Las mujeres de Ayotzinapa II - Hilda Legideño

Por Tryno Maldonado

A primera vista, Hilda Legideño no es una mujer que denote la firmeza, la decisión y el temple que los meses de lucha contra el gobierno mexicano le han obligado a forjar.

Hilda es una mujer solitaria, silenciosa, a la que se le ve con frecuencia realizando delicadas manualidades con papel de China en un rincón de la cancha de la normal de Ayotzinapa, pero que, llegado el momento, es capaz de adentrarse por sus propios bríos en los territorios más peligrosos dominados por los cárteles de Guerrero. Todo con tal de encontrar a su hijo, Jorge Antonio Tizapa Legideño.

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Ante la negligencia de las autoridades estatales y federales, en enero de 2015 se organizó una serie de búsquedas independientes de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Sólo algunos periodistas y personas que acompañábamos el movimiento fuimos aceptados para formar parte de esas brigadas. Hilda Legideño fue una de las pocas mujeres en ofrecerse como voluntaria a pesar del enorme riesgo. En un principio sólo le dieron pretextos, negativas para no unirse al grupo. Los varones argumentaban que las madres de los normalistas desaparecidos no resistirían el esfuerzo físico. Que era demasiado riesgoso. Guerrero ya se perfilaba como el gran sembradío de fosas con restos humanos que hoy sabemos que es.

Las incansables batidas independientes tuvieron lugar muchas veces en territorios y casas de seguridad abandonadas de los cárteles de la droga de la región. Las búsquedas ocurrieron en lugares tan disímiles como casas abandonadas, iglesias, cuevas, minas…

No eran raras la veces en que, estando sin saberlo peligrosamente cerca de áreas dominadas por los cárteles del narco, las radios de los padres rompían la monotonía del crujido del ruido blanco cuando interceptaban una señal que daba aviso de su intromisión.

“¿Les aventamos una mazorca?”, se escuchó en una ocasión a través de la frecuencia.

Una mazorca. La voz de un hombre se refería a una granada. Se escuchó fuerte y clara a través del radio portátil en una zona cerril donde no había siquiera cobertura para los celulares. La señal interceptada por el radio provenía de una camioneta que vigilaba a uno de los grupos de búsqueda de padres y madres en lo más alto de un cerro. Habían estado al tanto de cada uno de los movimientos del grupo. A la espera.

Otra de esas ocasiones, la búsqueda tendría lugar en un complejo minero abandonado en los alrededores de la ciudad de Iguala. Se decía que sería una expedición particularmente peligrosa. Ante la negativa para que las mujeres se unieran, Hilda Legideño esperó a que los padres de los desaparecidos alistaran sus cosas y abordaran las camionetas para salir a Iguala. Cuando encendieron los motores, Hilda subió por la fuerza en uno de los vehículos ante las protestas y el asombro de los hombres.

“Ya no les quedó de otra más que aceptar que yo fuera —dice Hilda—. Ahí demostré que sí podía acompañarlos. Y desde entonces me enfoqué en las búsquedas”.

A partir de ese día, Hilda Legideño y otras madres de los desaparecidos comenzaron a formar parte de las búsquedas.

“Las que nos vamos, nos vamos con la intención de encontrar a nuestros hijos —dice Hilda—. Los peligros yo creo que ya no los medimos. Lo que queremos es encontrarlos”.

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6 de junio de 2014. Un día antes del examen de admisión en la normal de Ayotzinapa, Jorge Antonio Tizapa Legideño cumplió 20 años. Como sabía que quizá no lo vería en un tiempo, Hilda accedió a prepararle su platillo favorito: fiambre tlixteco —una combinación de tres carnes y una salsa agridulce llamada “agrito”— acompañado de pan blanco. Un lujo que, por lo general durante las fiestas de diciembre, la familia sólo podía darse una vez al año. Ese día, Jorge Antonio aún vio a Carlos e Iván, sus mejores amigos desde la preparatoria.

