Rivera era ante todo el candidato de la burguesía industrial; subió al poder con un programa de «modernización» entresacado de lemas de Kemal Ataturk y Mussolini. Dependía naturalmente del apoyo del ejército, al que tuvo que hacer toda clase de concesiones. La CNT fue proscrita. La socialdemocracia resolvió colaborar; su dirigente Largo Caballero ingresó en el gabinete del dictador; procesos de arbitrajes y convenios colectivos habrían de resolver el «problema social». Esto significaba en la práctica la fiscalización de los sindicatos y la constitución de un «frente del trabajo». La oposición intelectual fue aplastada. Primo de Rivera ignoró la cuestión catalana. Las reformas no se realizaron. Las contradicciones de la sociedad española no pudieron ser «saneadas» desde el despacho del dictador. El experimento autoritario de Primo de Rivera fracasó al producirse la crisis económica de 1929. El ejército se tambaleó. La monarquía había tocado a su fin. Los intereses del capital industrial español impusieron otra forma de gobierno: la República. En marzo de 1931 abdicó Alfonso XIII.

El exilio

La huida

En 1923, al subir al poder el dictador Primo de Rivera, Ascaso y Durruti se exilaron, de lo contrario los reaccionarios los habrían matado. Ascaso estaba entonces en la cárcel, a raíz del atentado al arzobispo de Zaragoza, el cardenal Soldevila. Pero los compañeros habían organizado una evasión, y entre los evadidos estaba también Ascaso. Pero él no hizo como los otros, que anduvieron por allí o se sentaron en el café, y al cabo de pocos días estaban otra vez en la cárcel. Él tomó un tren de carga nocturno de los que llevaban el ganado del norte a Barcelona. En este tren había pastores que cuidaban el ganado para que no lo robaran por el camino. Y Ascaso se puso una blusa negra de pastor, subió al tren en Zaragoza en plena noche, y a la mañana siguiente apareció en la puerta de mi casa en Barcelona.

Desde Barcelona, Ascaso se marchó a Francia, y en París se reunió con Durruti, García Oliver y Jover. A ellos les dimos el dinero que nos quedaba. Los Solidarios prosiguieron su actividad en Francia. Lo primero que hicieron en París fue ayudar a constituir la Librería Internacional de la rue Petit 14. Donamos 300.000 pesetas para la librería; se fundó al mismo tiempo la Enciclopedia Anarquista, que todavía hoy no está concluida, siempre se editan nuevos tomos y nunca se termina.

[RICARDO SANZ 1]

En París se encontraban de nuevo los cuatro supervivientes del grupo Los Solidarios: Jover, Durruti y los hermanos Ascaso. Durruti entró a trabajar como mecánico en la fábrica de automóviles Renault; el mayor de los Ascaso encontró trabajo en un taller de mosaicos y piedra artificial, y su hermano menor trabajó como ayudante en una plomería y fábrica de cañerías. Jover trabajó en una fábrica de colchones, donde debido a su aptitud le ofrecieron un puesto de capataz, para inspeccionar a los otros obreros. Pero él se negó, ya que no armonizaba con sus ideas.

[V. DE ROL]

Lo conocí durante los primeros años de la dictadura, en 1923 o 24, en una reunión conspirativa que sostuvimos en Bilbao. Durruti había venido ilegalmente de su exilio en París; se paseaba tranquilamente por la plaza principal de Bilbao, junto con Jover, uno de sus mejores amigos. Era una reunión muy importante, casi un congreso; había muchos compañeros, incluso de otras organizaciones. También los socialistas estaban presentes. Me acuerdo que Durruti discutió con Largo Caballero, el jefe del partido socialdemócrata, que luego sería presidente de la República.

[JUAN FERRER]

Una tentativa ingenua

Los anarquistas españoles exilados en París, que se mantenían en contacto con los compañeros de España, planearon derribar por las armas a la odiada dictadura. Mientras varios comandos atacarían los cuarteles y levantarían barricadas, los compañeros de París proyectaban cruzar al mismo tiempo la frontera española y ocupar a mano armada los puestos fronterizos.

Desde varias ciudades españolas llegaban noticias sobre el creciente descontento de las tropas. Éstas iban a ser trasladadas a Marruecos, para oprimir a los africanos. La situación parecía favorable. Los anarquistas de París decidieron enviar un representante a Barcelona. Se le encomendó la misión a Jover. Después de su llegada se convocó una reunión en el campo, en la que participaron delegados de la CNT y de los comandos, para planear y preparar la rebelión. Los compañeros de Barcelona debían ocupar los cuarteles e incautarse del parque de artillería. Algunos soldados y un suboficial declararon que estaban dispuestos a abrir el portón del cuartel y ayudarles. Les aseguraron que la mayoría de los soldados se plegarían a la sublevación.

A su regreso a París, Jover informó a los compañeros. Viajó otro delegado a Barcelona. Se dispuso que los compañeros de Barcelona fijaran el día de la acción; el grupo de París atacaría los puestos fronterizos de Hendaya, Irún, Vera de Bidasoa, Perpiñán y Figueras.

