Las mujeres de Ayotzinapa (I)

Cristina Bautista

Cristina Bautista es una mujer indígena de habla náhuatl. Cuarenta y un años de edad. No mide más de un metro y medio. Pero hay un tipo de grandeza en esta mujer que no se mide del suelo a la cabeza.

Es morena, rostro redondo y unos ojos expresivos que irradian tanta dulzura como confidencia y seguridad. Su voz, cálida, aunque está obligada a usar el español desde hace años para comunicarse mantiene el dejo tonal de su lengua nativa en su acento y en su sintaxis.

Al principio del movimiento por la presentación de los 43 jóvenes normalistas desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre de 2014, Cristina evitaba tomar la palabra durante los mítines para exigir la presentación con vida de su hijo y de sus compañeros víctimas de desaparición forzada. Ahora, cuando lo hace, comienza hablando fuerte, segura y siempre en náhuatl. Cristina es una de las oradoras que más conmueve a las audiencias.

Hoy es de lo más común verla tomar el micrófono y apoderarse de la palabra, ese concepto —a diferencia del español— tan respetado por su gente. Cristina no fallará a su palabra. Tal como las otras madres de los estudiantes desaparecidos, no descansará hasta saber de su hijo y obtener justicia. Por eso ha recorrido el continente americano, desde Argentina hasta ambas costas de Estados Unidos, con su palabra como arma.

* * *

Es 26 de febrero de 2017. Cristina me observa detrás del templete instalado en el Hemiciclo a Juárez, un monumento emblemático en el epicentro de la Ciudad de México. Dentro de un minuto ella tomará el micrófono para dirigirse nuevamente a una multitud. Ya lo ha hecho, por ejemplo, en el Zócalo de la capital mexicana ante cientos de miles de manifestantes que escucharon atentos su voz serena, llena de verdad y dignidad, heredera de otro tipo de conocimientos que la experiencia de habla hispana es incapaz de aprehender y compartir.

Cristina y yo hemos marchado decenas de veces juntos en distintas partes del país. Hemos compartido muchas veces a lo largo de dos años el techo y la comida con el resto de las familias de los estudiantes desaparecidos. Pero en esta ocasión, al concluir la marcha de la Acción Global por Ayotzinapa número 29, ella se abre paso entre la gente, los fotógrafos y los periodistas que la interceptan y camina directo hacia mí, como si no me hubiera visto antes. Lleva un huipil de algodón blanco con bordados verdes, azules y amarillos al frente, una bufanda marrón. Su sombrero de palma para aguantar las inclemencias durante la larga marcha contrasta con unos aretes largos y dorados que casi nunca se quita. En las manos, inamovible, su pancarta con el rostro de 19 años de su hijo desaparecido: Benjamín Ascencio Bautista, que hoy tiene 21.

—Soñé con usted —le digo a Cristina cuando está lo suficientemente cerca de mí.

El sonido de las bocinas del templete y las consignas de la multitud me obligan a gritar para que me escuche.

Cristina da un paso atrás para observarme. Por sus ojos vidriosos parece querer decirme algo importante, pero de su garganta no sale nada. Me doy cuenta de lo ridículo que a estas alturas resulta hablarle de usted o llamarle tía, como al resto de las madres de los desaparecidos, de mayor edad: Cristina es una mujer de mi generación. Pero no cualquier mujer de mi generación. Una excepcional en más de un sentido. Hace casi dos años y medio, cuando perdió a su hijo a manos del Estado mexicano en la ciudad de Iguala, ella comenzó una lucha sin descanso contra el poder a la edad que tengo yo ahora.

Sin decir palabra, entre el gentío del mitin, Cristina me da un abrazo. Dice que lo siente mucho. Que su corazón lo siente mucho. Veo en sus ojos que su dolor es genuino. Dice que intentó comunicarse por teléfono conmigo durante todo un día cuando se enteró de la reciente muerte de mi madre, sin conseguirlo. El deceso y la imposibilidad de comunicación la tenían intranquila. Se nos escapan algunas lágrimas.