Después de las agotadoras pruebas físicas de la semana de inducción a Ayotzinapa, Jorge Antonio aprovechó los días de descanso para volver a la casa materna. Para asombro de Hilda, su hijo durmió el día entero. Estaba extenuado.

Un mes más tarde, Jorge Antonio, ya con matrícula en la normal, volvió a visitarla. Le habían rapado la cabeza, como manda la tradición para los normalistas de nuevo ingreso. Le habían “dado pelo”. Estaba orgulloso. Después de intentarlo dos años consecutivos era finalmente un pelón de la primera academia.

—Te ves bien chistoso —dijo Hilda cuando lo vio regresar a casa y soltó una carcajada.

Fue idea de Hilda que su hijo continuara sus estudios. A pesar de los grandes sacrificios para conseguirlo, ambos estaban felices.

* * *

Marzo de 2017. Han pasado treinta meses de la desaparición forzada de Jorge Antonio Tizapa Legideño, hijo de Hilda, y de sus compañeros normalistas de Ayotzinapa. Hilda Legideño me saluda tímidamente cuando me ve en el patio principal de la normal y nos alejamos a las escaleras para platicar. No sabía sobre la reciente muerte de mi madre. Está sorprendida. Quiere hablar unos minutos a solas conmigo. Y así lo hacemos.

Cuando Hilda sale a las búsquedas con el resto de padres y madres de los desaparecidos, lleva consigo una fijación particular. Sabe que, desde niño, Jorge Antonio tiene la manía de hacer dibujos y de rubricar con su nombre casi cualquier superficie. En su cuarto no faltan los rayones de pluma pluma Bic con su firma en la que exagera el número de letras E y de letras O. Hilda está siempre muy atenta a cualquier señal o pista de su hijo cuando sale a marchar o en brigada por distintas partes del estado de Guerrero y del país. Incluso del extranjero. Ella cree con firmeza que si su hijo ha pasado por algún lugar, o que si lo tuvieron detenido, es muy posible que haya dejado una marca. Y que reconocería de inmediato su letra.

—El gobierno tuvo que ver —dice Hilda—. En alguna cárcel tiene que estar, en algún cuartel militar… Ellos saben dónde están los muchachos.

El labio superior de Hilda manifiesta un ligero tic nervioso hacia el lado derecho, imperceptible para quienes no la conocen, cuando habla de la desaparición de su hijo. Aunque es más parecido al padre, resulta ser un gesto de los labios muy similar al que muestra Jorge Antonio en la foto en blanco y negro que ha circulado por todo el mundo.

A Hilda no le gusta hablar de ello pero, tal como ha ocurrido en Tixtla y en todo Guerrero, las desapariciones forzadas han aumentado durante los últimos años. El hijo de su hermana también fue desaparecido. Ocurrió un año antes de que se llevaran a Jorge Antonio. Aunque se sospecha que autoridades municipales tuvieron que ver, jamás ha habido consecuencias ni han obtenido respuestas. La Policía Ministerial sólo le da largas a la madre y condiciona las investigaciones a que se le entregue dinero.

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Diciembre de 2016. Hilda y yo estamos sentados en las escaleras de la normal de Ayotzinapa que conducen de la cancha techada al patio principal. Ella viste un hupil de color rojo con bordados de colores y un pantalón de mezclilla. Zapatos deportivos color azul. Ha terminado una sesión de la Asamblea Nacional Popular en el auditorio de la escuela. Esos breves lapsos son aprovechados para descansar en una agenda de lucha que prácticamente no da lugar a descansos.

Ha habido una especie de epidemia. A Hilda le cuesta hablar. La tos la despierta por las mañanas y que le acometen angustiantes episodios de asfixia. Se siente morir con cada intento fallido por llevar aire a los pulmones. No es la primera de las madres en caer enferma. Cuando viajamos en caravana por el sur del país, por ejemplo, varias de ellas ya presentaban los mismos síntomas. Algunos de los que hemos acompañado al movimiento también resentimos el contagio y el daño físico de distintas maneras.

