Las mujeres de Ayotzinapa, Minerva Bello

Las mujeres de Ayotzinapa, Minerva Bello

Por Tryno Maldonado

En memoria de la tía Minerva.

El pasado 5 de febrero Minerva Bello Guerrero falleció luego de un largo y extenuante periodo de agonía. Murió llena de dignidad luego de más de tres años de buscar sin descanso a su hijo Everardo Rodríguez. Quienes la conocimos y vivimos durante varios meses en la normal de Ayotzinapa con su presencia amable y luminosa, estamos profundamente consternados. Minerva es la primera víctima letal de un instrumento a largo plazo de tortura física y sicológica en el tejido social característico de las dictaduras: la desaparición forzada. A raíz de la desaparición de su hijo Everardo Rodríguez, el estado de salud de Minerva –así como del resto de las familias de los 43 normalistas desaparecidos, heridos y caídos– fue mermándose hasta ver la muerte. La responsabilidad de la integridad, la protección y la salud de los familiares de las víctimas de desaparición forzada es responsabilidad del Estado mexicano. La deuda de la inesperada y dolorosa muerte de Minerva Bello recae en el gobierno de Enrique Peña Nieto.

¿Es este desgaste mortal que viven todos los días los familiares de Ayotzinapa la segunda etapa de la estrategia de terror del gobierno de Enrique Peña Nieto posterior a las desapariciones? ¿De cuántas muertes más de familiares de los desaparecidos tendremos que dolernos antes de ver justicia?

Camino a pie entre la normal de Ayotzinapa y Omeapa, Guerrero. 15 de marzo de 2015

Mi nombre es Minerva Bello. Soy de Omeapa, Guerrero. Madre de siete hijos. Everardo es el cuarto. Cumplió 20 años el 5 de enero, tres meses después de su desaparición.

Everardo era tremendo, era travieso desde chiquillo. En la escuela seguido me mandaban traer por él. Un día me mandaron a hablar de la secundaria porque le había puesto un chicle en la butaca a una de sus compañeras y se le pegó en el pantalón. Iba estrenando la chamaca.

Everardo era muy inquieto. Ahora de grande ya no. Lo que sí es que es bien cariñoso conmigo. Cuando llegaba me abrazaba y me decía: “Jefa, por qué estás trompuda”. “¿Por qué dices? Si no hay nadie que me haga enojar”. “Pues no vayas a querer que yo te haga enojar”.

Everardo hace de comer en la casa para sus hermanos. Cuatro hombres y tres mujeres. Hace tortillas a mano, guisa frijoles, hace salsa de molcajete… Su comida preferida es su salsa de chile verde en molcajete. En licuadora no le gusta. Nunca ha estado atenido a que una le esté preparando. “Enséñense –les digo desde chiquitos–, porque no todo el tiempo les voy a vivir”. Hay veces que me enfermo. Así siquiera no están atenidos a que esté yo para darles de comer. Desde chiquitos los enseñé a hacer quehacer, a barrer.

Mis cuatro hijos varones tocan en la banda San Juan Omeapa. Cuando empezaron a tocar, Raúl traía un pantalón bien rotito de sus rodillas. Tenía como nueve o 10 años. Y así andaba. Cuando regresó de tocar la primera vez lo vi todo rotito. Me dijo que se iba a comprar unos pantalones con lo que le pagaron. Toca la tambora. Everardo toca el saxofón. Les pagaban sus trescientos pesos. No sé de dónde les llamó la atención la música. Han salido a donde quiera a tocar. Hasta tres tocadas diarias. Aquí a Tixtla, a la Tuna, a donde quiera… Ensayaban diario en la casa del dueño de los instrumentos. En la casa desde chiquillos se jalaban unos botes y unos pedazos de manguera y empezaban con su ruidera. Yo los corría y se iban con su ruidal hasta el corral de piedra, donde está un amate bien frondoso y ahí seguían con su ruidera. La cosa es que ellos solitos le buscaron, pues. Solitos se enseñaron a tocar.

Desde que entró a Ayotzinapa, Everardo nada más ensayaba con la banda los días libres. La última vez que tocó con ellos fue en mayo, por la fiesta de la Santa Cruz. Desde que eran niños es el mejor amigo de Jhosivani Guerrero, también desaparecido con él y sus compañeros. Crecieron juntos. Hacían todo juntos. Estudiaron juntos desde el preescolar Benito Juárez. Hicieron el plan de venirse juntos a la normal, se vinieron los dos a su semana de prueba. A la semana siguiente tuvieron descanso. Cuando fueron a avisarle a Everardo que ya tenía lugar asegurado, él no se quería venir. “Jefa, te voy a desengañar, pero yo ya no quiero irme a la normal”. “Áhi como veas –le dije–. Yo no te puedo obligar.” Más noche fue a la casa un sobrino mío que estudia aquí. Platicaron. Everardo estaba indeciso. Me volvió a preguntar qué pensaba yo. Y al final decidió irse. En la madrugada oí que se iba, yo ya estaba despierta. “Con cuidado –le dije y le di un dinero–. Que Dios te acompañe y que la Virgen te cuide. Cuando vayan a actividades, no vayas adelante. Cuídate”. Nosotros no sabíamos cómo era acá, pero ya más o menos nos dábamos una idea.

La última vez que lo vi fue el 20 de septiembre de 2014. Hubo reunión. Vine a la normal y lo vi porque les dieron permiso de platicar con sus familiares. “¿Cómo te tratan, niño?”, le pregunté. “Bien, jefa. Pero no me digas niño, ya soy grande”. “Para mí eres un niño”, dije. Y me abrazó. Hasta me alzó del suelo. “Estás loco, niño”, dije. “No sé, es que me dieron muchas ganas de abrazarte”.

Everardo no cargaba celular. Fue la última vez que platicamos. No volví a saber de él.

Fuente: https://suracapulco.mx/2018/02/13/las-mujeres-ayotzinapa-8/