Una semana antes del día señalado se realizó la última entrevista. Los dos delegados de la CNT, que en la reunión anterior habían expresado su acuerdo con la decisión, manifestaron ahora de repente recelos y dudas. Se ofrecían a colaborar personalmente, y a prestar toda la ayuda posible; sin embargo, la organización no podía participar en la acción. Se habían dejado atemorizar por el espectro de la «responsabilidad», que algunas personas influyentes de gremios importantes habían invocado. A pesar de todo, los reunidos opinaron que la acción de las bases arrastraría a esos «notables» y decidieron llevar el plan adelante. Uno de los participantes regresó a París. Jover, que había sido propuesto para viajar a esa ciudad, se negó a ir. Aunque corría mucho riesgo en Barcelona, creía que en su tierra natal podía hacer mucho más que en la frontera. En su lugar viajó otro compañero a París.

Éste confirmó que en Barcelona todo estaba listo para la rebelión y que la fecha en que se abrirían las hostilidades se comunicaría telegráficamente al grupo residente en París. La contraseña sería: «Mamá enferma.» En París, Lyon, Perpiñán, Marsella y otros lugares donde existían grupos anarquistas, se esperaba el telegrama con impaciencia. Quien haya vivido estos momentos febriles no los olvidará jamás. Sabíamos que al recibir el telegrama debíamos ir a la frontera, dispuestos a entablar un duro combate con la policía fronteriza, la cual era numéricamente superior, mejor organizada y armada que nosotros.

Por fin llegó el telegrama. Enseguida nos pusimos en marcha en pequeños grupos de diez a doce hombres, armados únicamente con revólveres. Habíamos pasado hambre para comprados. Los compañeros de París se encontraron en la Gare d'Orsay. El mayor de los Ascaso repartió los billetes y fue el último en subir al tren con sus pesadas maletas. Llevaba consigo 25 fusiles Winchester, las armas de más grueso calibre de que disponíamos.

En Barcelona los compañeros preparaban al mismo tiempo el asalto al cuartel de artillería de Atarazanas. Para no llamar la atención, se dividieron en grupos muy pequeños que ocuparon puntos estratégicos la noche anterior. La ofensiva comenzaría a las seis en punto con granadas de mano.

Atarazanas está en el distrito quinto de Barcelona, un barrio muy vigilado, porque allí se erigían siempre las primeras barricadas, allí estaban la imprenta de Solidaridad Obrera, las redacciones de Tierra, Libertad y Crisol, la sede de los sindicatos maderero y de la construcción, y allí vivían muchos de los compañeros que trabajaban en esas entidades.

A pesar de todas las medidas de seguridad, la policía debió de sospechar algo, pues uno de los comandos, al avanzar hacia el cuartel, fue interceptado por una patrulla. Se produjo un nutrido tiroteo en el que murió un centinela y resultó herido otro. Acudieron refuerzos, se dio la alarma, y la policía rodeó con ametralladoras el cuartel. La ofensiva fue sofocada en su origen. Dos compañeros fueron detenidos en las cercanías y fusilados en el acto.

Después del fracaso de la acción en Barcelona, el ataque a los puestos fronterizos no tenía la más mínima posibilidad de éxito. Para colmo de desgracia, los grupos destinados a Vera y Hendaya llegaron 18 horas antes, porque no calcularon correctamente la ruta del viaje. En el primer encuentro salieron victoriosos, pero luego se movilizaron fuerzas superiores y se vieron obligados a retroceder luchando en una larga y agotadora marcha a través de la cadena montañosa. Cayeron dos camaradas, y otro fue herido gravemente. Dos días más tarde fueron apresados varios otros dispersos. Cuatro de ellos fueron ajusticiados en Pamplona, y se supone que el resto compareció ante un tribunal.

Al llegar a Perpiñán, los grupos destinados a atacar Figueras y Gerona leyeron en los periódicos lo que había ocurrido en Vera. Habían llegado demasiado tarde. La policía estaba sobre aviso desde hacía tiempo. Habían venido casi mil hombres a Perpiñán, y los contingentes tuvieron que dispersarse enseguida para no llamar la atención. Muchos fueron detenidos, sin embargo. Sólo un grupo de cincuenta hombres logró escapar sin dispersarse. Salvaron incluso las maletas con los fusiles y las municiones. Llegaron a marchas forzadas a la falda de los Pirineos. Allí, de acuerdo a lo convenido, encontraron a un compañero de un pueblo español, que debía haberlos guiado a Figueras a través de la cordillera. Allí, según el plan, se proponían atacar la cárcel y liberar a los compañeros allí detenidos. Pero el guía les trajo malas noticias. Varios regimientos provistos de artillería y armas automáticas se habían apostado en la frontera. Sin el factor sorpresa, y con fuerzas inferiores, nuestro ataque no tenía sentido. Lloramos de rabia, de cólera y de vergüenza, porque debíamos regresar como vencidos sin haber entrado en batalla. Ascaso estaba entre nosotros. Durruti había ido con el grupo que cruzó la frontera en Vera. Jover participó en el ataque en Barcelona.

Había sido una tentativa inútil e ingenua. Pero digan lo que digan, merece respeto. Hay gente que se ríe de nosotros y nos considera políticamente fracasados; esto afirman incluso algunos que se llaman anarquistas. En realidad nuestra empresa fue sólo un descalabro. Ya hemos sufrido muchos descalabros. Ésta no es ninguna razón para oscurecer la memoria de los caídos ni desprestigiar la conducta de los compañeros que esperan el juicio en Pamplona. Otros, como Ascaso, Durruti y Jover, proseguirán la lucha.

