Sobre la situación nacional - 2: artículos de Carlos Fazio

Romo y el saqueo de la Lacandona / I

La Jornada, 27 de agosto, https://www.jornada.com.mx/2018/08/27/opinion/017a1pol

Montado en la ola neoliberal de comienzos del siglo XXI, el “gobierno de los empresarios y para los empresarios” administrado por Vicente Fox lanzó en 2001 un millonario proyecto de “desarrollo” y “modernización” del sureste mexicano, que según la narrativa oficial transformaría de manera radical a toda la región. Con la zanahoria de fomentar el desarrollo del México pobre y con apoyo del aparato militar, el proyecto de intervencionismo estatal foxista subsidiaría, una vez más, a los grandes industriales del país y del exterior. La “misión” de Fox consistiría en acelerar la entrada en vigor de la segunda generación de reformas neoliberales y propiciaría el saqueo empresarial del campo mexicano iniciado tras las iniciativas salinistas de contrarreforma al artículo 27 constitucional y el fin del reparto agrario, que en 1992 estableció una nueva regulación de la tenencia de la tierra, en particular, del ejido. Ambas iniciativas fueron requisitos impuestos por Estados Unidos para que México pudiera entrar en el acuerdo de libre comercio de América del Norte.

De llevarse a cabo la “modernización” foxista, las comunidades originarias de Chiapas serían changarrizadas –según el eufemismo predilecto utilizado por Fox para aludir a la obligada proletarización del campesinado, al que pretendía reconvertirlo en mano de obra barata al servicio del sector maquilador y las agroindustrias trasnacionales– y perderían sus tierras, que serían privatizadas junto con los recursos naturales y genéticos de la región.

Así, la entrada a la “globalización” del campesinado pobre de Chiapas, Oaxaca, Guerrero y otros estados del sureste se haría por la vía de una metamorfosis que nada tenía que ver con la letra de los acuerdos de San Andrés, en particular con el cumplimiento del artículo 169 de la Organización Internacional del Trabajo, opuesto a los enfoques integracionistas y asimilacionistas del Estado neoliberal; los ejidatarios pasarían a ser peones dependientes, sin autonomía y sometidos a nuevas “tiendas de raya” trasnacionales.

En realidad, lo que estaba en disputa en Chiapas era el control y la propiedad de la selva Lacandona, muy rica en agua, hidrocarburos, madera y biodiversidad. Era predecible, además, que la zona padecería la “biopiratería” de los conocimientos etnobotánicos y farmacéuticos ancestrales de la población maya, que pretendían ser patentados por compañías como Diversa, Monsanto, Novartis y Savia –principales productoras mundiales de organismos genéticamente modificados– que ya operaban en la zona. De ahí que no fuera casual que el plan, que suponía una amplia ofensiva de inversiones estatales y privadas nacionales y extranjeras, estuviera tutelado por un viejo amigo de Fox, Alfonso Romo Garza, cabeza de los grupos Pulsar Internacional y Savia (antes Seminis), líderes mundiales en la producción y distribución de semillas híbridas (transgénicas) con actividades en 120 países, quien aparecía ya entonces en la lista de megamillonarios de Forbes.

El nuevo proyecto de conquista implicaría a corto o mediano plazo una lucha interoligárquica entre el empresariado moderno de Monterrey y sus aliados trasnacionales de México y del exterior, y los grupos tradicionales ultraconservadores y racistas de Chiapas: el viejo sector terrateniente y ganadero de tipo “feudal”, ligado al Partido Revolucionario Institucional, que ya no respondía a las necesidades del dios mercado.

La estrategia foxista para la entrada de grandes capitales a esa región de México –en particular Chiapas, Oaxaca y Guerrero, asiento de las guerrillas del EZLN y el EPR– era en realidad obra del ex subsecretario de Hacienda Santiago Levy, hombre clave de los “reformadores” Salinas y Zedillo. Bajo el nombre de “El sur también existe”, el proyecto fue adoptado por Fox y puesto bajo el monitoreo de uno de sus hombres de confianza: Alfonso Romo, designado ahora futuro jefe de la oficina de la Presidencia por Andrés Manuel López Obrador. En seguida de las modificaciones al artículo 27 constitucional, Romo, con cuantiosas inversiones en el sureste mexicano, dijo: “El proyecto Chiapas es el que más me gusta de todos mis negocios”. Las empresas de Romo en esa entidad se habían dedicado al monocultivo de productos de exportación, como la palma africana, plantas ornamentales y el bambú tipo Gandía, y se especuló entonces que detrás de las acciones “amigables al medio ambiente” de Pulsar se pretendía ocultar actividades de bioprospección y biopiratería, disimuladas con una gruesa capa de barniz ecologista.

Admirador de la revolución neoconservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, Romo decía estar convencido de que “la presión social no disminuye con balas, sino promoviendo riqueza”. Y él sabía cómo hacerlo. Lo que no dijo entonces −ni tampoco Fox− fue que el Plan Puebla-Panamá era la última fase de un plan contrainsurgente inscrito en una guerra de baja intensidad, que venía a sumarse a las labores de guerra sicológica, acción cívica, control de población y guerra sucia paramilitar desplegadas por el Ejército en los seis años anteriores. El PPP era la cara económica del plan militar “Chiapas 2000” de la Secretaría de la Defensa Nacional, dirigida a “quitarle las banderas” a los zapatistas sobre la base de la “legitimidad democrática” del nuevo régimen foxista.


Romo y el saqueo de la Lacandona / II

La Jornada, 10 de septiembre, https://www.jornada.com.mx/2018/09/10/opinion/020a1pol

En el marco de la guerra de baja intensidad contra el EZLN, el Plan Chiapas 2000 de la Secretaría de la Defensa Nacional fue un componente esencial del Plan Puebla-Panamá (PPP) diseñado en Washington; formó parte de un programa integral que combinaba intervencionismo político, económico y militar, pero que fue presentado por Vicente Fox en 2001 como plan de pacificación, desarrollo y creación de empleos. El PPP fue una manifestación genuina de la clase capitalista trasnacional de comienzos del siglo XXI, y pieza clave de un proyecto de alcance geoestratégico continental e imperial de Estados Unidos, en que participaron sectores del gran capital financiero, consorcios multinacionales y las oligarquías de los países del área.

En ese contexto, lo que estaba en disputa en la selva Lacandona eran vastos recursos acuíferos, de hidrocarburos y biodiversidad hasta entonces vírgenes y apetecidos por las corporaciones para la acumulación de capital. Debido a la abundancia de agua, las zonas abarcadas por el PPP eran consideradas idóneas para el nuevo patrón técnico de producción de inicios de siglo, en particular, la biogenética y las plantas forestales comerciales. Según el Banco Mundial, Chiapas era un “interesante campo experimental en biogenética y biodiversidad para los empresarios”. Y no era casual que Savia, la empresa de Alfonso Romo, fuera la sexta trasnacional del mundo en agrobiotecnología.