Neumonía. Una enfermedad de los pobres o de la Edad Media. Muchos hemos enfermado. No quiero imaginar lo que están viviendo ellas.

A pesar de la diferencia de estaturas, sentados así, sobre los escalones, los pies de Hilda Legideño permanecen a la altura de los míos. Por su carácter sobrio, Hilda no suele ver a los ojos a sus interlocutores. Pero cuando lo hace, su mirada es tan intensa y penetrante que es capaz de confrontar y hacer sudar al Presidente y al secretario de Gobernación si es necesario.

Hilda saca un pañuelo desechable de la mochila. En la suela de goma blanca de sus tenis estilo Sketchers observo que alguien —¿ella misma, su hijo antes de desaparecer?— ha escrito algo con tinta azul y una caligrafía redonda: Jorge Antonio Tizapa Legideño.

—Me ha dado por recordar mucho a mi hijo —dice Hilda—. Veo sus cosas, lo que le gusta… sus fotos, su cuarto como él lo dejó. Y pues, es lo que más duele. Que a estas alturas aún no tengamos respuesta por parte del gobierno aunque sepamos que ellos fueron los responsables de la desaparición de nuestros hijos: desde las policías municipales, estatales y federales, hasta los militares. Todo denota que fue el Estado. Aunque ellos lo sigan ocultando.

Hilda hace una pausa para aclararse las vías respiratorias. Hace un gran esfuerzo para hablar conmigo.

—Como padres y madres hemos perdido lo más valioso: nuestros hijos. Es por ellos que continuamos aquí después de dos años, hasta saber en dónde están.

Si bien es de Tixtla, igual que 14 de las familias de los 43 desaparecidos, Hilda Legideño pasa la mayor parte del día en la normal, como hacen las familias foráneas que dejaron sus casas, sus cosechas y sus animales abandonados en sus respectivos pueblos al iniciar el movimiento. Para esas otras familias la normal de Ayotzinapa se convirtió en su hogar desde septiembre de 2014.

—No puedo volver a casa —explica Hilda—. Estando allá unos cuantos días es cuando más se siente la ausencia. Es cuando quisiera una olvidar todo. Pero no se puede olvidar. Es cuando más se recuerda… Por lo único que estamos luchando es por nuestros hijos. A nosotras no nos interesan cosas materiales. Nos han ofrecido de todo… No hay cosa material que pueda sustituir la vida de un hijo. No sabemos hasta cuándo, hasta qué punto podremos llegar. Pero pues aquí estamos.

De repente, el eco de los tambores y las cornetas de la banda de la normal que suele ensayar en las canchas posteriores llega hasta donde estamos. Hilda y yo, los codos apoyados sobre las piernas y mirando al frente, nos quedamos callados por un momento.

* * *

Hilda Legideño tenía 43 años cuando los 43 estudiantes, entre los que se hallaba su hijo, fueron desaparecidos. Jorge Antonio Tizapa Legideño tenía 20.

Jorge Antonio es el mediano de tres hijos. Dos varones y una mujer. Abandonó los estudios en la preparatoria 29 de Tixtla, Guerrero, por un lapso de dos años cuando nació Naomi, su hija, para trabajar como chofer de transporte público de la ruta Tixtla-Atliaca. La iniciativa de entrar a Ayotzinapa fue de la propia Hilda. Naomi tenía un año y medio cuando su padre desapareció.

Un año antes de su desaparición forzada a manos de las policías de todos los niveles y del Ejército Mexicano en Iguala, Jorge Antonio había realizado la semana de inducción reglamentaria en la normal de Ayotzinapa. Pero debido tal vez a lo severo de las pruebas físicas, no consiguió quedarse con un lugar. No se dio por vencido. Fue Hilda quien lo animó para hacer un segundo intento.