[V. DE ROL]

La policía hizo todo lo posible por aniquilar la actividad revolucionaria del grupo anarquista Los Solidarios. Con este propósito, acusó a sus miembros de haber asaltado la filial del Banco de España en Gijón. Es fácil demostrar que eso no es verdad, ya que el día del asalto Durruti se encontraba en Francia, y los hermanos Ascaso estaban presos: el uno en Zaragoza, acusado del atentado contra el arzobispo Soldevila, y el otro en Barcelona, donde la policía había asaltado la sede del sindicato de obreros madereros. Los compañeros rechazaron el ataque; como consecuencia fueron muertos dos policías y otro resultó herido. Con el cuento del asalto al banco la policía pretendía justificar una demanda de extradición contra Durruti y contra Ascaso, el cual había logrado evadirse y también se le suponía en Francia. Por si esto fuera poco, las autoridades españolas enviaron además fotos y señas personales de los buscados a los demás países, especialmente a las repúblicas latinoamericanas de habla castellana. Desde entonces, bastaba que ocurriera en Chile o Argentina un robo o un asalto y la policía española enviaba de inmediato un acta con el propósito de imputar a Ascaso y Durruti. Y las autoridades policiales latinoamericanas no vacilaban en tachar de culpables a ambos, aunque no existía la más mínima prueba contra ellos. Así trabajaron de común acuerdo las policías de diversos países, hasta que al fin Durruti, Ascaso y Jover aparecieron ante la opinión pública como legendarios delincuentes cuya extradición era la necesidad más urgente del momento.

[V. DE ROL]

La aventura latinoamericana

Durruti, Ascaso y Jover hicieron todo lo que pudieron en París; pero viendo que no les quedaba mucho por hacer en Francia, se fueron a Latinoamérica.

Vamos a buscar tierras nuevas, dijeron, y así viajaron a Argentina, Cuba, Chile, y otros países. Pero allí no encontraron el ambiente adecuado. La clase obrera era débil y poco organizada y andaban como peces fuera del agua, y luego de largas correrías sin rumbo se dijeron: aquí no hay nada que hacer, e hicieron como don Quijote, y regresaron a Francia.

[RICARDO SANZ 1]

A fines de 1924 Durruti y Ascaso se embarcaron hacia Cuba, donde emprendieron una campaña pública a favor del movimiento revolucionario español. Así se estrenaron como oradores, y Durruti impresionó como tribuno popular. Pronto la policía los consideró peligrosos agitadores y tuvieron que abandonar el país. Desde entonces llevaron una vida muy agitada. Siempre estaban de viaje, y permanecieron un tiempo más o menos corto en México, Perú y en Santiago de Chile, hasta que llegaron a Buenos Aires, donde residieron por más largo tiempo. Pero aquí tampoco estaban a salvo. Se dirigieron a Montevideo, donde se embarcaron hacia Cherburgo. Pero cuando llegaron al océano el barco se vio obligado, por razones técnicas, a cambiar varias veces de rumbo; más tarde, el vapor se hizo famoso con el nombre de El buque fantasma. Por último arribó a las islas Canarias.

[ABEL PAZ 2]

Las autoridades policiales de toda Latinoamérica buscaban a Durruti, a quien consideraban como el más peligroso exponente de los grupos anarquistas españoles. Su fotografía fue expuesta en todas partes: en las estaciones de ferrocarril, en trenes y tranvías. A pesar de todo, Durruti logró atravesar con sus compañeros todo el continente, sin que la policía pudiera atrapado.

[CÁNOVAS CERVANTES]

Puedo testimoniar que en Buenos Aires vi a Durruti en persona. En aquella época estaba de viaje por Latinoamérica. Allí asaltó varios bancos junto con sus compañeros, para recaudar dinero para el movimiento revolucionario.

[GASTON LEVAL]

Una vez, en Buenos Aires, Ascaso y Durruti iban en tranvía, y de pronto notaron que estaban sentados bajo su propia orden de captura. El gobierno ofrecía una recompensa a quien los denunciara; tenían que abandonar el país lo antes posible.

Compraron billetes de primera para viajar en barco, una medida muy astuta. Subieron a bordo sin contratiempos. Pero se veía que eran trabajadores en primera clase, sobre todo Durruti, que era muy valiente y bueno, pero modales de señor distinguido no tenía ninguno. Por ejemplo, en la entrada del comedor había un botones que recogía el sombrero. Durruti pasó con la gorra puesta. «¡Señor, señor, la gorra!» Durruti no le prestó atención y se metió la gorra en el bolsillo. O a la hora del postre, pelar manzanas y naranjas con cuchillo era algo que no se avenía con él, tiraba directamente los cubiertos. Entonces le dijo su amigo: «Cuidado, ya te están observando. Parece que ocurre algo. Hay que inventar alguna cosa. ¡Digamos que somos artistas!» «¿Qué? ¿Artistas? ¿Quieres que ande por allí como un bailarín?» «No, eso no, pero ¿qué hacemos entonces? ¡Ya sé! Digamos que somos deportistas, campeones de pelota.» Y así se presentaron en el barco, como pelotaris, una idea fantástica. Y los pasajeros confiaron en ellos. Al llegar al puerto de desembarco, los de tercera clase fueron controlados estrictamente, claro, pero en la primera tomaron el pasaporte, le pusieron un sello, «¡pase, señor!», y enseguida desembarcaron.

