Recuerdos del Porvenir

Cabeza de Turco de Gunter Wallraff


La metamorfosis

Me he pasado diez años considerando la representación de este papel, acaso porque
presentía lo que me aguardaba. Lisa y llanamente: tenía miedo.

A partir de lo que contaban los amigos y muchas publicaciones pude formarme una idea
acerca de la vida de los extranjeros en la República Federal. Sabía que casi la mitad de
los extranjeros adolescentes padecen trastornos psíquicos al no poder digerir tantas y
tan desproporcionadas exigencias como se les imponen. Apenas tienen oportunidades en
el mercado de trabajo y para los que se han criado aquí no hay retorno posible a su país
de origen. No tienen patria.

El endurecimiento del derecho de asilo, la xenofobia, la creciente reclusión en ghettos
eran todas realidades de las que tenía noticia, aunque nunca las había vivido.

En marzo de 1983 puse en diversos periódicos el siguiente anuncio:

Extranjero, fuerte, busca trabajo, no importa cuál, incluso
pesado y de limpieza, también por poco dinero. Ofertas al
n.° 358458

No hizo falta gran cosa para ponerme a trabajar, para formar parte de una minoría
marginada, para estar abajo del todo. Encargué a un especialista que me fabricara dos
finas lentillas de contacto, de color muy oscuro, que pudiera llevar puestas día y noche.

«Ahora tiene usted una mirada penetrante, como la de un meridional», se asombró el
óptico. Sus clientes, por lo común, no le piden más que ojos azules.
Me encasqueté una peluca negra sobre mis propios y para entonces ya algo ralos
cabellos, lo que me hizo parecer varios años más joven. Pasaba por alguien que está
entre los veintiséis y los treinta años. Conseguí trabajos y ocupaciones a los que no
habría podido acceder si hubiera declarado mi verdadera edad; tengo ya cuarenta y tres
años. El papel que representaba me daba un aspecto, ciertamente, más juvenil, y de bien
conservado y eficiente, pero al mismo tiempo me convertía en un marginado, en la más
ínfima de las basuras. El «alemán que hablan los extranjeros», del que me serví durante
el tiempo de mi metamorfosis, era tan basto y torpe que cualquiera que se haya tomado
la molestia de escuchar de veras a un turco o un griego que viva aquí tendría que
haberse dado cuenta, en rigor, de que algo no cuadraba en mí. Me limitaba a omitir
algunas sílabas finales, a trastocar la construcción de la frase o, con frecuencia, a
emplear un somero chapurreo. Y el efecto fue tanto más desconcertante: a nadie se le
ocurrió desconfiar. Aquellas pocas nimiedades eran suficientes. Mi transformación hizo
que los demás me dieran a entender directa y francamente lo que pensaban de mí. La
escenificación de mi insensatez me volvió más avispado y me permitió obtener una
visión de la estrechez y la gélida frialdad de una sociedad que se considera a sí misma
tan sensata, tan superior, tan definitiva y tan justa. Yo era el bufón al que todo el mundo
dice la verdad sin tapujos.

Yo no era un turco auténtico, eso es cierto. Pero hay que enmascararse para
desenmascarar a la sociedad, hay que engañar y fingir para averiguar la verdad.

Aún no he llegado a saber cómo asimila un extranjero las humillaciones cotidianas, los
actos de hostilidad y odio, pero sí sé ya lo que tiene que soportar y hasta qué extremos
puede llegar en este país el desprecio humano. Entre nosotros, en nuestra democracia,
se da una parcela de apartheid. Mis vivencias han superado, en un sentido negativo, todas mis expectativas. En plena República Federal he vivido situaciones que, de hecho,
sólo se hallan descritas, por lo general, en los libros de historia del siglo XIX.
Cuanto más asqueroso y agotador era el trabajo, cuanto más exigía la puesta en juego de
mis últimas reservas, tanto mayor fue el desprecio y la humillación que sentí: es algo
que no sólo me ha hecho daño sino que, incluso psíquicamente, me ha conformado de
modo distinto. A diferencia de cuando estuve trabajando en la redacción del diario Bild,
en las fábricas y en los tajos he hecho amigos y he experimentado la solidaridad.

Amigos a los que, por motivos de seguridad, no podía revelar mi identidad. Ahora, al
estar el libro a punto de aparecer, es cuando he confiado el secreto a algunos de ellos. Y
ninguno me ha reprochado mi enmascaramiento. Al contrario. Me han comprendido y
han sentido también las provocaciones dentro de mi papel como liberadoras. No
obstante, y para proteger a mis compañeros, en este libro me he visto obligado a
cambiarles el nombre a buena parte de ellos.

Günter Wallraff

Colonia, 7 de octubre de 1985