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Hace más de 16 años que el padre de Jorge Antonio no vive con su familia. Hilda instaló un pequeño local en su casa. Aprendió por sí misma a hacer manualidades con el papel. Más tarde, se inscribió en algunos cursos para especializarse. Papel picado, piñatas, las “cortinas” para las celebraciones religiosas tan frecuentes en Tixtla.

Hilda empezó haciendo las piñatas para los cumpleaños de sus hijos. Medias feas, pero así se las hacía, dice e insinúa una sonrisa que no se materializa del todo. Cabezas de payasos, zanahorias… Piñatas de las más sencillas.

—La vida, hasta este punto, ha cambiado toda —reflexiona Hilda—. No es que se haya ido el dolor, pero está una más consciente de todo el cambio que ha habido. Al menos yo, perdí muchas cosas. Cosas materiales que no importan. Lo más valioso es mi hijo. Es por lo que estamos luchando, por nuestros hijos. Como madre yo me enfoqué en darle lo mejor a mis hijos: que tuvieran alimentación, su uniforme para ir a la escuela. Trataba de que no les faltara nada. Al inicio sufrimos carencia económica. Posteriormente su papá tuvo que migrar a Estados Unidos porque veía la difícil situación en la que estábamos. Cuando ellos estaban pequeños a veces no había ni qué comer.

Así se nos fue la vida —continúa Hilda, mirando el vacío que se forma en el pasillo de las escaleras de la normal rematado en un arco. Un jauría de cachorros de las nuevas camadas de las que los estudiantes han adoptado, se cruza al fondo, jugueteando, detrás de su madre. Un par de normalistas les lanzan algo de comer—. Yo creo que eso es lo que más extraño ahora. No importan las cosas materiales. La familia. Es lo que más valoro en estos momentos en que no tengo a mi hijo. La vida nos ha cambiado totalmente.

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El padre de Jorge Antonio es Antonio Tizapa, un plomero de Tixlta que se vio forzado a cruzar la frontera norte sin documentos en noviembre de 1999 para darle una mejor vida a sus tres hijos. A Antonio le ha pesado mucho no poder sumarse a las labores de búsqueda con su esposa Hilda por lo riesgoso de su situación migratoria.

—Queremos que la gente tome consciencia de lo que está ocurriendo en México —dice Antonio al ser entrevistado después de correr el maratón de Nueva York con el rostro de su hijo en la camiseta—. ¿Qué haría usted si tuviera un hijo o una hija desaparecidos? Es algo que no quiero ni imaginar. No me gustaría que nadie estuviera en los zapatos de uno.

Esos mismos zapatos han recorrido muchos kilómetros buscando justicia y verdad para su hijo Jorge Antonio. Sin ser un profesional, ni mucho menos, desde hace dos años Antonio Tizapa se ha dedicado con sus propios recursos económicos a correr maratones y a realizar activismo para demandar justicia y centrar la atención internacional sobre el crimen de lesa humanidad cometido contra su hijo y sus compañeros. Fue así que el 1 de noviembre de 2015 terminó la maratón de Nueva York portando un número 43 en su playera. Un maratón completo consta de 42 kilómetros. Antonio Tizapa fue colocando en cada kilómetro de la carrera el retrato de cada uno de los 43 estudiantes desaparecidos sobre los postes eléctricos. La de su hijo todo el tiempo en su pecho, cerca del corazón, hasta la meta.

El activismo y la protesta de Antonio Tizapa –un tipo de vida nueva para él, como para el resto de los padres de familia de los normalistas— han tenido que ir más allá debido a las negativas, la insensibilidad y el cinismo de la clase política mexicana ante el caso Ayotzinapa. El 10 de febrero de este año, por ejemplo, el presidente nacional del PRI, Enrique Ochoa Reza, viajó a Nueva York para ofrecer una conferencia sobre migración en la Universidad de Columbia. Antonio Tizapa se coló en el evento para confrontar al presidente del PRI por la enorme responsabilidad de su partido en la desaparición forzada de los 43 muchachos, tanto como en la manipulación y obstaculización posteriores en las investigaciones.

