Las mujeres de Ayotzinapa: Nicanora García González

Las mujeres de Ayotzinapa

Por Tryno Maldonado

Nicanora García González

Soy Nicanora García González. Tengo 54 años. Soy de la Costa Chica, municipio de Tecoanapa, Guerrero. Nos dedicamos al campo. A sembrar maíz, frijol, arroz. En mi casa hago pan para sacar a mi familia adelante. Los domingos hago el camino de tres horas hasta Ayutla para traer pescado fresco y venderlo. Nuestra casa es de tierra. Somos gente pobre. Es un solo cuarto.

Mi marido está enfermo. Tiene diabetes. Por eso no ha venido a Ayotzinapa. Yo prefería que se quedara allá para que no se le complicara. No quería tener dos preocupaciones. La de mi hijo y la de mi esposo. Pero le amputaron un pie. Le dolía. Desde que desaparecieron mi hijo se complicó su enfermedad. Se complicó todo.

Tengo poquitos hijos. Tres. Ya todos están casados. Pero ahorita ando atrás de éste que anda desaparecido: Saúl Bruno García. Tenía 18 años cuando se lo llevaron.

Desde mi pueblo se hacen siete horas para llegar a Ayotzinapa. Saúl me lo dijo así: “Mamá, yo me quiero ir a estudiar. Me gusta estudiar y quiero ser maestro. Para ayudarte en adelante y que ya no trabajes tanto”.

A Saúl le gusta pintar. Me dijo que terminando su carrera de maestro se iba a poner a trabajar y a estudiar otra carrera. Quiere estudiar diseño gráfico en México. Le dije que si él quería estudiar diseño gráfico desde un principio, mi dicho era que aunque me partiera la madre él iba a salir adelante.

La verdad yo no quería que viniera aquí, a Ayotzinapa. Le saqué ficha en otro lado. Allá por el Pericón hay otra normal rural. No sé por qué, le dije, pero no tengo confianza en esa escuela. Fue mi presentimiento. Sentía en mi corazón que no debía venirse. Así que fui con él a la otra escuela. Pasó muy bien todos los exámenes. Nos hicieron una encuesta para saber cómo vivíamos y los profesores nos dijeron que le iban a dar una beca. Saúl es un niño inteligente.

Pero nomás no quiso. “Yo me voy a Ayotzinapa porque allá se van mis compañeros”, dijo. Así que se vino con su mejor amigo, Leonel. Son amigos desde chiquitos. Fueron juntos a la primaria, a la secundaria, hicieron juntos el bachillerato. Hicieron las pruebas aquí y los dos se quedaron. Sí, ese mismo: Leonel Castro Abarca. Hoy los dos están desaparecidos. Se llevan muy bien. Dondequiera que estén, estoy segura de que están juntos.

Tengo fe en Dios en que los dos están vivos, en que van a regresar y que van a hacer sus sueños realidad. No estoy para cortarle las alas a mi hijo. Si cuando regrese él me dice que va a seguir estudiando, pues adelante. Aunque soy pobre, voy a ver el modo de ayudarlo.

Mira, en la casa Saúl tiene un engargolado de este tamaño. Puros dibujos. Desde que era niño me rayaba las paredes: me hacía dibujos del Sagrado Corazón, dibujos de Cristo… la Virgen de Guadalupe. En todas partes.

Yo le decía “mi niño chiquito”. También le decía “papi”. “Mira, papi, no me rayes ahí”. Pero él decía que se iba a ver bien, y ya cuando me daba cuenta tenía toda la pared dibujada. Desde que iba al jardín de niños le guardo sus dibujos. Para mí son muy importantes. Cada 10 de mayo me dibujaba una rosa y me escribía un poema. Todo lo que mi hijo me dio lo tengo guardado.

Saúl me decía que quería ser maestro para ayudar a la gente humilde como nosotros. Allá donde vivimos los maestros son los únicos que suben a ayudar a los campesinos, a los indígenas. Son los únicos que suben a ayudar a los humildes. El rico jamás va a dejar su comida buena para ayudar a los pobres. Tengo la fe en Dios en que mi hijo va a regresar y lo va a lograr. Dios le va a dar esa oportunidad de que ayude a los demás como siempre lo ha hecho.

Saúl y Leonel regresaron juntos al pueblo el 17 de septiembre, durante una semana de permiso. Saúl le ayudó esos días a su papá a doblar las mazorcas del maíz. El domingo se vino a la normal. Le encanta la pechuga de pollo. Le hice su molito. Fue la última vez que lo vi.

Siempre les he dicho a mis hijos que soy su madre, pero que también soy su amiga. Si algo sienten, cuéntenme, les digo. Cuando Saúl salió del bachiller me preguntó qué prefería yo: que se casara o que estudiara. Yo prefería que se casara. Así iba a tener a todos mis hijos cerca. Así yo me iba a poder morir tranquila. Mis tres hijos casados, con su hogar… Era lo que más me haría feliz.

Allá donde vivimos no entran las llamadas. No hay señal de teléfono. No tengo celular. Hay que caminar como media hora subiendo un cerro para encontrar señal. El viernes 26 les pasó el caso. No tenía ni ocho días que Saúl había ido a la casa. No habíamos podido hablar con él. Me enteré por el periódico, en Ayutla. Te digo que los domingos voy a comprar pescado. Vi el periódico y decía que los alumnos de Ayotzinapa tuvieron un enfrentamiento o algo así. En el periódico venía la foto de los muchachos. ¡Ay, no! ¡Yo creí que uno de ésos era el cuerpo de mi hijo! Era la foto del muchacho al que le quitaron todo el rostro.

Quizá mi corazón de madre presentía, no sé. Pero yo no quería que se viniera a estudiar aquí. El día que me avisaran que algo le pasó me iba a morir.

Fuente original: https://suracapulco.mx/2018/04/10/las-mujeres-de-ayotzinapa-11/