En el millón 879 mil hectáreas de la selva Lacandona –que concentraba ocho municipios bajo la influencia del EZLN– estaba 25 por ciento del agua superficial del país, que generaba entonces 45 por ciento del suministro hidroeléctrico, y la región albergaba más de la mitad de las especies mexicanas de árboles tropicales y 3 mil 500 especies de plantas. En el valle de Amador, donde el Ejército había tejido una red de instalaciones militares y tenía movilizados grupos aeromóviles de fuerzas especiales (Gafes), el petróleo se olía a ras del suelo, como había señalado al autor el subcomandante Marcos. Asimismo, en una carta a José Saramago, Marcos había dicho que en las áreas de Marqués de Comillas y Ocosingo había una inmensa “mina” de hidrocarburos, con un potencial estimado en 3 mil millones de barriles de petróleo. A su vez, el yacimiento Nazareth de Pemex se superponía con el poblado Francisco Gómez (antes La Garrucha), uno de los cinco Aguascalientes zapatistas, que quedaba “nadando” en el centro de ese yacimiento.

Los cuantiosos recursos acuíferos de Chiapas explicaban también las apetencias del capital “global” y las presiones para la privatización de la cuenca del Usumacinta y la construcción, con fondos privados, de ocho represas hidroeléctricas en la selva Lacandona. Proyecto menor, comparado con los programas de construcción de la Comisión Federal de Electricidad que, desde 1986, tenía previsto instalar 71 nuevas represas hidroeléctricas en Chiapas, que habrían de sumarse a las cinco que estaban operando. Los programas hidroeléctricos de la Lacandona contemplaban valles y cañadas donde se asentaban comunidades zapatistas, entre ellas las que surcaban el valle Amador, el Aguascalientes de Morelia y el municipio autónomo de Amparo Aguatinta.

No era difícil deducir que la “modernización” de Chiapas mediante las prácticas especulativas, depredadoras y fraudulentas propias de la ortodoxia neoliberal −incluida una nueva ronda de “cercamiento de los bienes comunales”, según escribiría por esos días David Harvey− significaría violencia y expulsión de pobladores. Por lo que no parecía casual que la saturación militar en las zonas de influencia zapatista hubiera sido guiada, más que por la amenaza guerrillera, por los intereses económicos y los planes de privatización de recursos geoestratégicos.

Los programas hidroeléctricos para la Lacandona servirían de apoyo a nuevos complejos urbano- industriales en Tabasco, el istmo de Tehuantepec y otras regiones. Y allí era donde parecía cuadrar como anillo al dedo el PPP, con su red de carreteras, el mejoramiento de puertos y aeropuertos y la modernización del Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, mediante inversiones públicas. El plan contemplaba “perfeccionar” las reformas a la legislación agraria y subsidios oficiales para enviar “buenas señales” a los inversionistas y acelerar la incorporación de capital privado en áreas de producción como la de derivados de petroquímicos básicos.

En ese marco no quedaba claro el apoyo de Fox a los acuerdos de San Andrés con el EZLN, cuyo aspecto medular preveía, tras una reforma constitucional, un nuevo pacto social que modificara de raíz las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales con el campesinado indígena. El proyecto contemplaba una serie de derechos y garantías, como el derecho de los pueblos originarios a su hábitat y al uso y disfrute del territorio, conforme al artículo 13.2 del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, suscrito por México. Para los “modernizadores” mexicanos los indígenas chiapanecos constituían un estorbo, por eso, de imponerse la nueva visión empresarial-gubernamental, sus derechos históricos sobre el control de las tierras, los bosques y recursos naturales habrían de ser arrasados, ahora, ante el único derecho reconocido por el capital trasnacional: la libertad del mercado.


Romo y el saqueo de la Lacandona / III

La Jornada, 24 de septiembre, https:// www.jornada.com.mx/2018/09/24/opinion/022a1pol

Como se ha mencionado en las dos entregas anteriores, el Plan Puebla-Panamá (PPP) encomendado por Vicente Fox en 2001 al entonces megamillonario Alfonso Romo Garza −futuro jefe de la oficina de la Presidencia de Andrés Manuel López Obrador−, fue una manifestación genuina de la clase capitalista trasnacional de comienzos del siglo XXI. El PPP fue diseñado en Washington en función de la industria de exportación estadunidense, y el gobierno mexicano participaría en él de manera subordinada a los intereses de la Casa Blanca, Wall Street y las empresas multinacionales con casa matriz en Estados Unidos (EU). La función destinada a Fox fue la de “enganchador” de los gobiernos de América Central.

Igual que en el Plan Colombia, uno de los propósitos de EU con el PPP fue intervenir en el conflicto político-social de México, para imponer y favorecer a las trasnacionales del petróleo (ligadas a la administración Bush), facilitar la privatización de las terminales aéreas y portuarias, la energía eléctrica, el agua y los hidrocarburos, proteger a los terratenientes empeñados en el desarrollo agroindustrial y ganadero extensivo y, principalmente, apoderarse sin restricciones de las enormes riquezas en biodiversidad de la selva Lacandona, los Chimalapas en los límites de Oaxaca y Chiapas, y el Corredor Biológico Mesoamericano, que llega hasta Panamá.

El PPP respondió a los intereses de seguridad nacional de EU y formó parte de un reposicionamiento geoestratégico del Pentágono en América Latina ante el creciente descontento popular desencadenado por las políticas neoliberales. A eso respondió también la nueva fase de militarización y paramilitarización de estados como Chiapas, Oaxaca y Guerrero, en lógica de contrainsurgencia.

Dos instrumentos clave para la puesta en marcha del PPP fueron el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que junto con el Fondo Monetario Internacional (FMI) forman lo que James Petras llamó entonces la “legión extranjera imperial”. Fueron las instituciones que utilizaron la Casa Blanca y los acreedores de Wall Street para imponer a México y América Latina el dogal de la deuda externa.

En marzo de 2001, el “mago” de las privatizaciones salinistas, Jacques Rogozinski, entonces director de la Corporación Interamericana de Inversiones, del BID, anunció que destinaría importantes recursos para integrar a México y Centroamérica con infraestructura empresarial. En 2000 México había captado 25 por ciento del financiamiento regional del BID (10 mil millones de dólares). En ese sentido, el PPP era un proyecto que serviría para gestionar créditos; es decir, Washington seguiría usando la política de la deuda condicionada como arma de dominación al servicio de sus intereses imperiales.

El PPP fue concebido como un proyecto de infraestructura empresarial inscrito en el Plan de Seguridad Nacional de EU, y uno de los objetivos de corto plazo fue crear corredores multimodales (carreteras, puertos, aeropuertos, vías ferroviarias) y la instalación de gasoductos y empresas ensambladoras en el sureste mexicano para generar “cadenas productivas”. Uno de los componentes básicos del PPP era la integración del istmo de Tehuantepec, viejo sueño que EU perseguía desde el siglo XIX.

La ideología del “changarrismo social” de Fox en el sureste intentó enmascarar una política destinada a convertir a México en país maquilador al servicio de las compañías estadunidenses, con base en la ventaja comparativa de la esclavitud salarial de la mano de obra istmeña y maya. Según el plan, se crearían empleos para “una fuerza de trabajo sin capacitación”, lo que respondía al interés de las maquiladoras que amenazaban con abandonar la franja ensambladora del norte del país ante “los altos costos de producción, la excesiva regulación, el encarecimiento de la mano de obra y la defectuosa infraestructura”. Para evitar que las maquiladoras abandonaran el país, Fox y Romo habilitaron el sureste mexicano con una política de exenciones fiscales y subsidios a las empresas, ofreciéndoles mano de obra campesina con sueldos de ganga y sin beneficios sociales.