Lo mismo ocurrió el 14 de marzo de este año, durante la gira por Nueva York del precandidato de Morena a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador, puntero en varias encuestas. Corriendo con esos mismos zapatos que han atravesado maratones para darle alcance al político en un lujoso vehículo negro después de un acto público, Antonio Tizapa, agitado, tuvo el valor de cuestionarle a Andrés Manuel López Obrador a voz en cuello sobre sus vínculos con el ex alcalde de Iguala y el ex gobernador de Guerrero cuando eran parte del mismo partido, el PRD. El precandidato denostó el dolor y la irrupción de Antonio llamándolo “provocador” y lo hizo a un lado con un ademán.

La voz desgarrada de Antonio Tizapa al perseguir el vehículo del político mexicano fue la voz desgarrada de las familias de las cerca de 30 mil víctimas de desapariciones forzadas en este país. Una voz llena de dolor que, como en ese encuentro con el poder, suele toparse con oídos sordos, suele toparse con pared.

* * *

Antonio Tizapa lleva más de 16 años trabajando en Estados Unidos. Su estatus migratorio, como el de muchos otros miles de mexicanos, le impide volver a su país. Sin embargo, se mantenía al pendiente de Jorge Antonio y sus otros hijos en Tixtla, con los que solía hablar o escribirse prácticamente todos los días. Antonio Tizapa les procura dinero para cubrir las necesidades que no alcanzan con el dinero que Hilda se esfuerza en ganar con su trabajo con el papel. Más ahora, que ha tenido que cerrar su local para dedicarse de lleno a demandar justicia para su hijo.

Para Antonio Tizapa, Jorge Antonio siempre fue el consentido.

Durante la época en que se vio obligado a trabajar como chofer de transporte público tras el nacimiento de su hija Naomi, Jorge Antonio sintió la inquietud de seguir los pasos de su padre para procurarle un mejor nivel de vida a la bebé. Así lo hablaron. Jorge Antonio le preguntó a su padre —por teléfono— si podía “pasarlo del otro lado” para empezar trabajar en Nueva York. Su padre se negó. Insistió en que lo mejor sería que continuara estudiando. No quería que sufriera ni la mitad de lo que él tuvo que pasar.

—No contábamos con que iba a pasar esto —dice Hilda bajando la voz, sus ojos redondos y cristalinos bien abiertos.

Recuerda entonces que lo que más disfruta Jorge Antonio es manejar su motocicleta. Su papá se la regaló. Dado que su ruta como chofer iniciaba en Atliaca, Jorge Antonio usaba la moto para trasladarse desde Tixtla a las tres de la madrugada.

Tuvo dos accidentes. Uno grave. Hilda lo acompañaba en el asiento posterior algunas veces. Le daba miedo que a su hijo le pasara algo. Después del segundo accidente, Hilda insistió en que vendiera la moto. Pero Jorge Antonio no quiso deshacerse de ella.

La moto continúa allí, abandonada, en la casa.

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Además de conducir su motocicleta, el mayor pasatiempo de Jorge Antonio es la música. Su carácter desparpajado encontró un ídolo en Armando Palomas y sus letras irreverentes. Tenía una pequeña bocina en su cuarto, debajo de los pósters y almanaques de muchachas en bikini que le regalaban en las gasolineras donde pasaba a llenar el tanque de la Urvan de ruta. Tanto fue su interés por emular a Armando Palomas que Hilda le mandó comprar una guitarra en Toluca, por medio de su hermana, por 300 pesos.

Pero Jorge Antonio no es alguien que se distinga por su paciencia. “Yo no le entiendo a esto”, dijo un día con frustración. Y la guitarra pronto quedó arrumbada junto a la pared con pósters de chicas con los logotipos de lubricantes y aceites para motor.