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Benjamín Ascencio Bautista prácticamente no conoció a su padre. Tenía cuatro años cuando él se fue a trabajar sin papeles a Estados Unidos. Se encargó de enviarles dinero únicamente durante los primeros dos años. Después abandonó a la familia. A partir de entonces, Cristina debió buscar la forma de hacerse cargo de la manutención de su hijo y sus dos hijas. Se dedicaba a lavar trastes y ropa ajenos. Eventualmente, se iba haciendo de algún dinero cocinando para bodas y fiestas. Durante una temporada, incluso, se aventuró por sí sola a cruzar la frontera norte para trabajar en Bridgeport, Connecticut.

Benjamín ganó una beca en la primaria Acamapichtli, lo que le permitió continuar los estudios para ingresar más tarde a la telesecundaria de su comunidad. Cuando se graduó, Cristina y él discutieron la posibilidad de que se quedara con ella en casa. Incluso se plantearon el escenario en el que Benja se fuera a buscar trabajo a Estados Unidos, con su tío. Pero era el único varón y, a decir de ella, sería de más ayuda en las labores del campo que Cristina realizaba por sí sola.

—No te vayas, papacito —decía Cristina—. Quédate aquí conmigo.

—Mami, en esta vida hay dos formas de trabajar —respondía Benjamín—: trabajar con el lomo o trabajar con los cuernos. Y yo no quiero ser burro. Yo quiero ser buey.

Cristina, entre extrañada y divertida por su respuesta, le preguntaba cómo era eso de que quería ser algo tan insultante como un buey.

—Sí, mami. El burro trabaja con el lomo. Y el buey trabaja con la cabeza. Yo quiero trabajar con la cabeza. No con el lomo.

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En tiempo de agua sembraban guajes y ciruela. El maíz que cosechaban era de lo que se alimentaban el resto del año.

Las dos hijas, Benjamín y Cristina se levantaban temprano para caminar los 20 minutos que los separaban de su pequeña milpa. Un terreno de mayor extensión, en el que solían trabajar y del que antes sobrevivían con su esposo, les fue arrebatado por la familia de aquél cuando se desentendió de Cristina y de los niños. Cristina había optado entonces por sembrar con sus propias manos en su pedazo de tierra. Seguir comprando el maíz ya no le redituaba económicamente. Entre ella y sus pequeños hijos limpiaban la milpa y echaban el abono.

—Cuando se trata de trabajar, a mí me gusta estar en el campo muy tempranito —dice Cristina—. Yo los levantaba a las cinco. Les hacía el almuerzo, llevábamos las tortillas para comer allá. No había tantas cosas que podíamos preparar: frijolitos y huevo con jitomate en un tuppercito. Llevábamos cocas. Siempre cocas. Tempranito entrábamos al campo. Ya como a la una o las dos, como hace calor, nos venemos. Y así hasta el otro día, tempranito.

La cosecha de Cristina, como las cosechas del resto de las familias de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos, se perdió para siempre desde hace mucho tiempo.

* * *

Benjamín destacaba en la escuela. A pesar de la sugerencia de su madre para que se quedara en casa a trabajar con ella en el campo, decidió entrar al Colegio de Bachilleres en Huejotzingo. Fue la temporada más difícil para Cristina como proveedora de la familia.

—El primer año batallamos —dice—. El segundo… ¡ay!, lo sentí muy difícil. No me alcanzaba el dinero. Le pedían libros. Cooperación. Pedían tantas cosas… Le estuve mandando tortillas para comer. Me levantaba a las cinco de la mañana para hacer las tortillas y mandárselas a las siete con un huevo. El segundo año sentimos que fue pesadito, pues.

Los fines de semana Benjamín visitaba a su madre y a sus hermanas. Como no existe transporte público para llegar a su comunidad, debía caminar las casi cuatro horas de trayecto. Gastaba la tarde del viernes en eso. Llegando, al anochecer, se sumaba a las labores de la casa. Y muy temprano, por la madrugada, a la elaboración del pan.

Cristina, siempre con iniciativa, no se había conformado con la cosecha del temporal. Le pagó a un panadero de Huejotzingo para que le enseñara a hornear pan. Cuando estuvieron en edad de aprender, Cristina les transmitió el oficio a Benjamín y a sus dos hijas. Anunciaban en el pueblo que el pan estaba listo muy temprano por la mañana y las 144 piezas que acostumbraban hornear se vendían sin falta.