El PPP ocultaba también una contrarreforma agraria ligada a la destrucción de ramas industriales vinculadas a los productos del campo. El PPP profundizaría la contrarreforma del artículo 27 constitucional, con el objetivo de enajenar tierras que seguían bajo el régimen ejidal o comunal para, una vez privatizadas, destinarlas a una agricultura de plantación que necesitaba de grandes extensiones para cultivarlas de manera tecnificada. Dicho proceso llevaría a un nuevo régimen de latifundios, en beneficio de monopolios y oligopolios multinacionales que se habían propuesto “transgenizar” y controlar la producción alimentaria del planeta. Como se dijo antes, una parte oculta del PPP era permitir la biopiratería de fundaciones y corporaciones como DuPont, Monsanto, Novartis, Diversa y Pulsar, de Alfonso Romo.

Otra fórmula “novedosa” que contenía el PPP fue la “asociación” de empresas de inversionistas tipo Alfonso Romo, Carlos Slim o Lorenzo Zambrano –financistas de la campaña electoral de Fox− con agricultores de la región, fueran ejidatarios, comuneros o pequeños propietarios: estos últimos pondrían la tierra como capital y contarían con la “opción” de trabajar en su propiedad a cambio de un salario.


Romo y el saqueo de la Lacandona / IV

La Jornada, 08 de octubre, https://www.jornada.com.mx/2018/10/08/politica/022a1pol

Uno de los objetivos primordiales del Plan Puebla-Panamá en la porción mexicana −como parte de un programa integral que combinaba intervencionismo político, económico y policiaco-militar subordinado a la “seguridad nacional” de Estados Unidos (EU)− tenía que ver con la biotecnología, ramo en que las empresas de Alfonso Romo, futuro jefe de la oficina de la Presidencia de Andrés Manuel López Obrador, destacaban a comienzos del siglo XXI, en particular en Chiapas.

Entendida como la aplicación comercial de técnicas de ingeniería genética, la biotecnología puede tener, también, usos en los campos civil y castrense con fines de contrainsurgencia, en el contexto del ya mencionado Plan Chiapas 2000 de la Secretaría de la Defensa Nacional, dependencia que junto con la Secretaría de Marina habían iniciado un acelerado proceso de subordinación militar al Pentágono; el llamado “tercer vínculo”.

Para comprender lo anterior es necesario romper el tabú impuesto hace más de dos décadas por la dictadura del pensamiento único neoliberal, y recuperar el análisis geopolítico y geoeconómico, develando la forma en que el capitalismo está pensando el espacio para que sea funcional a sus intereses corporativos. Lo que lleva evidentemente a otro componente esencial: la expansión del imperialismo en la actualidad.

Desde la perspectiva de lo geoeconómico y lo geopolítico, se puede evaluar cómo el contenido actual de las fuerzas productivas, sintetizado en las biotecnologías –pero que abarca también sectores como el de los hidrocarburos y la minería−, redefine los propios espacios naturales y sociales del planeta como reales fuerzas productivas estratégicas (capitalistas), y evidencia la interconexión del desarrollo tecnológico y el espacio físico mundial y del complejo espacio social (valoración, explotación, reproducción, lucha de - clases).

El tema remite, también, a la creación de una nueva estructura militar, que a partir de una decisión unilateral del entonces secretario de Defensa estadunidense, Donald Rumsfeld, entró en operaciones el primero de octubre de 2002: el Comando Norte (NorthCom), responsable de la defensa interior de Estados Unidos ante las nuevas amenazas surgidas de enemigos no convencionales, irregulares o asimétricos. Como zona geográfica México fue incluido de facto dentro de las estructuras del nuevo comando regional del Pentágono.

La creación del Comando Norte respondió a un relanzamiento de la visión más militarista de la Doctrina Monroe (“América para los americanos”), y como tal, junto con los restantes comandos del Pentágono, formó parte de una política expansionista imperial en beneficio de las corporaciones multinacionales con casa matriz en EU. Lo cual remite al concepto geopolítico de nación: la nación es una sola voluntad, un solo proyecto; es voluntad de ocupación y de dominación del espacio. Ese proyecto supone poder: la nación como un poder que impone su proyecto a los otros, los estados más débiles, que ofrecen menos resistencia (verbigracia México). Supone, pues, la conquista del espacio con sus recursos naturales, fuentes de materias primas, población con determinado poder adquisitivo (el espacio como mercado), situación con respecto a las grandes rutas marítimas y terrestres (de allí la importancia geoestratégica del Istmo de Tehuantepec).

Desde un inicio el Comando Norte tuvo un alcance geopolítico. Su proyección espacial tiene que ver con la geografía, la política, la economía capitalista (en cuanto a su funcionalidad para la extracción de plusvalía) y lo militar. Forma parte de una estrategia que remite a la idea de “espacio vital” ( lebensraum), con sus reminiscencias pangermanistas (el Estado como organismo en crecimiento) y hitlerianas. Tiene que ver con “perímetros de seguridad” y “fronteras inteligentes”, presiones raciales, económicas y poblacionales, objetivos de las potencias imperialistas que han cobrado nuevo auge en nuestros días. Visto así, Donald Trump es el último eslabón presidencial de un proyecto imperial que lleva años de gestación.

Como definió el sueco Rudolf Kjellen en 1916, “los estados están sujetos a la ley del crecimiento”. Los estados vigorosos que cuentan con un espacio limitado obedecen a un “imperativo categórico” de extenderlos, ya sea por la colonización, la anexión o la conquista. A ellos, la geopolítica les reserva un destino manifiesto. Es en ese mismo sentido que Lacoste nos remite a “la geografía de los militares y las empresas multinacionales”.

Ante una eventual pérdida de hegemonía de EU, la administración Bush recrudeció la diplomacia de guerra y sus programas de inteligencia y contrainsurgencia encubiertos bajo la “guerra al terrorismo”, incluida su proyección sobre México, con la sumisa aquiescencia y subordinación de Vicente Fox y su canciller Jorge##G. Castañeda Gutman (y luego de Felipe Calderón). En ese contexto, el Comando Norte fue el componente militar de un proyecto global que incluyó al Tratado de Libre Comercio de América del Norte y al Plan Puebla-Panamá, y cuyo significado estratégico fue la posesión y el control del espacio geográfico como fuerza productiva, en el contexto de una lucha interimperialista de EU con sus competidores capitalistas industrializados.


Romo y el saqueo de la Lacandona / V

La Jornada, 22 de octubre, https://www.jornada.com.mx/2018/10/22/opinion/023a2pol

En nuestra entrega anterior aludíamos a la conjunción, en 2002, del Plan Puebla-Panamá y el Comando Norte del Pentágono como parte de un proyecto geopolítico y de seguridad nacional de Estados Unidos, que merced a la “doctrina Castañeda” y la “cesión inteligente de soberanía” que la administración de Vicente Fox habilitó en el sur-sureste de México como un “espacio vital” (Lebensraum) a ser conquistado, ocupado y dominado por la hegemonía del sistema capitalista, con su lógica perversa: la producción de riqueza para las corporaciones trasnacionales y el despilfarro y la consecuente destrucción del medio ambiente.