A decir de su madre, “Jorge Antonio vive la vida tal cual viene; no está viendo a ver qué sigue. Es muy diferente a nosotros, porque mi hijo y yo somos un poco más serios. Pero Jorge es más… —entrecierra los párpados como si pudiera volver a verlo llegar a la casa con la bocinas y el claxon haciendo cimbrar las ventanas— …más relajo”. Sus amigos de parranda Willy y Relax de Ayotzinapa también dan constancia de eso.

“Mijo, bájale a tu escándalo”, solía decirle Hilda, seria, cuando las bocinas en la casa hacían retumbar los cimientos con alguna canción de La Banda Limón.

Aunque se había independizado de la casa de su madre para vivir con su pareja e hija, Jorge Antonio era conocido por su carácter infantil. En la base de las Urvans donde trabajaba antes de ingresar a Ayotzinapa lo apodaban El Niño. En la memoria USB con música que sonaba a todo volumen desde las bocinas de su Urvan, se oían indistintamente canciones de banda entremezcladas con las de Topo Gigio y el Patito Juan que acostumbraba ponerle a su hija.

A Jorge Antonio suelen seguirlo los niños. Su sobrino, a quien está muy apegado, le llama “papá”. Quienes lo conocen no dudaban de que llegara a ser un gran profesor de primaria cuando terminara su carrera en la normal.

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Hilda encadenada a las rejas de la Segob, en abril de 2016. Foto: Argelia Guerrero.

—Mi hijo, en su etapa de adolescencia y niñez fue muy feliz —dice Hilda—. Si no le brindamos todo, por lo menos tuvo lo necesario… Es frustrante entrar a una reunión con el gobierno y escuchar siempre lo mismo: que estamos haciendo cosas, que somos los principales que queremos que se resuelva esto, que se aclare ya, que nosotros los vamos a apoyar… ¡Puras mentiras!

Es lo que luego se pone a pensar una —continúa Hilda—. Mi hijo es un buen muchacho. Una los educa bien, para que se comporten. Y vemos a gente que hace tanto daño ¡y ahí siguen! Nuestros hijos nada hicieron más que querer superarse… y los atacan de esta manera. Da coraje. A estas alturas tenemos coraje contra el gobierno. Cómo es capaz de llevarse a unos jóvenes por querer estudiar, por protestar. Les estorban. Les estorba que digan las cosas que el gobierno hace mal. Tantas cosas que han pasado en este país: lo del 68, lo de Tlatlaya… No se ha hecho nada, no se ha castigado a los responsables. El gobierno tal parece que está acostumbrado a hacer todo este tipo de cosas, y como no se protestaba, no se hacía nada, es que se sigue generando todo esto. Y se seguirá generando. Nosotras decimos que no queremos que más familias sufran, pero esto sigue ocurriendo, esto no ha parado. A pesar de tantas protestas por desapariciones forzadas, a pesar de todo lo que se ha denunciado, tanto aquí como en el extranjero, esto no ha parado. Y esto no va a parar hasta que se castigue a los responsables.

Un grupo de estudiantes de la cuarta academia baja en ese momento por el ascenso de terracería desde la entrada principal de la normal. Han vuelto de sus prácticas profesionales. Visten camisas bien planchadas de color rosa y el escudo de la normal, pantalones negros y zapatos bien lustrados.

—¡Tía! —gritan cuando la ven. Hilda responde al saludo con un asentimiento apenas perceptible.

—Nos acabaron la vida —retoma Hilda mientras los muchachos se alejan hacia sus dormitorios—. No nada más a los padres. Están los hijos. Jorge Antonio tiene una niña. Va a cumplir cuatro años. Lo sigue esperando. Y está la esposa. Están los hermanos. Cuando llega una a la casa preguntan: ¿qué hay, qué saben? Y llega una sin nada en las manos, sin ninguna respuesta. Siempre lo mismo.