* * *

Benjamín es el más cariñoso de los hijos de Cristina. La adoración de Benjamín es Malfoy. Malfoy por Draco Malfoy de Harry Potter. Un perro sin raza que sus hermanas y él recogieron de cachorro durante una procesión de Domingo de Pascua. Cuenta Cristina que, desde que Benjamín fue desaparecido por el Estado mexicano, Malfoy estuvo deprimido. No dejó de llorar durante los primeros meses de ausencia de su amo.

* * *

Han pasado 29 meses. Es febrero de 2017. Estamos en Tixtla, Guerrero, en la pequeña casa prefabricada en la que ahora habita Cristina. Me invita a pasar. Nos sentamos en el patio, al aire libre, como hemos hecho en algunas otras tardes. A lo lejos, los ladridos de los perros y el viento hacen crujir las hojas de los árboles de mango sobre la vereda.

Cristina Bautista tiene los dedos cortos, delicados pero fuertes, y no deja de darle vuelta a un anillo con la otra mano mientras habla. Durante esas horas tengo muy presente que, a pesar del dolor que ha marcado sus facciones de forma irremediable a lo largo de los últimos 29 meses, es una mujer casi de mi edad la que me confía algunas zonas recónditas de su corazón.

—Antes del 26 de septiembre de 2014 era feliz —me dice Cristina—. Sembraba maíz para comer todo el año, hacía pan y vendía comida. Era feliz con mis dos hijas y mi hijo. Me enteré hasta el día 29. A mi pueblo no había llegado la noticia. Llegué a la normal y allí me quedé, de planta. Desde ese día dejé mi cosecha. Ya no regresé a mi casa. Sentía que no podía volver a mi pueblo. Me la pasaba llorando, pensando que no iba a aguantar, que me iba a morir si mi hijo no regresaba en una semana o en dos semanas. Pero tenía fe y esperanza de que regresara pronto.

Mientras habla, sus ojos grandes, redondos y negros se concentran en el camino de terracería que, medio kilómetro más allá, conduce a la normal de Ayotzinapa. Es como si yo no estuviera delante de ella. Como si mirara a través de mí. Como si esperase que alguien apareciera de pronto por esa vereda polvosa.

—Pasó una semana —continúa Cristina—. Ya tenemos dos. Ya tenemos tres. Ya un mes. Dos meses. No comía. Me enfermé. Yo no conocía la presión alta. Un día desperté a las cinco de la mañana. Mis ojos estaban hinchados. No se me detenían las lágrimas. Traté de dormirme, pero ya no pude. Todo mi cuerpo me dolía. Parecía que me habían golpeado. Pedí una consulta con los médicos que estaban en la normal. Pero mis lágrimas ya no se detenían… Un día antes habíamos ido a Chilpancingo. Nos enseñaron todos los aparatos con los que estaban buscando a nuestros hijos. Y yo pensé: tantos aparatos que hay aquí y no pueden encontrar a nuestros hijos. Los doctores me dijeron que me dio la presión alta. Me dijeron que debo de descansar. Pero desde ese día yo no he tenido descanso. Ese día empezó nuestro martirio.

El 12 de enero de 2015 comenzaron las búsquedas independientes de los padres en Iguala, ante la incompetencia y negligencia de las autoridades mexicanas.

—Los papás dijeron que fueran los que tenían más fuerza para caminar —cuenta Cristina—. Las mamás dijeron que no, que no podían ir, que era muy difícil caminar en la montaña. Entonces yo dije me voy. Doña Bertha (Nava), doña Hilda Legideño, María Concepción (Tlatempa) y yo decidimos también hacer la búsqueda. En Iguala repartimos volantes en las colonias, preguntamos si tenían una pista de nuestros hijos… Recorrimos todo, todo. Tres días. No encontramos nada.

* * *

Al concluir los estudios en el Colegio de Bachilleres, Benjamín ingresó como voluntario a la campaña de alfabetización para adultos del INEA. Cristina, siempre en movimiento y con un carisma imantado, lo ayudó a convocar un grupo de 20 personas mayores de 50 años del pueblo que no sabían leer ni escribir. Ella misma daba sesiones en el programa de educación inicial con niños de hasta cuatro años. Más tarde, en septiembre de 2013, Benjamín, con 18 años de edad, se inscribió en el Conafe y fue enviado a trabajar en una comunidad de Hueyncantenango.