Cabe abundar en que más allá de sus componentes militar (contrainsurgencia y la localización de recursos bióticos apetecidos por la industria armamentista para la fabricación de armas biológicas) y de control migratorio (el Plan Puebla-Panamá como primer “muro” de contención de migrantes centroamericanos que intentaban llegar a la meca del capitalismo), el Comando Norte y el PPP fueron diseñados como parte de un proyecto destinado a lograr el dominio sobre zonas biológicamente megadiversas en el traspatio subordinado del imperio.

Por esos años, Norman Myers había clasificado a América Latina como el “epicentro de la biodiversidad mundial”, porque conjuga riquezas terrestres y marinas que la ubican como la principal reserva de bosques tropicales (más de 60 por ciento de los que aún existen en el mundo) y la segunda reserva marina después de la región de Indonesia. Al respecto, Centroamérica, con sólo 0.4 por ciento del territorio mundial, concentra 7 por ciento de la biodiversidad biológica del orbe y, a su vez, México, con 1.5 por ciento del territorio planetario, alberga entre 10 y 12 por ciento de la biodiversidad del globo.

Se trata de zonas donde se encuentran corredores biológicos y áreas naturales protegidas que, como en el caso de los Montes Azules, en Chiapas (zona de influencia zapatista), están habitadas por comunidades indígenas que han conservado y desarrollado culturas precapitalistas y cuentan con un conocimiento milenario que ha sido privatizado y patentado por compañías trasnacionales con la excusa pueril del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y fundaciones privadas del gran capital, de “conservarlo”, con el agregado de que cada corredor implica una homogeneización de las políticas, licencias y demás mecanismos para acceder a la biodiversidad, así como “enganchar” los asentamientos indígenas y campesinos para vincularlos a la brevedad al proyecto como mano de obra barata, casi esclava, la famosa ventaja comparativa del Plan Puebla-Panamá.

Hay que recordar que a partir de 2002 y en los años iniciales de la guerra de contrainsurgencia de Salinas/Zedillo en Chiapas, el Grupo Savia (Pulsar, de Alfonso Romo, y sus subsidiarias Agrosem y Seminis), entonces quinto líder mundial en semillas y primero en hortalizas y frutas, había establecido bajo la óptica neoliberal el Centro Internacional de Investigación y Capacitación Agrícola en Frontera Hidalgo, mientras impulsaba un esquema de monocultivo de transgénicos en esa entidad, muy criticado por sus efectos devastadores en los ecosistemas, lo que afectó de paso la producción indígena de autoconsumo y a los pequeños productores.

Hay que desmitificar la idea sobre la preocupación per se que representan los capitales internacionales y las empresas de capital mexicano como Pulsar, por defender el medio ambiente. Se trata, más bien, de una pantalla del proceso de saqueo, biopiratería y explotación depredadora de los recursos por el gran capital. Según consignó entonces Gian Carlo Delgado en La amenaza biológica, al final de la Segunda Guerra Mundial, en el marco de Bretton Woods, el secretario del Tesoro estadunidense, Henry Morgenthau, señaló que el Banco Mundial fue el que concibió como parte de un mundo “en el cual el comercio y la inversión puedan ser realizados por empresarios operando bajo principios empresariales”. No parece casual que medio siglo después, bajo la hegemonía de EU, el Banco Mundial estuviera metido hasta las orejas en los planes privatizadores del sur-sureste de México, cuando el país era administrado por “un gobierno de empresarios para los empresarios” (Fox dixit).

Eso era en parte lo que explicaba la vasta proyección de fuerza militar estadunidense sobre áreas ecológicas relevantes del sur-sureste de México y Centroamérica, que abarcaba al Corredor Biológico Mesoamericano, donde se aplicaba el Plan Puebla-Panamá (y sus posteriores cambios de nombre a Iniciativa Mesoamericana con Felipe Calderón y luego a Zonas Económicas Especiales, bajo el mandato de Enrique Peña Nieto).

Otro aspecto clave, junto con el fracasado proyecto del aeropuerto en San Salvador Atenco, era el eje Coatzacoalcos-Salina Cruz. Ambas terminales marítimas, ubicadas en el Golfo de México y sobre el Océano Pacífico, respectivamente, son a su vez los dos polos del Istmo de Tehuantepec, cuya importancia geopolítica, derivada de su excepcionalidad como potencial puente comercial interoceánico, fue de forma tempranera destacada por Hernán Cortés en sus cartas al emperador Carlos V. En torno de ese corredor transístmico, los tres últimos gobiernos mexicanos y sus patrocinadores foráneos han pretendido erigir una zona económica exclusiva al servicio de las corporaciones trasnacionales.


AMLO vs. la dictadura del “mercado”

La Jornada, 05 de noviembre, https://www.jornada.com.mx/2018/11/05/opinion/016a2pol

La decisión del presidente electo Andrés Manuel López Obrador (AMLO) de cancelar la construcción del aeropuerto en Texcoco escaló la insurgencia plutocrática (Robert J. Bunker) y colocó en el orden del día la disputa por la hegemonía y el ejercicio del poder político. Con ello, y más allá de los mitos geniales acuñados por la ideología neoliberal y sus papagayos mediáticos, afloró una vez más la contradicción entre el cascarón de la democracia formal mexicana y la dictadura privada del capital.

AMLO y Morena ganaron las elecciones de forma contundente, pero la nueva hegemonía implícita en la “cuarta transformación” de México no se materializará en poder si no se lleva a cabo un cambio político, social y económico que restituya la res publica (la República); si la sociedad no pone límites y reglas a la plutonomía (Citicorp).

Aunque el proyecto reformista de López Obrador no busca romper con el capitalismo, sino mitigar un poco su voracidad depredadora y gestionarlo desde un prisma redistributivo, para concretarse requerirá de la construcción de un poder popular fuerte y consciente; de una mayoría social que prime sobre los mercados y no a la inversa, pero que en sus inicios operará en el seno de una formación social concreta, con sus subordinaciones y sus estructuras, con sus relaciones materiales constituidas y sobredeterminadas por la existencia de un modelo específico, el capitalismo neoliberal, que al amparo de un Estado niñera militarizado funciona al servicio de una oligarquía rapaz.

Cualquier modificación de la actual formación social pasará por conquistar la posibilidad de hacer “política”; por transformar la realidad. De allí que la “cuarta transformación” implique modificar la actual correlación de fuerzas, con la salvedad de que la relación de fuerzas material no siempre se corresponde##con la relación de fuerzas a nivel político. Y que no se podrá reformar el neoliberalismo sin tocar a las instituciones que le sirven de soporte. Es decir, sin reconstituir el Estado, sin dotarlo de una nueva arquitectura institucional democrática. Por lo que el “cambio de régimen” no se reduce a la tríada corrupción-impunidad-simulación.

