Las mujeres de Ayotzinapa: Martina de la Cruz

Por Tryno Maldonado

Martina de la Cruz

Soy mamá de Jhosivani Guerrero de la Cruz. Tengo 56 años. Soy de Omeapa, Guerrero. Cuando pasó todo esto a lo mejor ya tenía una enfermedad. Pero después del 26 de septiembre de 2014 todo empeoró. Desde que pasó todo esto he sufrido más enfermedades que nunca. A lo mejor por la preocupación de no saber dónde están nuestros hijos. Ahí se complicó todo. Llevaba más de tres meses que no podía caminar por lo de las rodillas. Pero después de que pasó lo de mi hijo, no sé de dónde saqué las fuerzas para caminar por todo el país. Me dolían las rodillas. Se me regó el ácido úrico. Pero sigo caminando porque quiero saber de mi hijo. No sé cuántas marchas serán ya. Ya llevo más de cuatro años.

Sufro de gastritis. No comía. Caí en cama. Casi no me dejaban ir a las marchas. Por las malpasadas. Pero así he andado yo. No he parado. No he faltado a ninguna marcha. Sea como sea. Yo no puedo irme a la casa sin saber nada de mi hijo. Voy a seguir andando hasta saber la verdad, hasta saber lo que pasó.

Nosotras como madres lo sentimos más. Nosotras los parimos. A nosotras nos dolió. A los padres no les dolió parirlos. Cuando estaba mi hijo era diferente. Ahora que no tengo a mi hijo a mí no me gusta nada. No me gusta ir a fiestas. No me gusta ver juegos. Porque yo siento a mi hijo. Y cuando estoy aquí en la casa me siento mal. Al ver su cuarto donde dormía, su ropa, sus cosas que siguen aquí colgadas. No está a mi lado, pues.

Su cuarto casi no lo abrimos desde que se fue. Nada más lo llego a abrir para limpiarlo. No entra mi esposo. No entran mis otros hijos. No entra mi nuera. Al cuarto de Jhosivani entro nada más yo desde que desapareció. Lo vine a limpiar al año. Luego lo vine a limpiar a los seis meses. Ahora lo limpio más seguido. Cada quince días. No tengo valor de entrar. Cuando entro allí es puro llanto. Nada más de ver sus cosas…

Ya viste dónde está la cocinita. Está su cuarto enfrente. Su puerta está enfrente. Muelo la masa con el molino que tengo ahí y me recuerda mucho a mi hijo. Yo siento feo al entrar a su cuarto. Lo abro y digo: “Mi hijo, qué será de él. No sé nada de él. ¿Estará, no estará? ¿Qué estará pasando con mi hijo?”. Fotos de él. Cosas que ya no se puso. Tenis y un cinturón nuevo que ya no usó. Todo eso me recuerda muchas cosas.

El 20 de septiembre de 2014 fue la última vez que me vino a ver. Su bermuda, desde que se la puso, no la he lavado. Entre mis otros dos hijos se cooperaban para mandarle ropa desde Estados Unidos. Ve toda la ropa nueva de Jhosivani que tengo guardada ahí. Le volví a acomodar todas sus cosas. No me gusta que anden rodando. Le ordené sus tenis. Lo único que le cambié fue la cama. Mis hijos me decían: “No cambie la cama, para que cuando regrese mi hermano encuentre todo como lo dejó”. Nadie la usa. Nadie se mete ahí. Un día vinieron unos familiares de visita. Pero no dejé que ahí durmiera nadie. Esa cama no se puede ocupar porque es de mi hijo, les dije. Es puro llanto. Por eso ya no quiero entrar. Se siente feo.

Mas luego entro y le digo: “Ay, m’ijo, ¿dónde estás? Regresa. Regresa a tu cuarto. Yo no agarro tus cosas. Como las dejaste están. Regresa porque te necesito”. No tiene mucho que lo soñé. Hace dos semanas. Lo soñé como que estaba en una escuela. No supe qué escuela era. Había muchos muchachos en esa escuela. Llegué y le dije: “M’ijo, yo te necesito. Me haces mucha falta porque no tengo quién me ayude a hacer el quehacer”. Y él me contesta: “Pero si usted ni me viene a ver. Siquiera me habría de traer tortillas, porque las tortillas que me dan aquí donde estoy no me gustan”. Desperté y le comenté a mi familia. Lo vi como es él. Yo no quería despertar porque en el sueño estaba sentada con mi hijo. Lo sueño cuando mucho lo nombro, pues. Otra vez lo soñé y me dijo que estaba en la sierra de Puebla. “Estoy perdido con mis compañeros”, me dijo. Él me cuenta en los sueños que está perdido.

Nos afectó mucho cuando dieron la noticia de que era nuestro hijo al que le habían quitado el rostro. Aseguraban que era mi hijo. Aseguraban que habían visto cuando había caído. Nos fuimos a Iguala. Fuimos a identificar el cuerpo. Lo habían levantado en la mañana.

Pero le agarré la mano al muchacho, le enderecé los dedos de la mano y le revisé los dedos de los pies para verlos y le dije: “No puede ser que seas mi hijo”. Me cayó algo en el pecho. Como que me estaba ahogando. Y ya no pude verlo más. Mi hijo tenía unos barritos en el pecho. Y el muchacho sin rostro estaba limpio. “No es mi hijo”, le dije a mi esposo. Pero él insistía que sí. No tenía rostro. No sé si eso fue lo que me… no, no, no sé qué es lo que me pasó. “Cómo vas a saber tú si es o no mi hijo si yo le conozco hasta qué trusas usa –le dije a mi esposo. ¿Cómo puedes creer que es mi hijo?”. Pero era la misma estatura, me decían. Se veía que le habían quitado una muela. Y mi hijo tenía los dientes completos, bien parejos. “Es que no lo puedes reconocer porque le quitaron el rostro hasta las orejas”. Los ojos los tenía salidos. Los tenían ahí tirados donde estaba el cuerpo. No se podía reconocer. Yo pegaba de gritos diciendo que no era mi Jhosivani.

Después encontré a su esposa, Marisa. Ella pasó después de mí a reconocerlo. Cuando platicamos ella estaba muy triste. Luego que subieron su foto por el Feis ella dijo: “Éste es mi marido”. Y entonces comencé otra vez a agarrar valor. Mi hijo no era el que estaba fallecido. Era Julio César Mondragón.

A mi hijo se lo habían llevado.

Fuente original: https://suracapulco.mx/2019/01/22/las-mujeres-de-ayotzinapa-17/