A Hilda se le quiebra la voz. Reaparece de nuevo el ligero tic en su labio superior.

—Yo realmente ya estoy desesperada —dice con lágrimas en el rostro—. Quisiera dejar todo. No me siento bien a veces andando en la calle, protestando. Pero sé que tengo que hacerlo. Porque, ¿de qué otra manera se va a saber, de qué otra manera se va a denunciar si las autoridades hacen caso omiso de lo que uno les pueda decir? No queda de otra más que seguir exigiendo justicia. Ellos saben dónde están nuestros muchachos. Ellos tienen la respuesta.

Hilda hace una pausa, saca otro kleenex antes de hablar.

—Es un cambio de vida —reitera, mirando al frente como desde el principio—. Es un cambio total. Lo único que antes me preocupaba era educar a mis hijos. Era lo único que hacía. No me parece justo esto que nos han hecho. La mayor parte de los estudiantes desaparecidos son hijos de familia, tranquilos, que lo único que querían era superarse, estudiar, sacar adelante unos a sus padres, otros a sus hijos. No soy tanto de televisión. Pero a veces oía que “mataron a unos delincuentes”. Una decía: “Pues entre delincuentes se están matando, no hay problema”. Pero ahora nos damos cuenta que se manipula la información. Hasta de nuestros hijos dijeron que eran delincuentes. Es el gobierno quien hace eso. Yo ya no confío en el gobierno. No confío en los medios oficiales de comunicación. Maquillan toda la información a su conveniencia, afectando a personas inocentes.

* * *

El 25 de septiembre de 2014 Hilda Legideño vio a su hijo por última vez.

Estaba enfermo. Cuerpo cortado. “Le dolían los huesos, tenía calentura”. Era una infección de garganta. Desde pequeño, su hijo fue propenso a enfermedades de las vías respiratorias. Jorge Antonio pidió permiso en la normal para salir a ver a un médico y recibió del Comité autorización para ausentarse durante dos horas. Él aprovechó para ver a su madre. Llegó a la casa a las 12 del día. Había acudido al Seguro Social pero no lo quisieron atender porque “ya no había fichas”. Hilda le dio una pastilla Aliviax, le fue a comprar quesadillas al mercado y, después de comer, Jorge Antonio se quedó dormido. No despertó para estar a tiempo en la escuela en el lapso de su permiso. Despertó alarmado al darse cuenta de que era de noche. “Quédate”, le insistió Hilda. Pero Jorge Antonio sabía que debía volver, a riesgo de ser penalizado.

En vez de entrar por el camino del arco y la vereda principal de terracería, Jorge Antonio entró por el camino posterior de los corrales por el que se accede más allá del barrio del Santuario, en la oscuridad unánime de las tierras colindantes a la normal para no ser descubierto. Aún enfermo, sorteó el problema.

Más que con su padre en el extranjero, Jorge Antonio e Hilda tenían una comunicación muy estrecha por medio de mensajes de texto de celular. No pasaba un día sin que le marcara o le escribiera.

Que ya me voy a comer. Que ya salí de comer. Que ya me voy a bañar. Que ya regresé al cuarto.

El 26 de septiembre, el día siguiente de haberse escapado para ver a su madre, el Comité de Alumnos de Ayotzinapa, por acuerdo de las bases, llamó a los estudiantes de primer grado a una actividad en dos autobuses Estrella de Oro con número económico 1568 y 1531. Jorge Antonio abordó este último. El clima esa tarde era templado y algunas nubes comenzaban a agruparse en cúmulos en el cielo, provenientes del Pacífico, pero Jorge Antonio sudaba frío y temblaba por la infección.

Jorge Antonio le dijo a su madre que “iban rumbo a Iguala, que iban a traer autobuses”. Ella le preguntó cómo seguía, él respondió que un poco mejor. Mintió para no preocuparla.