En ese contexto, con las escaramuzas en torno al nuevo aeropuerto como telón de fondo de la coyuntura, recrudeció la puja entre quienes buscan perpetuar el “capitalismo de compadres” clientelista ( crony capitalism) y quienes quieren separar el poder corporativo trasnacional del poder político. Entre una corporatocracia amoral, que no está en los negocios para ser humanitaria sino para que extraer beneficios y aumentar sus acciones al máximo, y quienes buscan limar las aristas más perversas de la dominación y la explotación de clase.

Ante el diluvio de distorsión ideológica y la catarata de anuncios apocalípticos (desplome de la inversión, debacle bursátil, devaluación, grave incertidumbre económica, amparos, demandas ante tribunales internacionales) propalados por quienes tienen la función de representar a “los mercados”, conviene precisar que éstos responden a las decisiones individuales o grupales de los jefes −casi siempre innombrables– de poderosos clanes familiares (Slim, Larrea, Baillères, Hank , Salinas de Gortari, Vázquez, Azcárraga, Tricio, Salinas Pliego, Ramírez, Coppel, González et al.); de un reducido grupo de accionistas de grandes corporaciones empresariales (por ejemplo, en México, el Grupo de los 10 de Monterrey, Grupo Carso, Hermes, Grupo México, ICA, Grupo Peñoles, etcétera); directivos de bancos como JP Morgan, Citigroup, Bank of America, HSBC, Santander, BBVA Bancomer, Banorte, UBS y otros; de fondos de inversión tipo Black Rock, AXA, Capital o Goldman Sachs; calificadoras de riesgo como Moody’s, Fitch Ratings, Morgan Stanley y Standard and Poor’s; fondos de cobertura (hedgefund, los tiburones del embravecido mar de “los mercados”), y los capos/as de los “perros guardianes” de la potencia imperial: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que dependen del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.

Así, manipular, amenazar y meter miedo mediático con “los mercados” y “la inversión”−descritos como si fueran fuerzas de la naturaleza o entes con voluntad propia, y no el resultado de decisiones económicas y políticas tomadas por poderosos grupos corporativos en función de un análisis de costo-beneficio− sólo busca perpetuar el poder de unas “élites extractivas” (Acemoglu/Robinson) que históricamente han atacado a la democracia, el estado de derecho, la ciudadanía y los derechos humanos.

Grupos de interés que en el marco de la actual fase del capitalismo financiero y especulativo –también llamado “capitalismo de casino”, con sus ludópatas, buscadores de rentas, traficantes de influencia y beneficiarios de la corrupción− y de una teologización del mercado, han dado paso en México, en los últimos 35 años, a un régimen absolutista que combina la plutocracia con la cleptocracia. Ese viejo régimen, contra el que votaron 30 millones de mexicanos, es el que hay que desmontar y desmantelar. Pero no será fácil. La insurgencia plutocrática (es “una guerra de clases y mi clase la está ganando”, Warren Buffet dixit) intensificará su ofensiva; lo de ahora fue sólo un aviso. De allí la necesidad de un pueblo consciente y organizado.


Reformismo o barbarie I

La Jornada, 26 de noviembre, https://www.jornada.com.mx/2018/11/26/opinion/015a1pol

La toma de mando de Andrés Manuel López Obrador el primero de diciembre entraña la posibilidad de un cambio radical del régimen político mexicano. La disyuntiva planteada desde su campaña por el presidente electo fue la “cuarta transformación” institucional y de la vida pública de México, como antónimo de la “continuidad” de los regímenes neoliberales de los últimos 30 años. En buen romance, reformismo o barbarie.

La contradicción cambio o continuidad neoliberal pasa por analizar cómo se inserta hoy México en el mundo y hacia dónde podría encaminarse en el marco de un sistema capitalista en crisis. La contrarrevolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que derivó en las “reformas estructurales” del Consenso de Washington en 1989 (privatización, desregulación de los mercados y liberalización de los flujos de capital de inversión y bienes a lo largo de las fronteras nacionales), fue diseñada para abrir paso a la expansión del capital y a una nueva oleada de desarrollo capitalista y explotación imperialista.

Las principales consecuencias de la estrategia neoliberal y el capitalismo de “libre mercado” en los países de América Latina y México fueron una gran acumulación de capital basada en el robo, despojo y saqueo de los recursos naturales y humanos, la devastación ecológica y la destrucción del tejido social de las comunidades afectadas por el proceso de extracción depredadora y rapaz de materias primas, además del surgimiento de una resistencia anticapitalista y contrahegemónica extendida (el campesinado indígena en la cordillera de los Andes, el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra en Brasil, el neozapatismo en México) que llevó a una nueva y violenta forma de lucha de clases.

Dicha fase estuvo signada por procesos de financiarización y reprimarización de la economía, con eje en un modelo imperialista extractivista, que en la etapa siguiente, a comienzos del siglo XXI, dio paso a un nuevo consenso pos-Washington sobre la necesidad de una forma más regulada y “juiciosa” de desarrollo capitalista.

La transición de la “era neoliberal” al imperialismo extractivista (con Estados Unidos como hegemón del sistema capitalista) se dio acompañada del auge de los commodities, incentivado por la demanda de energía, minerales y metales industriales, productos agroalimentarios y otros recursos naturales asociados, combinado con inversiones de carácter global y la especulación financiera.

Debido al afán de lucro de las corporaciones globales aliadas con el capital financiero y los intereses geopolíticos y geoestratégicos de la nación imperial (EU), esas actividades expandieron la frontera extractiva hacia áreas remotas donde aún quedan enormes reservas sin explotar de minerales (oro, plata, hierro, plomo, estaño, bauxita, cobre, zinc, etcétera), fuentes de energía (petróleo, gas, carbón, uranio, recursos hídricos, energía eólica) y productos agroalimentarios, lo que bajo formas de guerra híbridas o difusas y una ocupación neocolonial de territorios basada en la contrainsurgencia (guerra al terrorismo, a las drogas, al crimen organizado, etcétera) desató conflictos sociales por los derechos territoriales, ligados a un nuevo ciclo de cercamiento y desposesión de lo que queda de los bienes comunales globales, y la privatización y mercantilización de la tierra, el agua y la biodiversidad, entre los agentes del capital global y los movimientos indígenas y campesinos sin tierra o semiproletarizados, que vieron degradados sus ecosistemas, de los cuales dependen sus comunidades y su forma de vida y cultura.

En ese contexto, junto con las extraordinarias ganancias que genera la demanda de esos recursos, principalmente no renovables, cabe resaltar que el neoextractivismo imperialista de comienzos del siglo XXI estuvo sustentado en un nuevo ciclo de inversión extranjera directa (IED) a gran escala por corporaciones trasnacionales, para la exploración y extracción de minerales, metales, combustibles fósiles (hidrocarburos), biocombustibles y productos agroalimentarios (como soya y palma africana), a lo que se sumaron los préstamos condicionados del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que dependen del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.

Cabe consignar, asimismo, que en el aterrizaje del nuevo modelo de desarrollo extractivista, el Estado imperial jugó un papel principal en el apalancamiento del acceso a los territorios, la tierra como mercancía, la mano de obra barata y los recursos extraídos (el botín) para sus empresas multinacionales, y también en la cooptación de las élites locales clasistas y colaboracionistas, vía la presión político-diplomática y militar, el chantaje, la corrupción y los sobornos.