[EUGENIO VALDENEBRO]

La biblioteca ideal

El gran sueño de Durruti y Ascaso era fundar editoriales anarquistas en todas las grandes ciudades del mundo. La casa matriz tendría su sede en París, el centro del mundo intelectual, y si era posible en la plaza de la Opéra o de la Concorde. Allí se publicarían las obras más importantes del pensamiento moderno en todas las lenguas del mundo. Con este propósito se fundó la Biblioteca Internacional Anarquista, que editó numerosos libros, folletos y revistas en varias lenguas. El gobierno francés persiguió esta actividad con todos los medios policiales a su alcance, al igual que el gobierno español y los demás gobiernos reaccionarios del mundo. No le gustó que el grupo Durruti-Ascaso atrajera también la atención en el plano cultural. Órdenes de detención y de destierro causaron finalmente la ruina de la editorial. Estos hijos de don Quijote tuvieron que enterrar por el momento su sueño favorito. Volvieron a echar mano a la pistola, como el Caballero de la Triste Figura había empuñado su lanza, para «desfacer entuertos, salvar a los menesterosos e instaurar el reino de la justicia en la tierra».

[CÁNOVAS CERVANTES]

Durruti colaboró con medio millón de francos para el mantenimiento de la Librairie International.

Después de la proclamación de la República, los anarquistas quisieron trasladar la sede de la editorial a Barcelona. Esta labor nos costó miles de pesetas. Pero en la aduana francesa de Port-Bou, los gendarmes franceses prendieron fuego a todo el material. Así se perdió el fruto de tantos gastos y sacrificios

[ALEJANDRO GILABERT]

El conocido anarquista y guerrillero ruso Nestor Machno trabajaba en París en una pequeña carpintería. Era un hombre de acción, como Durruti. Los campesinos ucranianos lo veneraban como a un dios. Derrotó a la guardia blanca de la contrarrevolución con un ejército de campesinos. Trotski, comisario de guerra del Ejército Rojo, trató de eliminarlo al observar que éste imprimía un carácter libertario a la Revolución Rusa. Machno tuvo que huir de Rusia.

Durruti le admiraba mucho y fue amigo suyo. Entre ambos existía una analogía de carácter y una idéntica comprensión del objetivo de la revolución.

[ALEJANDRO GILABERT]

El atentado contra el rey

Conocí a Ascaso y Durruti en la casa de una compañera parisiense llamada Berta. Un día pidieron ambos una maleta. Naturalmente, les ofrecí la mía. Ascaso la tomó con la mano y dijo riendo: «No es suficientemente fuerte.» Le contradije y afirmé que la maleta era buena, de excelente fibra vulcanizada.

Parecía un vendedor ansioso de vender su mercancía. Pero todo fue en vano, Ascaso no la quería. Algo más tarde supe por qué. Necesitaban una maleta para transportar unos fusiles desmontados y otras armas.

En esos días (era en el año 1926), París se aprestaba a recibir la visita oficial del rey Alfonso XIII de España. Este hombre era culpable de más crímenes que toda su familia junta, los Borbones. Durruti y Ascaso se habían propuesto acompañar con un par de tiros los acordes de la Marsellesa, con los cuales la tercera República recibiría al asesino de Francisco Ferrer. Hacían sus preparativos con la serenidad más absoluta.

Así es la idiosincrasia española; se comportan como grandes señores, por no decir como un grande español, incluso cuando son proletarios. También nuestros dos compañeros poseían este talento e hicieron gran uso de él en los días previos a la visita oficial. Para eludir la red de agentes policiales frecuentaron los mismos sitios adonde concurría la alta sociedad de la capital francesa. Jugaban al tenis en un club, y hasta se habían comprado adrede un lujoso automóvil, para no despertar sospechas al lado de las carrozas de los estadistas reunidos con motivo de la ceremoniosa recepción. Todo había sido organizado minuciosamente.

En vísperas de la visita oficial, cenamos en casa de Berta. Me acuerdo que nos sirvió una sopa de sagú que no nos gustó ni a Ascaso ni a mí. Nos burlamos de su arte culinario. Al irse Durruti y Ascaso, ella se puso a llorar.

«Donde dos conspiran, mi hombre es el tercero», dijo presuntamente Maniscalao, el conocido agente provocador de los Borbones. Esta vez el tercer hombre iba sentado al volante del coche que conduciría a Ascaso y Durruti al lugar de la acción. Este tercero se vendió a la policía francesa. Los dos conspiradores fueron detenidos, y París pudo recibir a Alfonso XIII con los acordes de la Marsellesa sin perder el compás.

Sólo gracias a las decididas protestas de los compañeros de París, se negó la democracia francesa a entregar a los detenidos a la venganza de la hiena borbónica. No descansaron hasta que Durruti y Ascaso fueron excarcelados y deportados a la frontera belga.

Desde Bélgica, donde había encontrado trabajo en un taller mecánico, Francisco Ascaso me envió un último saludo.

Aunque debía de pensar mucho, nunca vi preocupado a Ascaso. Siempre parecía estar de buen humor, dispuesto a bromear; era un hombre de baja estatura, ligero y ágil; su rostro tenía rasgos árabes. Era de tez oscura. No llevaba barba y su cabello negro estaba siempre impecablemente peinado.

Durruti era más corpulento y reservado, un poco taciturno, a no ser que la situación exigiese el empleo de su rotunda energía. Usaba grandes anteojos, creo. Era un poco miope tal vez. Ambos amigos eran inseparables, el uno no podía prescindir del otro: el pensador no podía prescindir del hombre de acción, y viceversa.