La familia de Cristina realizó un pequeño convivio para recibir el 2014. Cristina les preparó tacos dorados de papa para la cena de fin de año. Esa semana Benjamín se comprometió con su novia, que había conseguido una beca del Conafe para continuar sus estudios a la par. Tenían un plan. Querían ser alguien en la vida. Así era como se lo decía a Cristina.

Durante las vacaciones de Semana Santa, Benjamín volvió a casa con una buena noticia. Había sacado ficha para inscribirse en la Normal Rural de Ayotzinapa. Fue la primera vez que Cristina oyó hablar de la normal. A Cristina, de nuevo, le pesaba el factor económico.

—En Ayotzinapa no se paga nada, te dan todo —dijo Benjamín—. Pero es muy difícil pasar el examen.

—Benja, no te vayas —dijo Cristina—. Qué tal que no aguantas. Ya tienes tu mujer aquí. La gente nos va a criticar.

—Como tú dices, mami: si la gente te critica es porque estás haciendo algo importante.

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El cantante favorito de Benjamín es Michael Jackson. Solía imitar la coreografía de Thriller en la casa, lo que despertaba las carcajadas de su madre.

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El 15 de septiembre de 2014 fue el último día que Cristina vio a Benjamín. Era la época en que ella trabajaba en Huejotzingo. Huejotzingo queda a una hora y media de Chilapa y, desde allí, un tramo más para llegar a Ayotzinapa, ubicada en Tixtla, Guerrero. Benjamín hizo el recorrido inverso para visitar a su madre.

Bien peloncito, bien quemadito que estaba, dice Cristina.

—Te deberías de salir —le dijo a Benjamín.

—Mami, tú ya trabajaste mucho por nosotros —dijo él y la abrazó.

Estaba contento.

—Tú has sido mi mamá y mi papá —dijo—. Ahora déjame que yo te ponga tu casita cuando seas viejita.

Cristina le ofreció 200 pesos antes de que volviera a Ayotzinapa. Benjamín se negó a aceptarlos, pero ella insistió.

—No te preocupes por mí, ya soy grande —dijo Benjamín.

—Aunque seas grande no dejas de ser mi hijo.

—Sólo te pido que reces por mí.

A las cinco de la mañana del siguiente día, Benjamín volvió a Tixtla. Cristina no lo escuchó salir de la casa. Cuando ella despertó, lo llamó a voces para despedirse. Pero él ya no estaba. No había querido molestarla mientras dormía.

Semanas después, algunas de las familias de los 43 estudiantes desaparecidos reclamaron las pertenencias de sus hijos en la normal. Cristina pudo recuperar la mochila de Benjamín. En la bolsa de cierre exterior de la mochila permanecían intactos los doscientos pesos que ella le había dado.

* * *

Estamos en la casa de Cristina cuando me muestra la foto más reciente de Benjamín guardada en la misma mochila. La credencial de la normal y el billete de 200 pesos. Desde entonces ella lo atesora como un amuleto. Cristina no pudo volver a comunicarse con su hijo.

* * *

Enero de 2014. Han pasado casi cuatro meses de la desaparición de Benjamín.

Helicópteros de la fuerza pública acostumbran sobrevolar el espacio aéreo de la normal rural de modo rasante. Con los meses, este tipo de intimidaciones se recrudecerán hasta tocar su punto más tenso en junio, cuando estén por realizarse las elecciones estatales. Cristina ha soñado más de una vez que los muchachos desaparecidos son transportados en esos helicópteros. En su sueño, los 43 estudiantes bajan por medio de una escalera colgante. Por eso, cuando escuchamos los rotores haciendo cimbrar las ventanas de los salones de clase y los dormitorios, Cristina es de las primeras en salir a observar el cielo.

Una tarde, en el taller de artes plásticas de la normal de Ayotzinapa, Cristina me comparte su desesperación.

—Peña Nieto no se da cuenta de cuánto hemos sufrido —dice—. No se da cuenta de que a nuestros hijos con dificultades los criamos. Más cuando no se hace responsable el papá. ¿Quién queda? La mamá y las hijas. Cuando necesitan comprar algo, no hay. Es lo que me desespera a mí. Que el gobierno no se dé cuenta de eso. Al menos antes yo sabía dónde estaba mi hijo. ¿Y ahora? Es lo que me desespera.