En México, la transición del capitalismo de “libre mercado” con elecciones (fundamentalismo neoliberal+democracia formal) al actual modelo extractivista, se dio en forma de megaproyectos inscritos en sucesivos planes geopolíticos imperiales articulados, verbigracia, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (1994), el Plan Puebla-Panamá (2001), la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (2005), la Iniciativa Mérida (2007) y las zonas económicas especiales (2012). Es decir, una territorialidad de la dominación geopolítica en constante rediseño.


Reformismo o barbarie II

La Jornada, 03 de diciembre, https://www.jornada.com.mx/2018/12/03/opinion/015a1pol

En la actual coyuntura, con Donald Trump en la Casa Blanca y dada su adicción a los combustibles fósiles y su negacionismo climático −y a la deuda que tiene con los intereses de las megacorporaciones del sector, Exxon Mobil y Chevron, fundamentalmente−, en nombre de la seguridad nacional, la territorialidad de la dominación geopolítica está centrada en la militarización de la política energética de Washington y enfocada a la máxima extracción y explotación posible de petróleo y gas natural libres de restricciones y regulaciones, como vía para conseguir que Estados Unidos se asegure la dominación del mundo.

Junto con el sector de los hidrocarburos, la inserción de México en el modelo del imperialismo extractivista de comienzos de siglo, convirtió al sector minero en el cuarto más importante en ingresar divisas al país, después de la industria automotriz, el petróleo y las remesas. Tras la promulgación de la nueva ley minera por Carlos Salinas de Gortari en 1992 y el proceso de privatización del sector, que propició una mayor participación extranjera en la exploración y explotación de minerales, sucesivos gobiernos mexicanos repartieron cientos de concesiones dando inicio a un nuevo ciclo de pillaje.

De las 288 compañías mineras extranjeras que operan en México, 208 son canadienses; a la cabeza figuran Goldcorp, New Gold, Alamos Gold, First Majestic Silver y Fortuna Silver Mines. Asimismo, a raíz de las privatizaciones y el remate de las compañías del sector público y de reservas minerales, surgirían tres grandes compañías mineras mexicanas: Minera Frisco, de Carlos Slim; Industrias Peñoles, de Alberto Baillères, y Grupo México, de Germán Larrea. Ni más ni menos que el primero, el tercero y el cuarto hombres más ricos de México.

La llegada de la megaminería y otras formas de extracción de capital a las llamadas “regiones de refugio” (Gonzalo Aguirre Beltrán), habitadas por comunidades indígenas y familias rurales pobres que practican una agricultura de subsistencia, desató conflictos por “cómo deben ser gobernados esos territorios y por quién”; por el “significado” que deben tener esos espacios. Pero el telón de fondo estructural de tales conflictos surge de las políticas neoliberales que dieron al capital trasnacional acceso a los recursos minerales del país mediante regulaciones mínimas, permitiéndole utilizar tecnología de punta que envenena y/o destruye el ambiente (contaminando el agua y el aire), al tiempo que despoja a las comunidades de su patrimonio, poniéndolas en manos de compañías privadas.

Desde que en 2003 David Harvey advirtió que la guerra y la acumulación por desposesión eran los mecanismos primordiales del capitalismo del siglo XXI, se recrudeció en México la privatización de la tierra y la expulsión forzada de poblaciones indígenas y campesinas. Se “legalizó” la conversión de los derechos de propiedad ejidal o comunal en derechos exclusivos de propiedad privada, lo que en el marco de un proceso neocolonial e imperial de apropiación de recursos naturales, derivó en una creciente supresión de formas alternativas (indígenas) de producción y consumo. El neoextractivismo implicó un nuevo “cercamiento” de los bienes comunes de la tierra y el agua, separando a los productores directos de sus medios de producción con el propósito de extraer y explotar y beneficiarse de los recursos humanos y naturales movilizados en el proceso.

A escala regional, desde comienzos de siglo existen dos modelos a discusión sobre el neoextractivismo. Uno es el adoptado por gobiernos de países como Colombia y México, con base en el Consenso de Wa- shington (ahora de Davos), que requiere de la inversión extranjera directa a gran escala, la participación de la plutocracia y el apoyo activo por parte del Estado. Es el modelo que hizo megamillonarios a Slim, Baillères y Larrea, entre otros.

El segundo modelo, construido por economistas de la Cepal, adoptó la forma de un “extractivismo progresista con desarrollo incluyente” (nacionalismo de los recursos o activismo estatal incluyente). Ese modelo, como lo han sintetizado James Petras y Henry Veltmeyer, se basa en un pos-Consenso de Washington sobre la necesidad de “traer de regreso al Estado” interventor, estableciendo un mejor equilibrio entre el Estado y el mercado para producir una forma más incluyente de desarrollo (neodesarrollismo), preocupado por y centrado en la reducción de la pobreza extrema.

Dicho modelo, aplicado con matices por los gobiernos progresistas de Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa, en Ecuador, se asienta en la creencia de que aunque necesite ser reformado, el capitalismo es el sistema operativo más eficiente, combinado con la preocupación por un mejor equilibrio entre el mercado de los grandes capitalistas (plutonomía) y el Estado. Como sostienen Petras y Veltmeyer, se cree que ese equilibrio se asegura con una “dosis juiciosa” de inversión extrajera directa y una mezcla de “desarrollo capitalista amigable con el mercado”, inserción de la economía local en circuitos de producción y cadenas de valor globalizados, “responsabilidad empresarial social y ambiental” y “una pizca de nacionalismo y activismo estatal incluyente”. En otras palabras, “capitalismo populista” o “una mezcla de capitalismo con socialismo”. Una suerte de nuevo Estado benefactor.


Reformismo o barbarie III

La Jornada, 17 de diciembre, https://www.jornada.com.mx/2018/12/17/opinion/015a1pol

Entre el modelo neoextractivista de Davos, profundizado en México durante las administraciones de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña, que forjó megamillonarios como Carlos Slim, Alberto Baillères y Germán Larrea (cuyas fortunas sumadas equivalen según Forbes a 95.2 mil millones de dólares) y que sumió al país en una grave crisis social signada por una barbarie que derivó en catástrofe humanitaria y el extractivismo progresista con desarrollo incluyente (nacionalismo de los recursos o activismo estatal neodesarrollista), el régimen de la “cuarta transformación” de Andrés Manuel López Obrador parece inclinarse por éste último.

La necesidad de traer de regreso al Estado interventor con enfoque social, estableciendo un mejor equilibrio entre éste y el mercado de los grandes capitalistas (plutonomía), con la finalidad de insertar a la economía mexicana en circuitos de producción y cadenas de valor “globalizados” para generar una forma más incluyente de desarrollo, está marcada por la nueva política energética nacionalista −con eje en el “rescate” de las paraestatales Petróleos Mexicanos y Comisión Federal de Electricidad− y los megaproyectos de infraestructura del sur-sureste del país: el Tren Maya y el llamado Corredor Comercial y Ferroviario del Istmo de Tehuantepec (como en la fase imperialista del capitalismo del siglo XIX, el ferrocarril como motor de “desarrollo” y generador de “progreso”).