Desde el punto de vista ideológico no eran individualistas. Creían en la necesidad de la organización, pero consideraban que cada individuo era necesario para poner a las masas en movimiento. De éstas nada esperaban, ni les pedían nada; por el contrario, tenían algo que ofrecerles y anunciarles.

[NINO NAPOLITANO]

Ascaso me contó también cómo habían preparado el atentado a Alfonso XIII en París. Querían eliminar al rey de España. Sabían perfectamente por dónde pasaría el cortejo y dónde debían atacar. Pero la persona que debía llevarlos en taxi los denunció. La policía los vigiló, y una mañana, cuando iban a comprar con toda calma el periódico, los detuvieron. Luego siguió el gran proceso contra Durruti, Ascaso y Jover, y los tres se sentaron en el banquillo de los acusados.

[EUGENIO VALDENEBRO]

El proceso

He defendido a varios anarquistas españoles. Con fortuna diversa, pero casi siempre con éxito. Entre ellos, los más tenaces e intrépidos fueron Ascaso, Durruti y Jover.

El 2 de julio de 1926 las autoridades francesas anunciaron que estaban sobre la pista de un complot, cuyo objetivo era el asesinato del rey de España. El rey iba a ser recibido con gran pompa el 14 de julio. En una habitación amueblada de la rue Legendre fueron detenidos tres hombres buscados también por las autoridades españolas: Ascaso, Durruti y Jover. En octubre comparecieron ante el tribunal, acusados de desacato a la autoridad, falsificación de pasaportes e infracción a la ley de extranjería, delitos éstos que parecían relativamente insignificantes. Durante el proceso, los acusados habían expresado argumentos audaces y reclamado para sí el derecho de hacer todo lo posible por derribar un gobierno odiado. Reconocieron que se proponían secuestrar al rey para provocar la revolución en España.

Los condenaron a penas de prisión y fueron transferidos al Tribunal de Justicia. La situación se volvía peligrosa. Había pendientes dos demandas de extradición: una del gobierno argentino, «bajo la sospecha de ser los autores del atraco al Banco de San Martín», y otra del gobierno español. Madrid afirmaba que Durruti había participado en el atraco al Banco de España en Gijón, y que Ascaso había intervenido en el atentado en que murió, en 1923, el cardenal arzobispo de Zaragoza.

El gobierno francés había rechazado la petición española, pero había delegado al Tribunal de Justicia la decisión referente a la solicitud argentina. Berthon, Guernut, Carcos y yo éramos los defensores. La policía apareció en la sala de audiencia con un extraordinario despliegue de fuerza. El Palacio de Justicia parecía aprestarse para un combate. Ascaso, Durruti y Jover no se dejaron impresionar por la movilización policial. Habrían servido de modelo a Goya, con las cabelleras negras y tupidas, los rostros quemados por el sol, las cejas hirsutas y las bocas duras. En la defensa de esos valientes «pistoleros», Berthon desplegó una vez más, con sus palabras insinuantes y sus gestos obsequiosos, todo el arte del eufemismo: «Señores del tribunal», dijo, «tengo el honor de representar ante ustedes a tres hombres situados en el polo extremo de la oposición liberal española.»

El tribunal se pronunció a favor de la extradición. Su sentencia, sin embargo, no era de aplicación obligatoria para el gobierno. Según la ley, el gabinete podía prescindir de la condena. No nos dimos pues por vencidos, comenzamos una campaña pública y al mismo tiempo nos dirigimos en privado a personas como Herriot, Painlevé y Leygues.

[HENRI TORRES]

Durruti estuvo detenido más de un año en la cárcel de la Conciergerie. Allí ocupó la misma celda que había ocupado María Antonieta hasta que fue decapitada. Después de su liberación, la policía lo condujo a la frontera belga y lo exhortó a cruzada ilegalmente. De este modo el gobierno francés eludía el pedido de extradición de Primo de Rivera, que le resultaba gravoso en esos momentos.

[CÁNOVAS CERVANTES]

La campaña

Yo dirigía, en nombre del comité Sacco y Vanzetti, una larga y amplia campaña para salvar a esos dos anarquistas americanos de la silla eléctrica; y un día me dijeron mis compañeros: «¿Y Ascaso, Durruti y Jover? Deberías encargarte también de su defensa.»

Estos tres anarquistas españoles habían luchado políticamente en las filas de la CNT y habían huido a Argentina después de que Martínez Anido, el verdugo de Cataluña, y Primo de Rivera, el principal lacayo de Alfonso XIII, proscribieron esa organización. Después regresaron a París para «encontrar» en la verdadera acepción de la palabra a «su rey», que venía allí en visita oficial.

En Buenos Aires se había cometido un crimen: el cajero de un banco había sido asesinado y robado. Un taxista, presionado por la policía, dirigió las sospechas hacia Ascaso, Durruti y Jover. Además, la precipitada partida de los «tres mosqueteros», como los llamaban en España, había despertado un cierto recelo, aunque eran totalmente inocentes.

Argentina había solicitado su extradición a las autoridades francesas y éstas habían accedido, en principio, a este requerimiento. Pero Ascaso, Durruti y Jover debían cumplir previamente una condena de seis meses de prisión que les había impuesto un tribunal parisiense por tenencia ilícita de armas. Habían sido detenidos en un coche, donde acechaban la llegada del rey de España con el fusil en posición de tiro.