Detrás de Cristina descansan los lienzos con los retratos de los 43 muchachos desaparecidos que un colectivo de pintores guerrerenses ha elaborado para exponer en la explanada del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Aún huele a pintura y solvente frescos.

—Una vez soñé con Benjamín —dice—. Él estaba apurado, estaba serio. Mami, ya me voy, me dijo. Iba subiendo unas escaleras. Le digo: “Mijo, espérate, te voy a dar aunque sean 50 pesos”. “No, yo veo cómo me voy a ir”, respondió él. Entonces, desperté.

* * *

Pasamos la tarde platicando en el taller de artes plásticas hasta que oscurece. Afuera, el sonido de las guitarras de la rondalla desde los salones de La Gloria —la parte más alta de la normal— nos llega mezclada con los cantos multitudinarios de los grillos.

—Tía —le digo a Cristina—, ¿algún día me daría permiso de usar la grabadora para registrar todo lo que me ha contado?

Cristina toma su bolsa y se reacomoda en su silla. Me mira divertida.

—¡Pues usted por menso! —se ríe—. Desde hace rato le vengo platicando de mi hijo para que lo escriba todo.

* * *

Ha habido una decisión entre los integrantes del comité de familiares. Las acciones que ha emprendido el movimiento de familias de los 43 desaparecidos tomarán un tono más drástico ante la negligencia y falta de consecuencias penales contra Tomás Zerón de Lucio, ex director de la Agencia de Investigación Criminal que actuó de forma irregular para manipular el caso. El 10 de marzo lanzarán huevos a la fachada de la Secretaría de la Función Pública, encabezada por Arely Gómez, quien fuera procuradora general de la República y removida sin avances en la investigación del caso Iguala. El 11 de marzo, algo insólito, liberarán una gasolinera en uno de los cruces de arterias más importantes de la capital del país: Insurgentes y Reforma.

Estas mujeres que sembraban maíz y se dedicaban a labores de casa, que llevaban una existencia despolitizada, han salido a la calle desde hace meses a marchar y a realizar caravanas por todo México y el extranjero, a bloquear carreteras, liberar casetas de cobro, a realizar brigadas informativas en universidades… Se han reunido con otras mujeres en lucha que han cambiado su visión de la realidad. Entre ellas, las mujeres de Atenco y las mujeres zapatistas, en México, y las abuelas de la Plaza de Mayo, en Argentina.

—Antes me la pasaba llorando —dice Cristina—. Ahora siento coraje hacia el gobierno. Siento mucho coraje. Otro mes más… dice tensando los dedos sobre el anillo de la otra mano, casi en un murmullo. Y otro mes más… Sentimos que esto va tan despacio. Yo no quiero pensar ni imaginarme que… —se detiene, pasa saliva—. Yo siento que a nuestros hijos los tienen trabajando. Hay que pedirle a Dios que les dé fuerza, que los cuide. Que aguanten. Que no se preocupen; nosotras los estamos buscando. Sabemos que el gobierno se los llevó.

Cristina Bautista era una de las madres que se rehusaban a dar un paso adelante para tomar el micrófono. Parte de su inseguridad radicaba en el hecho de que el español no es su lengua materna.

—Pero me obliga el gobierno a hablar —dice—. Él nos puso en el centro. Sabemos que hay miles y miles de familiares sufriendo, que no saben dónde está su ser querido. Nosotros no queremos estar en medio: el gobierno nos puso aquí y por eso tenemos que alzar la voz.

Entre el ruido de las bocinas del templete para el mitin en el monumento del Hemiciclo a Juárez, los demás padres y madres llaman a Cristina. Es su turno para tomar el micrófono delante de la multitud.

Le doy un abrazo antes de que suba por las escaleras de madera y vuelvo a decirle que hace poco soñé con ella. El sueño ocurrió en los días posteriores a la muerte de mi madre, cuando Cristina estuvo buscándome. Se lo digo al oído para que sólo ella me escuche.

Y, entonces, como le ocurrió a ella en el sueño de su hijo Benjamín, le repito las palabras que oí en mi sueño.

Fuente: http://www.m-x.com.mx/2017-03-26/las-mujeres-de-ayotzinapa-i-por-tryno-maldonado/