Los territorios son hoy el centro estratégico de la competencia mundial y las relaciones de poder. La territorialidad capitalista y la historia de la colonización −y del neocolonialismo− son a la vez la del reparto de territorios. Ello, porque el sistema-mundo capitalista es dinámico y continuamente reconfigura de manera conflictiva o violenta la distribución geográfica de los distintos procesos productivos, en función de un patrón energético y disciplinario que garantiza altas tasas de acumulación por despojo, el acceso a mercados, la disponibilidad de fuerza de trabajo y recursos naturales; lógica a la que no escapan la Península de Yucatán y el Istmo de Tehuantepec.

Desde inicios del siglo XXI esas áreas geográficas fueron escenario del Plan Puebla-Panamá (PPP/Fox, 2001), luego Iniciativa Mesoamericana (IM/Calderón, 2008) y de las zonas económicas especiales (ZEE/Peña Nieto, 2012). El PPP, la IM y las ZEE fueron diseñados en Washington en función de los objetivos geoestratégicos y de seguridad nacional de Estados Unidos y los intereses de las corporaciones del complejo militar-industrial ligadas al Pentágono y a la diplomacia de guerra de la Casa Blanca, y de aprobarse el llamado T-MEC entre México, EU y Canadá, el vasallaje del eslabón más débil de la cadena trilateral podría profundizarse.

Lo anterior guarda relación con el papel del Estado en el régimen de la “cuarta transformación”. Huelga decir que ganar el gobierno no modifica al Estado más que a largo plazo. Y que ese largo plazo será diseñado por la intervención de todas las fuerzas presentes (y en disputa) en la sociedad. Si llegar al gobierno indica un cambio en la correlación de fuerzas y da posibilidades de planificar el desarrollo y forjar un Estado garante de derechos sociales y económicos; de inducir políticas sociales y redistributivas de arriba hacia abajo (en vez del Estado “nana” neoliberal, que redistribuía hacia arriba), y de abrir más espacios a la participación democrática, también es cierto que el nuevo gobierno habrá de cargar con la inercia burocrática heredada, los intereses creados (colosales concentraciones de riquezas capaces de hacer arrodillar presidentes) y la seudocultura del gatopardismo de incontables apparátchiks (miembros de la partidocracia de siempre), amén de la resistencia organizada de la clase dominante (la insurgencia plutocrática) y sus terroristas mediáticos, opuestos a todo cambio de régimen que afecte sus intereses y que ya impulsan una restauración conservadora.

Las políticas de estatización de los bienes de la naturaleza –los hidrocarburos y las fuentes de energía para generar electricidad− podrían permitir aumentar la capacidad soberana del Estado, pero no es seguro que permita una capacidad soberana de la sociedad (que la economía sirva a la gente y no al revés). Habrá que ver, además, si la estatización se acompaña de un cambio de criterio en el terreno de la apropiación; si implicará una reconsideración ecológica real y si modifica o no el modo de producción. El extractivismo es un medio técnico para obtener un mayor excedente económico susceptible de ser redistribuido para satisfacer las necesidades urgentes de la sociedad. Avanzar hacia un régimen económico con mayor justicia y menor explotación del trabajo dependerá de cómo se utilice ese sistema técnico y de cómo se gestione la riqueza así producida. Y allí, la relación del ser humano con la naturaleza es clave.

En perspectiva, las políticas de estatización podrían limitar la intervención de megacapitales privados (de algunos plutócratas de la llamada “mafia del poder”) y regular la relación capital nacional-extranjero (en ese sentido se ampliaría la soberanía del Estado), pero habrá que ver si modificarán sustancialmente la relación capital-trabajo o capital-naturaleza. Es posible que se pongan algunos límites al capital, pero no al capitalismo.


Plan Marshall e imperialismo de fronteras

La Jornada, 31 de diciembre, https://www.jornada.com.mx/2018/12/31/opinion/014a1pol

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha planteado una política de prudencia y no confrontación con Estados Unidos, apegada a la doctrina y los principios de política exterior establecidos en el artículo 89 de la Constitución. En ese sentido, y de cara a la crisis migratoria desatada por la llegada de miles de hondureños en tránsito hacia el vecino del norte en busca de asilo, el mandatario mexicano propuso a Donald Trump un programa de inversión semejante al Plan Marshall para la reconstrucción de Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial.

Con base en cuatro ejes: migración, comercio, desarrollo económico y seguridad, el plan pretende aplicarse en estados del sur-sureste de México y el llamado triángulo del norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador y Guatemala). Buscando limar la violencia estructural del capitalismo actual (son desplazamientos forzados por el terror criminal/estatal), México destinará en los próximos cinco años 25 mil millones de dólares con la finalidad de crear lo que el canciller Marcelo Ebrard llamó una “zona de prosperidad”.

Para tales efectos, López Obrador ha diseñado la construcción de un Tren Maya en la península de Yucatán, la activación del Corredor Comercial y Ferroviario del Istmo de Tehuantepec y la siembra de un millón de hectáreas de árboles maderables y frutales, que generarán 400 mil empleos, además de otros proyectos productivos que demandarán fuerza de trabajo, de centroamericanos incluida.

Según el Departamento de Estado, Washington aportaría sólo 2.5 mil millones de dólares, monto que no vendría del erario, sino que serían potenciales inversiones y préstamos del sector empresarial y bancos multilaterales, avalados por la Corporación de Inversiones Privadas en el Extranjero, institución financiera gubernamental facilitadora de capital para proyectos de desarrollo “comercialmente viables”. Más deuda, pues. Y nada comparable con los 13 mil millones de dólares (de la época) del Plan Marshall.

López Obrador –quien vio como “extraña” y “sospechosa” la caravana migrante hondureña en vísperas de las elecciones primarias de noviembre pasado en Estados Unidos– ha rechazado el esquema propuesto por la administración Trump conocido como “tercer país seguro”, mediante el cual México deberá aceptar a miles de centroamericanos mientras las cortes estadunidenses deciden su suerte; lo que significaría en los hechos establecer campos de refugiados en México.

Desde el lanzamiento de su campaña electoral en junio de 2015, Trump hizo del control migratorio en la frontera sur de Estados Unidos uno de los principales ejes de su política bilateral con México y los países centroamericanos. Asimismo, explotó de-magógicamente la premisa racista y xenófoba de que millones de indocumentados nacidos en México eran asesinos, narcotraficantes y violadores (los bad hombres), y también ladrones de empleos. Para frenar la migración propuso construir un “bonito muro” y en sus mítines se podía escuchar “construyamos el muro” y “matémoslos a todos”.

Pero la militarización y la extensión de una valla de seguridad a lo largo de la frontera común de 3mil 169 kilómetros con México son la continuación de la Operación Guardián iniciada en 1994 de manera preventiva por William Clinton (como ominoso complemento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte), quien dispuso la construcción de 600 kilómetros de muros, unos 800 de barreras y el incremento de la vigilancia mediante helicópteros artillados, tecnología de punta (detectores de movimiento, sensores electrónicos y equipos con visión nocturna) y policías especializados.