Tenía que ocuparme simultáneamente de dos casos diferentes y defender a cinco militantes. A veces daba la impresión de que descuidaba mi actividad en el comité de derecho al asilo político, que trabajaba a favor de los amigos españoles; entonces escuchaba los reproches de los emigrados españoles. En cambio, cuando prestaba menos atención al comité Sacco y Vanzetti, se inquietaban los italianos. Además, tenía que hacer frente a los representantes de la «línea pura», a quienes les parecía inadmisible que yo utilizara mis influencias para salvar a los cinco implicados. Uno de esos «puros» llegó a escribir un par de versos entre ridículos y desagradables que concluían así: «¡Qué importa la muerte! ¡Viva la muerte!» No se trataba por supuesto de la muerte de ese «poeta»; y no era el primero ni sería el último en hacer literatura a costa del pellejo de los demás.

También la dictadura española había pedido la extradición de Ascaso, Durruti y Jover (les echaba la culpa de varios atentados políticos), pero en vano. El gobierno francés quería salvar su fachada liberal. En realidad todo era una hipócrita comedia, una intriga concertada entre el gobierno español y el argentino. Los tres se salvarían de la pena del garrote vil español, pero en cambio los destinaban a prisión perpetua en las terribles islas de Tierra del Fuego.

Las circunstancias bajo las cuales emprendimos la defensa de los «tres mosqueteros» no eran precisamente favorables. En aquella época la policía disponía de ilimitados poderes para decidir la suerte de extranjeros «sospechosos» y decretar su expulsión. No había posibilidades de apelación para los implicados. Sólo el gobierno podía vetar las disposiciones de la policía. Pero el presidente era Poincaré y el ministro del Interior, Barthou. Eran seres cobardes y habría sido imprudente confiar en sus mejores sentimientos. Había que atemorizarles, agitar a la opinión pública. Desde el principio pensé en conquistar para nuestros fines a la influyente Liga de los Derechos Humanos, aunque la labor principal de esta organización de pusilánimes era rehabilitar a los muertos de la Primera Guerra Mundial o interceder en favor de algunos liberales que habían ido demasiado lejos. Pero ¿anarquistas? ¿Esos intrusos cuya sola mención causaba escalofríos a mucha gente?

Primero fui a ver a una grande dame conocida mía: Mme. Séverine. Me recibió con benevolencia. «¿En qué puedo ayudarle, Lecoin?» Le expliqué en pocas palabras de qué se trataba. Ella no exigió ninguna prueba de la inocencia de los compañeros.

«Bien, Lecoin, le daré una esquela para Mme. MesnardDorian. Ella es todopoderosa en la Liga, y muy amable. Ya lo verá.»

Mme. Mesnard-Dorian habitaba en un lujoso hotel particular en la rue de la Faisanderie. Su salón era frecuentado por todas las personas distinguidas y famosas de la República. Ella telefoneó enseguida al presidente de la Liga, Victor Basch. Fui a verlo de inmediato. La recepción fue bastante rara. «Son culpables, sus amigos», exclamó Basch. «Estoy seguro, el representante de la Liga en Buenos Aires me ha informado.»

Le repliqué que él juzgaba con más desaprensión que el peor de los jueces, es decir, sin antecedentes, con una carpeta vacía. Entonces respondió inesperadamente: <<¡Quisiera ver a los anarquistas al frente de un gobierno!» «¡Ese anhelo evidencia su absoluto desconocimiento del pensamiento anarquista!», le contesté.

Esto le enfureció. Había olvidado que era profesor en la Sorbona y que hacía unos años había publicado un libro sobre el anarquismo.

Cuando me fui no se había calmado todavía. Estábamos convencidos de haber hecho un fiasco. Pero nos habíamos equivocado. Esa misma tarde me llamó Guernut, el secretario general de la Liga, y me pidió que le diera los antecedentes sobre el caso «Ascaso y Co.». Ese «y Co.» no me parecía muy halagüeño, pero de todos modos la Liga era una palanca que necesitábamos imperiosamente. La sola mención de que la Liga nos apoyaba nos abrió todas las puertas.

El ministro del Interior fue a visitar personalmente a Basch y a Guernut, para prevenirlos en contra nuestra. Sostuvo que la culpabilidad de los tres españoles era incuestionable y que la Liga sería utilizada impropiamente y contra sus propias convicciones.

Fui citado por Basch y Guernut. Todavía me parece escuchar sus voces: «¡Díganos la verdad, Lecoin! ¡Reconozca que sus amigos no son inocentes! ¡No comprometa a la Liga si no está absolutamente seguro!»

Entretanto, cinco o seis periódicos se habían puesto a favor nuestro. También los demás diarios insertaban noticias sobre nuestras actividades. El comité de defensa del derecho de asilo se había convertido en una potencia, y la extradición de Ascaso, Durruti y Jover en una cuestión de Estado que comprometía al gobierno. Mientras tanto los tres detenidos habían emprendido una huelga de hambre. Se los trasladó al hospital militar de Fresnes. Estaban muy agotados, pero Barthou tuvo que ceder y prometió un examen judicial. Me dirigí a Fresnes portador de esa noticia. El director de la cárcel y sus subordinados me recibieron formando fila; fue la única vez en mi vida que entré en marcha triunfal a una cárcel. Encontré a los tres contestatarios en la cama, cada uno en una habitación individual. Se alegraron mucho al verme.

Se los condujo ante el juez competente. Pero éste se escudó en sus artículos, se negó a abordar el asunto y se limitó al problema formal de si la demanda de extradición era procedente.