Hilda le marcó alrededor de las 19:30 horas. Jorge Antonio no respondió.

“No sé —pensó Hilda— a lo mejor se le ha de haber acabado su saldo”.

Le marcó de nuevo. Esta vez desde el teléfono fijo de la casa. Otra vez no hubo respuesta.

—Siempre he sido insistente con ellos en saber dónde están —dice Hilda—. Ya como a las 10, 10:30, me dijeron que había habido muertos de Ayotzinapa en Iguala. ¡Ahí sí me preocupé! Fue mi yerno quien me avisó. Él se enteró porque trabaja en la ruta de las Urvans. Fui rápido y le puse saldo al celular de mi hijo. Estuve llame y llame y no me contestó.

Fue la última vez que se supo de Jorge Antonio, sus 42 compañeros desaparecidos y los tres asesinados.

Hilda Legideño, como el resto de las madres de los desaparecidos de Ayotzinapa, se trasladó el mismo día 26 de septiembre desde su barrio en Tixtla a la escuela normal. Algunos alumnos les dijeron que no se preocuparan. Confiaban en que en dos o tres días las autoridades liberarían a los detenidos, como suele ser el procedimiento en esos casos.

Han transcurrido más de 30 meses sin noticias de ellos.

“Y aquí me quedé”, dice Hilda, sus redondos ojos húmedos mirando el movimiento de una familia de aves escandalosa que ha anidado entre los metales de la estructura superior de lámina de la cancha techada mientras platicamos.

Hilda Legideño guarda en una bolsa de mimbre tejido las delicadas flores de papel de China amarillo que ha terminado de elaborar en el trascurso de nuestra plática.

Son un racimo completo. Y son hermosas.

* * *

—El regreso de mi hijo. Es lo único que me devolvería la tranquilidad. Es lo único que pido. Y, claro, justicia: si esto queda en la impunidad las desapariciones forzadas seguirán ocurriendo como ocurren en México. Ahorita fueron nuestros hijos, al rato pueden ser más personas. Personas de las de abajo. De las que no tienen recursos ni manera de defenderse —dice Hilda antes de despedirse.

Y revela un sueño.

“He soñado mucho con mi hijo. Los primeros días soñé que estaba en un salón. Soñé que lo venía a buscar aquí a la escuela. Le dije que nos fuéramos. Me decía que no, que no se podía ir porque la maestra no les daba permiso de salir. A él le gusta mucho su motocicleta. Y cuando llegaba a casa siempre llegaba pitando: media cuadra, una cuadra antes… Yo sabía que venía porque los perros empezaban a ladrar. Así lo he soñado. Estaban mis demás hijos y Jorge Antonio decía:

—¡Ami, ya regresé!
—¿De veras es cierto, no me estoy engañado?
—No, ami, ya estoy aquí. Pero espérame, ahorita vengo. Voy a ver a mi hija.

Eso es lo que más le preocupaba a mi hijo. Su hija Naomi. Por eso se vino a estudiar aquí, a Ayotzinapa, porque no quería que a su hija le faltara algo”.

Hilda rompe en llanto.

Intento torpemente consolarla con una mano sobre su espalda, sobre la tela roja del huipil que lleva puesto ese día.

—De hecho, cuando se vino aquí, me dijo que si a él no le alcanzaba el dinero para los gastos de su hija yo le podía ayudar —cuenta Hilda, muy triste—. Dije que sí. Yo fui la que insistí en que estudiara. Él ya no quería. Es por eso que a veces me siento culpable de haberlo mandado. Si yo hubiera aceptado que no… He tenido muchos sueños. Lo he soñado golpeado, lo he soñado torturado… Yo creo que por tanta mentira que nos dijo el gobierno. Su mentira histórica. Hasta soñaba con esa atrocidad. Tal fue el impacto de las mentiras del gobierno que hasta soñaba con esa atrocidad, soñaba con semejante cosa.

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