Desde entonces, con sus demonizaciones y criminalizaciones −y más allá de los afanes releccionistas de Trump−, el imperialismo de fronteras ha significado un lucrativo negocio para las industrias militares y de seguridad que proveen el equipamiento y los servicios para el control migratorio. Con su extensión: el neocolonialismo de fronteras, aplicado ahora por Washington bajo la virtual imposición a México del esquema “tercer país seguro” (o zona de retención) en ciudades como Tijuana.

En rigor, las negociaciones de Trump con el gobierno de Enrique Peña Nieto para transformar a México en un centro de detención migratorio y de proceso de asilo para originarios de Honduras, El Salvador y Guatemala, se iniciaron en mayo de 2018 y fueron parte de la renegociación del TLC.

Nunca quedó claro si el plan Quédate en México, destapado por Trump vía Twitter, incluía financiamiento estadunidense, según ocurre en otros modelos vigentes como el de Australia con Papúa Nueva Guinea, de Alemania con Austria y el de la Unión Europea con Turquía. Sólo que el concepto “tercer país seguro” se refiere a una excepción al derecho de asilo, y el término “seguro” implica un país donde se respetarán los derechos humanos y el principio de non–refoulement (no renvío al país de origen), condiciones que no se cumplían en el México de Peña Nieto.

El 20 de diciembre, el Departamento de Seguridad Interior de Estados Unidos informó a la cancillería mexicana que, de manera unilateral y punitiva, comenzaría a expulsar “inmediatamente” a extranjeros al país de tránsito. Es decir, forzó a México a ser guardián de migrantes que busquen asilo en la nación fronteriza del norte, y Ebrard lo aceptó por “razones humanitarias”, haciéndose cómplice de violaciones de Trump a la legislación de su país y al derecho de protección internacional. Ergo, para evitar un enfrentamiento, de alguna manera México sí pagará el “muro”.


Sobre la Guardia Nacional

La Jornada, 14 de enero, https://www.jornada.com.mx/2019/01/14/opinion/017a1pol

Desde que era presidente electo, Andrés Manuel López Obrador ha venido utilizando un lenguaje críptico para referirse a las fuerzas armadas. Críptico, no en el sentido de algo oscuro, secreto o camuflado, sino referido a algo a plena vista, pero que es de difícil comprensión porque no ha sido expresado en forma clara y nítida y argumentado con base en datos duros. Hay algo en el discurso presidencial sobre las fuerzas armadas −y su participación ahora en una Guardia Nacional bajo mando civil pero que conservará su perfil castrense−, que impele a creerle pero sin dar razones para ello; algo así como un dogma de fe.

Lo anterior podría originarse en las malas relaciones del candidato López Obrador con los antiguos mandos de las fuerzas armadas, y con el incontrastable poder metaconstitucional y las prerrogativas que éstos habían venido adquiriendo durante las gestiones de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña (incluido su activismo político deliberante y la no rendición de cuentas), en el marco de una militarización necropolítica (A. Mbembe) de la seguridad pública, que derivó en una catástrofe humanitaria salpicada de crímenes de lesa humanidad (casos Aguas Blancas, Acteal, El Charco, niños Almanza, Tec de Monterrey, Tlatlaya, Iguala, Tanhuato, etcétera).

AMLO ha dicho que pretende reconvertir una institución represora en un Ejército de paz, pero el progresivo desmantelamiento de las estructuras facciosas de ese poder fáctico, vinculado además de manera estrecha y subordinada a la doctrina de contrainsurgencia y las directrices de las fuerzas armadas de Estados Unidos, requerirá, en la transición, de tacto, tiempo y estrategia.

El pregonado cambio de paradigma contenido en el Plan Nacional de Paz y Seguridad sigue teniendo como pilar de la estrategia a las fuerzas militares; de allí que sea difícil de entender. Dos medidas que apuntan hacia un cambio posible en el Ejército, fueron la disolución del anacrónico Estado Mayor Presidencial y la designación del nuevo secretario de Defensa, general Luis Crescencio Sandoval, rompiendo con la estructura sucesoria diseñada por el mando saliente, general Salvador Cienfuegos.

No obstante, el nombramiento de Sandoval podría haber significado un mensaje de acercamiento a la administración Trump, ligado incluso con la presencia en México, la víspera de la toma de esa decisión, del general Joseph Dundford, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor del Pentágono. Sandoval −quien según versiones periodísticas no desmentidas carga con la responsabilidad, al menos por omisión, en sendas matanzas de Los Zetas en Piedras Negras y Allende, Coahuila, en 2011 y 2012, cuando el militar era el encargado de la seguridad del Centro de Readaptación Social (Cereso) de Piedras Negras, usado por el grupo criminal como centro de exterminio− cuenta con varios cursos de formación en escuelas del Pentágono, incluidos los de defensa continental; inteligencia y comando, y medios de comunicación en el Colegio Interamericano de Defensa, en Washington.

Entre las argumentaciones iniciales para poner a la Guardia Nacional bajo el mando de la Secretaría de Defensa −y tras señalar que las fuerzas armadas, en particular la Marina, llevaban a cabo operativos que ni siquiera se decidían en nuestro país porque [Felipe] Calderón lo permitió y el otro [Peña Nieto] lo mismo [ver El país saldrá adelante con la obra de la Revolución Mexicana, La Jornada, 30/11/18]−, el actual Presidente dijo haber ponderado el profesionalismo, la disciplina, la doctrina nacionalista y el carácter popular (no hay altos mandos vinculados a la oligarquía) del Ejército. Afirmación cuestionable, por lo menos en cuanto al nacionalismo, porque desde 1995, cuando el entonces secretario de Defensa estadounidense, William Perry, abogó en el Campo Militar número 1 por el tercer vínculo (el militar) entre ambos países, la Sedena adoptó la nueva “doctrina democrática liberal […] de estabilidad nacional”, recetada a los ejércitos del área por el Pentágono, que de la mano de una acelerada militarización de la seguridad pública, perseguía concretar otro viejo anhelo de Washington: la creación (en México y otros países) de una gendarmería o guardia nacional, como vía para desgastar y/o apartar a las instituciones armadas de sus responsabilidades constitucionales: la defensa del territorio y la soberanía nacional.

Dada la asimetría de la relación militar bilateral con EU, de Zedillo a Calderón, con la imposición de la Iniciativa Mérida en 2007, se acentuaría la dependencia de las fuerzas armadas mexicanas al Pentágono, asomando más nítidamente el carácter represor del Ejército y la Marina, con los resultados conocidos. Al respecto, en su entrevista con La Jornada, por todo comentario López Obrador dijo: Queremos cooperación para el desarrollo, no cooperación militar.

Cabe consignar que no es totalmente cierta la afirmación del secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, de que el Ejército no tiene responsabilidad en la estrategia de Calderón, porque el plan general de acciones contundentes contra el enemigo (la delincuencia organizada) fue concebido por la plana mayor de la Sedena, con el general Guillermo Galván a la cabeza, y quedó plasmado en la Directiva para el combate integral al narcotráfico 2007-12. El plan incluyó el aniquilamiento de presuntos criminales.