A pesar de los alegatos de cuatro distinguidos abogados (Corcos, Guernut, Berthon y Torres), el juez sostuvo que sí era procedente. Parecía que el ministro del Interior había ganado la partida. El subjefe de la policía de Buenos Aires ya había llegado a París para hacerse cargo de los detenidos, y se frotaba las manos con satisfacción.

La causa parecía perdida. Redoblé mis esfuerzos. Se reunieron seis mil personas en un acto en la sala de baile Bullier. Se decidió enviar una delegación a los ministros Painlevé y Herriot. Painlevé se mostró perplejo y farfulló: «¡Cómo no!... ¡Claro!» Merecía tanta confianza como un puente podrido. La actitud de Herriot fue mejor. Pidió que le trajeran en 48 horas los antecedentes disponibles del caso, y prometió presentar el asunto ante el gabinete. Consiguió que la decisión se postergara hasta otro examen ulterior. El subjefe de la policía de Buenos Aires emprendió enojado el regreso. La prensa argentina publicó con grandes titulares: «¡El gobierno francés anulado por una banda de gángsters!»

Si de la opinión pública hubiese dependido, Ascaso y Durruti habrían sido liberados de inmediato. Pero el gobierno estaba bajo la presión de la casa real española. Prefirió ceder otra vez y aprobó en última instancia la extradición.

Sólo una crisis gubernamental podía echar por tierra esta decisión, y sólo el parlamento podía desencadenar una crisis gubernamental. Tratamos de entrar en contacto con diputados influyentes, que estuviesen dispuestos a formular una moción perentoria ante la Asamblea Nacional.

Conseguí pase sin fecha para entrar en la Asamblea Nacional, y allí establecí mi centro de operaciones. Cinco diputados apoyaban ya la interpelación. Representaban doscientos votos. Me faltaban cincuenta más, que debía arrancar de la mayoría gubernamental. Eso exigía cuidadosas preparaciones. ¡Al fin y al cabo para esta clase de actividades no hay nadie mejor que un enemigo inveterado del parlamentarismo!

Mientras tanto, en toda Francia no se hablaba más que de Ascaso, Durruti y Jover. Argentina ya había enviado un buque de guerra para trasladar a los prisioneros. El acorazado se hallaba varado con una avería en medio del Atlántico. El plazo de la extradición había vencido. Pero los «tres mosqueteros» seguían detenidos en la Conciergerie. Invocamos las disposiciones legales y solicitamos su inmediata liberación. Se burlaron de nosotros, claro.

Llegó por fin el día de la interpelación. Algunos diputados querían que se hiciera justicia; otros querían aprovechar la ocasión para derribar al gobierno de Poincaré. Esto podía ocurrir fácilmente si el gobierno pedía un voto de confianza. En los pasillos cundían los rumores y las especulaciones. Pero Poincaré, que no era ningún novato, previó el resultado, y poco antes del descanso de mediodía me envió un mediador, su fiel mastín y confidente Malvy, el presidente de la comisión de Hacienda.

-A ver, Lecoin, ¿qué quiere usted? -preguntó-. ¿Tanto le interesa la caída del gobierno?

-No, en absoluto, sólo pedimos una cosa: la libertad de Ascaso, Durruti y Jover.

-Enseguida voy a ver al presidente. Vuelva a las dos, por favor. Le comunicaré su decisión.

La votación no se llevó a cabo. Barthou y Poincaré prefirieron capitular. Era julio de 1927.

Al día siguiente nos presentamos ante el portal de la Conciergerie, en el Quai des Orfevres, rodeados por una jauría de periodistas y fotógrafos. La puerta se abrió. Allí estaban Ascaso, Durruti y Jover.

[Louis LECOIN]

El obstinado Lecoin, que se parecía un poco al mago Merlín y un poco a un predicador capuchino, superó con su hábil estrategia todos los obstáculos. En julio de 1927 se abrieron las puertas de la Conciergerie. Mi colaborador fue el primero en trasmitir la buena noticia a los prisioneros: «En menos de una hora estarán en libertad. ¿Qué se proponen hacer?» Después de un instante de silencio, Durruti contestó pensativo: «Seguiremos... en España.»

[HENRI TORRES]

La compañera

Durruti y yo no nos casamos nunca, por supuesto. ¿Qué se figura usted? Los anarquistas no van al registro civil. Nos conocimos en París. Habrá sido en 1927. Él acababa de salir de la cárcel. Había habido una campaña inmensa en toda Francia, el gobierno había cedido, los «tres mosqueteros» (ése era el sobrenombre que les había puesto la prensa) fueron libertados. Durruti salió, esa misma tarde visitó a unos amigos, yo estaba allí, nos vimos, nos enamoramos a golpe de vista, y así seguimos.

[ÉMILIENNE MORIN]

Después que Bélgica y Luxemburgo se negaron a admitirlos, sus amigos trataron de encontrarles asilo en la Unión Soviética. Esto fracasó debido a las condiciones políticas que quería imponerles el gobierno ruso: eran inaceptables para los anarquistas. No les quedaba otra solución que regresar a París con nombres falsos. Algunos compañeros los ocultaron durante meses. Finalmente encontraron trabajo en Lyon. Después de medio año la policía los descubrió. Fueron citados ante el juez y condenados a seis meses de cárcel, por infracción a la orden de expulsión.

[JOSÉ PEIRATSI]

Nos volvimos a ver en Lyon. Era la segunda vez que lo procesaban. Habían descubierto que Buenaventura vivía allí sin documentos. Me acuerdo de que viajé con la amiga de Ascaso.

Era la primera vez que veía una cárcel por dentro. Después volvimos a separarnos, ya que tras libertarlos los expulsaron enseguida hacia Bélgica. Por supuesto, también allí hubo problemas con la policía, no les dieron permiso de residencia. También estuvieron un tiempo en Alemania. Ya no me acuerdo de cuándo exactamente.

[ÉMILIENNE MORIN]

Extranjeros indeseables

En 1928 Durruti vino a Berlín con su amigo Ascaso, ilegalmente, claro. Se trató pues de encontrarles un albergue. Durruti vivió unas semanas en mi casa, en Berlín-Wilmersdorf, Augustastrabe 62, en el cuarto piso.

Pero para trabajar tenía que estar registrado en la policía, así que traté de obtener un permiso de residencia para él.

El gobierno prusiano era entonces una coalición de socialdemócratas y partidos centristas. Yo conocía casualmente al ministro de Justicia. Fui a verle y le pedí que legalizara la residencia de Durruti. Me explicó que eso no era posible, ya que los centristas sacarían a relucir seguramente la historia del atentado. Usted ya sabe, el supuesto atentado contra el arzobispo de Zaragoza.

Discutí mucho con Durruti durante las semanas de su estancia. Él conoció allí a Rudolf Rocker, Fritz Kater y Erich Mühsam. A veces la comunicación no era fácil, ya que Durruti no hablaba alemán. Las conversaciones giraron en torno a la revolución. Durruti insistió siempre que la revolución no debía acabar en la dictadura de un partido, y que la nueva sociedad debía organizarse desde abajo hacia arriba, y no decretarse desde arriba. De allí que los anarquistas no podían conformarse con los resultados de la Revolución Rusa.

[AUGUSTIN SOUCHY l]

Durruti me impresionó mucho. Era gigantesco, atlético, tenía una potente cabeza, era una especie de Dantón. Su voz era fuerte. Por cierto, también era bondadoso cuando quería, casi tierno.

Yo sabía mucho de él y sus amigos, de sus viajes por los países latinoamericanos, de sus golpes de mano. Pero hay que reconocer que, si bien Ascaso y Durruti eran (si usted lo prefiere) gángsters políticos, o precursores del terrorismo (hoy es común, los periódicos hablan todos los días de los terroristas), nunca se guardaron ni una peseta para ellos.

[FEDERICA MONTSENY l]

Vida tranquila en Bruselas

En 1930 obtuvieron por fin en Bruselas el permiso para residir en Bélgica. Vivieron dos años en Bruselas. Allí me hice amigo de Ascaso y Durruti.

Ascaso era un compañero muy simpático, irónico y discreto, suave y enérgico a la vez; me pareció un poco enfermizo. En cambio, Durruti daba la impresión de ser fuerte como un roble, atlético; era muy velludo y al sonreír parecía un animal carnicero. Pero su mirada revelaba bondad e inteligencia. Conocí primero a Ascaso. Trabajábamos en la misma fábrica, un taller de accesorios de automóvil. Desde el principio hablamos de problemas sociales. Todavía me parece escucharlo cuando decía con su voz suave: «Nadie tiene derecho a gobernar a otros.» Enseguida me fascinó.

Quien haya vivido en Bruselas entre los años 1930-1931, recordará cuántos compañeros extranjeros había allí, sobre todo españoles e italianos. Y no se acordarán sin cierta melancolía del refugio que allí encontraron: el nido heteróclito y familiar que era la librería al lado del Mont des Arts, que había establecido el valiente Hem Day. Ése era el punto de reunión de los «elementos subversivos».

En el primer piso había dos inquilinos: yo y la firma Barasco. Esta original empresa producía todo tipo de chucherías que se vendían directamente a vendedores ambulantes. La «fábrica» se componía de una habitación que servía a la vez de comedor, sala de estar, cocina y dormitorio, o mejor dicho sala de dormir, ya que el número de los huéspedes nocturnos era ilimitado. Había más de media docena de personas registradas bajo el nombre Barasco; Ascaso y Durruti entre ellos.

[Léo CAMPION]

Dejé mi empleo de taquidactilógrafa y le seguí a Bruselas. Los fugitivos españoles vivían en la semilegalidad, por así decirlo, con pasaportes y nombres falsos. Claro que la policía estaba al tanto del asunto. Durruti no podía viajar a ninguna parte sin que la policía enviara sus antecedentes detrás de él. Pero en Bruselas nos dejaron en paz.

[ÉMILIENNE MORIN]

Acaso y Durruti se complementaban mutuamente. Durruti era el hombre de acción, impetuoso y entusiasta, capaz de ganar la confianza de la gente; Ascaso era el hombre de la serenidad, de la reflexión, de la tenacidad, la amabilidad y el cálculo. Era un estratega perfecto. Era él quien planeaba las acciones revolucionarias. Sus cálculos eran tan exactos, que a la hora señalada éstos se confirmaban en todos sus detalles. El fuerte de Durruti era la rapidez y la energía con que sabía actuar; ponía la violencia al servicio de un ánimo decidido y un discernimiento superior. El uno necesitaba del otro, y era difícil resistirles cuando estaban juntos.

[CÁNOVAS CERVANTES]



Notas al pie

  1. Sección de Asalto del Partido Nacional Socialista Alemán (=SS). (N. de los T.)
    Regresar